La esclavitud femenina

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Suele, por éstas fechas, según se acerca y se aleja el ocho de Marzo, el imperante machismo, advertirnos por distintos procedimientos mafiosos subliminales de que, somos más mujeres que nunca y que además de continuar siéndolo, hemos de exclamar que nos gusta.
El primero de éstos sutiles métodos de persuasión, procura hacernos presente los tiempos de Aristóteles, en los que el estagirita, nos tenía por poco más que la incubadora de la simiente masculina, con el insano propósito, como digo, de que su mera evocación cale hondo en nuestro amedrentado entendimiento e inserte, la del todo inadecuada y falaz comparación confusa, de aquella y ésta época, para que así, con su recuerdo, aparezca en nosotras el cómodo conformismo que disuelva y disipe nuestras histéricas, sofocadas y recurrentes reivindicaciones al objeto de que contemplemos complacientes, nuestra actual condición, como el producto último y más desarrollado de nuestras aspiraciones a la igualdad con el varón.
Tampoco por verdadera, resulta menos sibilina la segunda de éstas tretas, consistente en un sistemático bombardeo mediático en el que se nos muestra la penosa y flagrante situación que padecemos las mujeres en el resto del mundo, porque como les sucede a los obreros cuando les hablan de las condiciones laborales de los coreanos y filipinos, lejos de despertar en nosotras el valor ardiente y necesario que solidario en actitud altruista nos empuje juntas en socorro y auxilio de su emancipación… nos acoquina -por no decir acojona- de tal manera que prestas y dispuestas nos hallamos para aceptar por bueno cuanto aquí nos suceda, sin ver en ello agravio alguno.
Y en tercer y último lugar, tenemos al más ruin y mezquino de estos procedimientos que con la excusa de nuestra noble causa, encuentran la vía abierta para, de modo encubierto pero eficaz, continuar perpetuando lo que hasta hace bien poco se impartía en la escuela, se legislaba en las cortes, se santificaba en la Iglesia, y te daban de mamar en casa: el debido y natural sometimiento de la mujer en todos los órdenes de la vida, sea en la esfera privada, sea en la pública. Me estoy refiriendo a la embriagadora imagen que alude al fenómeno occidental de las últimas décadas, bajo el eufemismo de la emancipación femenina.
Porque para nuestra desgracia, el machismo no es sólo cosa de hombres –como tampoco el feminismo debería serlo sólo de mujeres- nosotras también hemos contribuido de manera decidida entusiasta e inconsciente a la difusión y extensión de tan magno bulo como lo es la infeliz expresión “la liberación de la mujer”, pues convencida estoy de que a nada que una investigue y reflexione con seriedad y sin demagogia sobre lo que verdaderamente se ha logrado y el modo en cómo se ha conseguido, más pronto que tarde habrá de asentir con resignación que aún hoy seguiría vigente y con pleno sentido, el escrito que en defensa nuestra publicara a mediados del XIX, el ilustre John Stuart Mill, con el título “La esclavitud femenina”.
Perdonadme si me equivoco, queridas amigas, en mis apreciaciones, pero con toda sinceridad, os digo que la libertad de la que gozamos, es una libertad condicional con la vida como fianza en el mejor de los casos, cuando no se parece más a la de los presos en tercer grado que pueden entrar y salir de la cárcel para trabajar, mientras su comportamiento sea adecuado. Cierto es, que en la actualidad podemos llevar pantalones, se nos permite fumar, se nos deja conducir –incluso conducir y fumar al mismo tiempo-. Se nos da cabida en el ejército profesional, podemos abortar, y si lo deseamos y nos empeñamos, no es raro que lleguemos a estudiar una carrera o trabajar fuera de casa. ¡Pero decidme! ¡Por favor! ¿Es eso libertad? ¡Venga Segismundo y lo vea! Puede que me digáis retrógrada y reaccionaria, pero bajo mi personal perspectiva en todo ello, lejos de ver la liberación de la mujer, veo a la mujer más esclava que nunca, por haber sucumbido a los cantos del dragón del espíritu machista que rige a toda la sociedad. Me creería más dicha liberación, si el hombre pudiera llevar faldas en lugar de la mujer pantalones, si el hombre hiciese punto, en vez de que la mujer fume, si el macho aprendiera a cocinar, en lugar de la mujer conducir; si el hombre no tuviera ejército, ni la mujer se sumara a ellos, si él se pusiera el preservativo y yo no me tomara la píldora; si ellos asumieran su paternidad y nosotras no nos vieramos en la necesidad traumática y nada deseable de escoger abortar y si ellos trabajasen más dentro de casa, en vez de que nosotras trabajemos el doble, dentro y fuera de ella.
La ilusa liberación femenina es fenómeno y consecuencia única y exclusivamente de la casual conjunción de la trayectoria paralela del desarrollo de dos hechos, como lo son, la invención de los electrodomésticos y las dos guerras mundiales, que han tenido lugar a lo largo y ancho del siglo XX: la aparición de la lavadora liberó a la mujer el tiempo suficiente como para que pudiera dedicarse al estudio y a trabajar fuera de casa, cosa que no sucedería hasta que los varones dejaran los puestos de trabajo vacantes, debido a las dos conflagraciones citadas, momento en el que encontramos entonces el modo de hacernos un hueco en la sociedad civil, que hasta entonces nos estaba negado. En consecuencia, al no haber sido nuestra libertad de movimientos fruto de la lucha sino más bien de la paciente espera, no sería de extrañar que en el futuro próximo la misma desapareciera si nos andamos por las ramas y nos dormimos en los laureles.
Advertidas pues de la situación sin mirar el pasado con alivio, sin atender al presente circundante con miedo, y sin creernos nuestras propias mentiras elaboradas por un feminismo mal entendido, os invito a todas a liberarnos de todo ello y como primer paso para conquistar nuestra verdadera libertad, os animo a ser conscientes de que todavía hoy, somos esclavas.

Sobre apellidos

Si de los nombres se ha legislado largo y tendido, no siempre con acierto, para salvaguardar los derechos del infeliz – como es mi caso- que habrá de sobrellevarlos durante el resto de su vida y aun después de muerto en esquela y lápida, drama que atendiera con ingenio el mismísimo Cantinflas en su celebre “El padrecito” en aquella aleccionadora escena en la que un buen hombre que se disponía a bautizar a su retoño tras ser interrogado por el nombre que deseaba ponerle respondió ¡Como su padre! y de nuevo preguntado por el nombre de su padre, confesara llamarse ¡Nepomuceno! se vio despachado de inmediato con un decidido ¡Ah! ¡No! ¡Eso si que no! ¡Pobre criatura! se comprende, la tardanza mostrada en poner en marcha una medida legislativa como la contemplada en el artículo 49 de la futura Ley del registro Civil que ha entrado a trámite en el Congreso para su enmienda y aprobación, donde se recoge una condición de justicia, cuál es, la de permitir a los progenitores decidir de mutuo acuerdo el orden de los apellidos.
Coincido con el actual Gobierno en reconocer en la propuesta, una anhelada conquista jurídico-social acorde al espíritu de igualdad establecido en la Constitución. No obstante, leída la letra pequeña del asunto y puestos a acometer modificaciones, creo conveniente reflexionar primero, en aras de la utilidad inmediata sobre dos detalles de procedimiento y segundo, en atención a la vanguardia intelectual, sobre la actual necesidad de llevar apellidos.
Está bien que el sistema adjudicatario del apellidaje no prime sin más al paterno en detrimento del materno y que ceda a los progenitores la oportunidad de ponerse de acuerdo en este particular; Pero el proyecto legislativo prevé, para el caso de que los progenitores no alcancen un acuerdo, una medida, cuando menos, tan injusta como la actual al tomar el orden alfabético como la variable a considerar, idea aberrante que condenaría a Zapatero y Rajoy a desaparecer a favor de Aznar o Rubalcaba, cosa que políticamente podría ser, pero que en ninguno de los casos, sería deseable. ¿Por qué el orden alfabético y no el número de letras que contengan? Evidentemente, cualquier sistema preestablecido de estas características, está condenado al fracaso, más que nada, porque quien a su favor tenga de antemano la ventaja determinante en caso de no haber consenso, difícilmente remará por este consenso, antes buscará el disenso que al final le favorece…Por ello, de tenerse que elegir, el sorteo puro y duro creo que es la mejor opción. Claro que…¿Por qué elegir?
Antes de afrontar esta embarazosa cuestión, deseo pasar al otro detalle que me disgusta de este Proyecto de Ley, cuál es, que en ella se fuerza a los padres a mantener la decisión adoptada con su primogénito para el resto de la prole, cosa que invalida la mejor medida que se me ocurre para afrontar la situación de los apellidos en la actual caduca coyuntura y que paso a ofrecer como solución: en mi opinión, de tenerse que mantener la tradición de los apellidos, lo deseable sería que a parte de la libertad de trocarlos, acordar su orden, etc, por sistema quedara establecido que si el bebe es niño portara sólo el apellido del padre y si es niña, sólo el de la madre. Es una medida clara, justa, igualitaria, y sin posibles trampas. Las excepciones de transexuales serían tratadas según les sea reconocida la condición legalmente.
Ahora bien, ¿Es necesario elegir entre apellidos? Elegir entre peras y manzanas es muy fácil – salvo para Ana Botella- e ineludible entre morir en la silla eléctrica o la inyección letal en el país de la libertad, mas a nadie le gusta elegir cuando lo que está en juego puede aparejar demasiadas consecuencias connotativas, cargas psicológicas, explicaciones familiares, sobre todo, cuando para escapar de la elección mucha gente se persuade convenientemente de que no hace falta y deja que todo siga su curso por algún tiempo, o en este caso, alguna generación. Pero, al margen de este subterfugio mental para eludir decisión tan delicada como puede serlo en algunos casos la elección del apellido llamado a perpetuarse mientras el otro se pierde en la bruma del olvido, ¿Verdaderamente es necesario elegir, o caben otras fórmulas?
Yo creo, que lo primero que se debería permitir en el caso de que sigamos empeñados en continuar con este engorro de los apellidos, es que los padres buscasen entre sus ocho apellidos uno en el que coincidieran los dos; Con el tiempo todos acabaríamos apellidando Chang, y finalmente prescindiendo del apellido, que es mi objetivo. Si esto no gustase por lo advertido, entonces podría autorizarse a los progenitores a mezclar sus apellidos dando origen a híbridos como Marlo contracción de Martínez-López o Lomar, aunque al desaparecer ambos, ya se sabe, los males compartidos son más soportables.
Pero podríamos ahorrarnos todos estos quebraderos de cabeza de dos sencillas formas, a saber: dejando de traer hijos a este cochino mundo que debería ser tipificado como delito cruel y de lesa humanidad, o en su defecto, prescindir de apellidos, sustituyéndolos por el número del DNI para trámites burocráticos, dado que el de pila sobra para apañarnos en el barrio entre amigos, a la luz de lo que les acontece a los apellidos que se resisten a su desaparición social como los polisílabos acortados en diminutivos como Sola de Solabarria o diluidos en feas abreviaturas como Fdz de Fernández. Aunque me temo que incluso esta medida quede ya obsoleta cuando se está hablando de incorporar un chip codificador y localizador bajo la piel de los recién nacidos que nos identifique de inmediato cuya información encriptada en clave pública pueda ser accesible en clave privada a parte de por quienes deseemos, por todos y cada uno de los organismos oficiales como el INE, la Seguridad Social, el INEM, la Policía…y con el tiempo, cualquiera como sucede ahora con nuestros datos, como la Telefónica, Coca Cola, el BBVA, etc.