Desde los inicios del mismísimo Génesis, puede apreciarse la notable diferencia que hay entre señalar y marcar: Cuando Dios prohibió a Adán y Eva comer del fruto prohibido, se limitó a señalar cual de aquellos árboles se trataba. En cambio, tras acontecer el asesinato de Abel a manos de Caín, se vio obligado a marcar a Caín para que todo el mundo pudiera reconocerlo, y no se cobraran venganza, dado que lo había perdonado y dejado libre.
Y es que una de las funciones de la marca, es que no se borre con el tiempo y cumpla su función de modo público y reconocible para todos. Así se empezaron a marcar las cabezas de ganado para evitar las típicas disputas entre clanes rivales y cuantos se dedicaban al pastoreo por a quién pertenecía ésta o aquella cabra. No se tardó mucho en extrapolar esta costumbre a los propios seres humanos, que por deudas o por conquista, habían caído en la esclavitud. Incluso, en plena edad media se llegó a crear el territorio conocido como Marca, que pertenecía precisamente al Marqués, por lo que cuanto había de productos materiales y personas en dichos lugares, pasaban a ser de su entera propiedad.
No se sabe muy bien cómo, pero el caso es que en menos de un siglo la marca ha sabido desprenderse de su ignominioso pasado, y resucitado con un nuevo pelaje a ojos de la ciudadanía. Hoy todo viene marcado, desde el laterío más rudimentario, hasta los automóviles, pasando por un sinfín de prendas de ropa, alimentos, música, deporte, que no conformándose con ser etiquetados, que es lo que les corresponde, ahora lucen toda clase de símbolos antropológicos interculturales, conocidos como “Logos” que dan rango de distinción a quien los adquiere y luce.
Es en ésta sociedad, cada vez más desarraigada de sus tradiciones, de su singularidad y de su particulares formas ancestrales que le reportan pedigrí y auténtico abolengo, en donde las marcas, han sabido ocupar el hueco emocional que les corresponde en encarnizada disputa con las sectas y tribus urbanas que pretenden hacer lo mismo. Y es que hoy en día, más que en una sociedad nos hallamos todos inmersos en un inmenso mercado global donde nada ni nadie escapa al menudeo de cuanto caiga bajo la voraz espiral de la oferta y la demanda: Todo se puede comprar y vender, materias primas, productos manufacturados, servicios, información, datos íntimos de las personas, lealtades, imagen, sexo, ocio. ¡Todo!
Dicen los expertos que se trata del mercado libre. Pero libre… ¿para quién? Hoy por hoy, lo menos libre que hay en el mundo es precisamente un mercado, donde tanto productos como personas aparecen marcados. Se trata, nunca mejor dicho, de un mercado marcado: marcado en el sentido de barriobajera trampa, propia de los jugadores de cartas, en donde las grandes empresas y multinacionales, abusan de sus monopolios de poder para, corrompiendo a políticos y comprando espacios en los medios de comunicación, hacer de un lado, competencia desleal al pequeño comerciante y al mediano empresario, y de otro, engalanar con un persuasivo marketing a toda la ciudadanía, ahora convertida en consumidores.
Pero el mercado también, como digo, está marcado en el primigenio sentido de estigmatizado como lo estaban las reses en el corral, los esclavos en la plantación o los siervos en el feudo. Hoy en día, todos los productos parecen pertenecer a Nestlé, a la Philip Morris, o a la omnipresente Coca-Cola. Las franquicias han proliferado como hongos, que amenazan con su venenosa presencia enterrar la comida típica entre hamburguesas de McDonald’s y lápidas de Pizza. Y nuestros jóvenes, que se jactan de no llevar símbolos ni políticos ni religiosos, se han convertido en auténticos hombres anuncio de los pies a la cabeza, de las marcas Adidas, Nike, Levis, y la que tenga a bien, ponerse a tiro. Pero curiosamente, sin cobrar un duro por ello, antes bien, al contrario, pagando precios abusivos que les hace sentir más de lo que son y los degrada hasta allí donde se les quiere ver para que necesiten de semejantes marcas, para sentirse algo o alguien en la vida. Casi casi, han interiorizado tanto que precisan la marca, no para lucirla entre los demás, sino en su propia intimidad, que no es raro, la jovencita o el jovencito, que también lleva marcadas las bragas y los calzoncillos, una con Woman Secret, y el otro con Kelvin Klein.
Esperemos que la crisis haga bueno el refrán de “ No hay mal que por bien no venga” y dejemos todos la tontería de vestir de marca que habría de ser sinónimo de esclavitud y estupidez más que de estar a la última, ser más chic o guay, y se ponga de moda no ir a la moda; porque si esperamos a que la gente lea el excelente ladrillo de Naomi Klein “No Logo” o el ameno “No Marcas. Diario de un anticonsumista” de Neil Boorman, vamos apañados, pues la capacidad lectora de quienes visten marcas, a penas les da para reconocerlas en tiendas y supermercados.