Espirindustrialidad

Unida la pensión de los esclavos a su esperanza de vida, lo suyo es no perder el tiempo de los vivos para entregárselo a los muertos en fútiles ceremonias como si estos no tuvieran ya suficiente con la eternidad que les queda por delante y menos aún, para despedirse de modo tan neandertal como el que se acostumbra por estos lares, enterrando cadáveres y echándoles flores encima, atrasadas prácticas nacidas sino de la higiene, sí del miedo y la superstición de nuestros ancestros durante el Paleolítico Medio.
Los sacapuntistas morales que ven peligrar su confortable coartada disimuladora, no han tardado en tildar de insensible, miserable e inhumano al responsable de relaciones laborales de la CEOE, José de la Cavada, quien en un alarde de vanguardia ética nadando con la corriente, considera excesivos los cuatro días de permiso que el Estatuto de los Esclavos otorga por defunción de un familiar de primer grado cuando es necesario pernoctar porque, los medios de transporte actuales no son los mismos que durante el franquismo y principios de la Democracia que en su opinión fueron declarados «pensando que los viajes se hacen en diligencia”, sin percatarse que en su denuncia no hay otra cosa que el desprendimiento de la conciencia científica-neoliberal apostando fuerte por la producción de bienes en la inmanencia frente al lastre que supone una incierta Trascendencia estéril para el desarrollo de la humanidad, bajo el parámetro de una nueva fórmula compatibilizadora de la espiritualidad del ser humano con su capacidad productiva, en vez de contraponerlas como siempre han hecho las religiones.
El género Homo apareció con el hábilis, el primero en crear una herramienta, al que mejor honraríamos su memoria designándole como Homo faber, pues fue gracias a la aparición de su primera industria Olduvayense que millones de años después, vagos intelectuales como Lafargue o Huizinga estuvieran en condiciones de redactar textos tan perniciosos para la supervivencia de la especie como “El derecho a la pereza” o “Homo ludens” respectivamente, aunque nos hayamos olvidado de ello, sobre todo, los disimulantes sociales que incapaces de dar palo al agua, se lo dan a las palabras que todo lo soportan.
La distinción materia/forma, cuerpo/alma, inmanente/trascendente, masa/energía, etc, ha sido presentada por los filósofos como real para ofrecer cobertura ideológica a cuantos en su habilidad fueran capaces de evitarse todo trabajo práctico que comporta generalmente esfuerzo físico y ensuciarse las manos, con la excusa de entregarse por entero al pensamiento, la contemplación y demás entidades metafísicas que no por invisibles a los ojos, dejan de ser muy deficitarias para el conjunto de la sociedad que ha de soportar su coste y manutención.
La humanidad es indigente por naturaleza. Venimos al mundo desnudos y nos vamos de él quedándonos en los huesos. Ningún derecho asiste más al Hombre vivo que trabajar de continuo. Es la Muerte y no la Vida la que garantiza a todos el descanso eterno por igual, la única jubilación sostenible a la que puede aspirar la sociedad sin dedicarle recurso alguno. ¿Por qué entonces sacrificarle si quiera un solo día de producción?
La ciencia ha demostrado que materia y energía son una y la misma cosa; ora se presenta bajo la forma de una, ora bajo el aspecto de la otra. En buena lógica, todo apunta a que el Espíritu humano se despliega en su Producción material más que en sus ceremonias y folklores que como bien saben los arqueólogos se esfuman en sus acciones sin dejar rastro a diferencia de los objetos que son los que permiten especular sobre esos asuntillos mal llamados inmateriales desde un punto de vista emergentista.
Europa, debe conciliar Religión y Producción en la Espirindustrialidad, sin conceder a sus ciudadanos el más mínimo margen para perderse en las tradiciones propias de su condición esclava. Si desean sufrir por sus seres queridos en vez de alegrarse por ellos ¡que sufran! pero sin dejar el puesto de trabajo; que creen que rezando van a mejorar su estatus espiritual ¡Que recen! mas sin frenar la cadena de montaje. Y el que quiera vacaciones antes de su hora…¡Que vaya al paro!

Morir de frío

He tenido la suerte de nacer a tiempo de presenciar estampas que ahora sólo pueden ser contadas por los abuelos entre las que se halla haber conocido el ambiente del antiguo Hotel de Portugalete donde pasé tardes enteras jugando al ajedrez entre la humareda azulada de los puros habanos y el aroma a chocolate con churros de las señoras que se disputaban los cuartos a la brisca en aquella especie de casino popular, Casa de Cultura y local de encuentros furtivos que nada tenía que envidiar al café de postguerra retratado por Cela en “La Colmena”.
De entre la distinta fauna que por allí pululábamos, había un ajedrecista entrado en canas, callado que vestía siempre abrigo, bufanda y sombrero con quien pese a la diferencia de edad, sin apenas conversación había trabado cierta amistad sobre el tablero, hasta que cierto día dejo de aparecer por el lugar.
Eran los Ochenta, tiempos de reconversión en la Margen Izquierda donde irrumpieran con fuerza los GRAPO y los Comandos Autónomos Anticapitalistas. No había fecha en que los periódicos no informaran en primera página de los atentados de ETA mientras en Barakaldo la juventud caía como moscas por sobredosis los fines de semana, los obreros se suicidaban en Santurce y los ancianos morían solos congelados en sus propios domicilios en Sestao olvidados de todos por no alcanzarles la pensión para la calefacción. Sus muertes eran despachos de agencia a los que no se les dedicaba más que tres o cuatro líneas en la sección de sucesos.
Cierto Domingo de primavera, con el sol entrando cálido por el ventanal sorteando el humo de la fritanga de las rabas, oí comentar que aquel personaje, había muerto durante el invierno. Al parecer fue uno de aquellas personas mayores que pereció de frío. Así fue como tomé conciencia de lo fácil que es caer silenciosamente en la miseria y cómo esta puede atraparte en la más absoluta invisibilidad. ¿Pero cómo era posible? Aquel hombre no parecía ser un vagabundo…
No fui el único en sorprenderme. Nadie se explicaba lo sucedido ¿Se ha muerto de frio? Pero si parecía vivir bien. ¿No vivía de la pensión? ¿Y su familia? Según se sucedían las preguntas sin respuesta, fuimos constatando lo poco o nada que sabíamos de aquella persona entrañable que nunca daba motivo de queja y siempre parecía dispuesto a echar partidas desde primeras horas de la tarde hasta que cerraban el local a eso de las 22 horas. Así rememorando hechos como ese descubrimos los detalles que se nos habían pasado por alto como que casi nunca tomaba nada o que iba andando a su edad desde Portugalete a Sestao por todo Carlos VII lloviera o hiciera calor “para dar un paseo” como le gustaba decir. Nunca olvidaré a aquel hombre.
Desde entonces, cada vez que el Tontodiario anuncia una “Ola de frio” pienso en esos pobres desgraciados que dibujaran a la mañana siguiente una engañosa sonrisa de felicidad sobrevenida por criogénesis forzosa, y maldigo los actos de caridad de los que somos capaces de alardear públicamente sin la menor vergüenza como esa piadosa medida de las grandes capitales de no cerrar las bocas de Metro durante las noches de duro invierno o citar a todos los indigentes a una hora en la periferia para dispensarles una bebida caliente con el colaboracionismo de las Oenegés locales con la Cruz Roja a la cabeza. Me arde la sangre al punto de exclamar ¡Tora tera tili tarra! que en swasvhali viene a decir algo así como ¡Que poca vergüenza!
Ya no queda nada del ambiente de los antiguos cafés, amplios lugares de encuentro y recogimiento donde jóvenes y mayores podíamos intercambiar impresiones generacionales. Ahora lo que se lleva son gigantescos tanatorios disfrazados de hogares del jubilado y macro-guarderías donde la juventud va a tomar el biberón. Pero el frío, ese frío insistente, ese frío que cala hasta los huesos, recuerda que el poeta tenía razón al advertirnos que “Volverán las oscuras golondrinas a sus nidos a anidar”. Pero no volverán solas.