Clase Caducada

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La sana dieta mediterránea, consistente en un alto consumo de productos vegetales como frutas, verduras, legumbres, frutos secos, cereales y sus derivados como pan, aceite de oliva, vinagre, en una alimentación variada acompañada de vino en cantidades moderadas, declarada recientemente por la UNESCO “Patrimonio Inmaterial de la Humanidad” de la que hace gala nuestra gastronomía de cinco estrellas Michelín, se halla frente a uno de sus mayores retos históricos: seguir siendo sana para todos los bolsillos.
Hasta hace bien poco, “Vegetariano”, era sinónimo de “Pobre” o de estar enfermo. La carne, parecía reservada para las mesas de cuchillo y tenedor – de ahí que estuviera prohibida su captura a la plebe cuyo recuerdo pervive en los actuales cotos de caza – mientras el resto comían de cuchara y conocían al pollo por el diccionario. Para satisfacer a las masas, se ideó la Hamburguesa que en una etimología libre vendría a significar “Ham” (Hambre) y “Burguesa” (Del burgo, o sea, de la ciudad) sobrevenida necesidad de mantener el orden público, porque en las ciudades no crecían ni las manzanas ni las lechugas con las que poder calmar el ajetreado diálogo de las tripas vacías por muy solícitas que a la tarea apareciera desde las Américas la patata. En aquellos tiempos, sólo eran vegetarianos quienes podían elegir. El resto se guiaba por el dicho “Todo lo que nada, corre o vuela…¡A la cazuela!” Y también lo que se arrastrara o permaneciera quieto.
Sea entonces, que la rica dieta mediterránea, durante milenios, ha sido poco menos que la opción forzada del grueso de la población que se moría de ganas de llevarse a la boca colesterol, grasa animal y cuantos manjares causaran gota, atrofiaran las arterias y provocaran ataques al corazón. Hasta que ¡de pronto! lo que era comida de pobres, ha pasado a ser “Bocatto di Cardinale”, siendo hoy el día, en que mantener una dieta vegetariana resulta todo un lujo y que además sea sana, un auténtico dispendio.
Las mentes criminales dueños de los procesos de producción y distribución, con el concurso cómplice de nuestros gobernantes, llevan décadas ideando mecanismos para aumentar artificialmente los precios de los alimentos básicos – ya se están dando pasos para hacer lo mismo con el agua potable – argucia sigilosa que por difícil que parezca está dando réditos mucho mayores que la industria armamentística, la trata de blancas o el tráfico de drogas, que son los negocios ilegales más lucrativos para el Catedrático Velasco según declara en su excelente obra “La economía de las cloacas”, más que nada, porque millones de seres humanos necesitan comer al menos una vez al día para no morir de hambre y ante esa realidad, todos las demás pulsiones se pliegan sean de índole político, económico, social, o sexual.
Cualquiera que haya hecho la compra desde pequeño, como es mi caso cuando al mercado acompañaba a mi madre los Sábados, habrá percibido lo caro que está el kilo de tomates, garbanzos, arroz, naranjas, cómo la barra de pan o el litro de aceite se han puesto por las nubes y así con todo, siendo vox populi, que en origen, los precios de todos estos productos de la tierra están por los suelos. Pero no es eso sólo.
Además de caros, no por ello son de mejor calidad, ni más sanos; a lo mejor, son más bonitos, regulares, sin motitas…pero su sabor a cartiplás delata que son alimentos para pobres y en consecuencia, peligrosos para nuestra salud, pues seguramente son transgénicos, cultivados a base de fertilizantes cancerígenos. En definitiva, puro veneno.
Mas, como quiera que la voracidad de las empresas criminales que dominan el ramo de la alimentación demanden de continuo acrecentar sus beneficios, siendo muy complejo, de momento, aumentar la velocidad de siembra, crecimiento, maduración y recolección de los frutos de la tierra, resulta que es imperioso hallar el margen de maniobra segmentando todavía más a los consumidores que hasta la fecha se hallaban en cuatro niveles, a saber:
Clase Privilegiada (a la que yo pertenezco), puede ingerir lo que le apetezca, cuando le apetezca y donde le apetezca de toda la fauna y flora mundial. Tan pronto degustan un coctel de gambas con aguacates del Brasil en un hotel de Marruecos, como dan cuenta de un buen chuletón de buey de kobe en Japón.
Clase Media: puede permitirse esporádicamente el nivel anterior, pero haciendo sacrificios laborales o reajustando su presupuesto. Tiene acceso limitado en el tiempo y en el espacio y por ello gusta de acudir a restaurantes temáticos como chinos, turcos o mejicanos, reservándose para días señalados en su comunidad al objeto de que todo el mundo les vea comer angulas, centollos o beber champan.
Clase baja: Comen de lata, embutido, tiran de charcutería, zumos envasados, buscando en los precocinados el aroma de la cocina italiana del risotto al parmesano, siempre mirando de reojo la despensa y el sueldo, de modo que, por medio de croquetas, empanadillas y otras estratagemas hacen que los cien gramos de jamón den para varios días del calendario. Mal que bien, con una atenta vigilancia de los precios, a la caza y captura de la oferta, acaban permitiéndose comer para vivir y vivir para trabajar.
Clase prescindible: a esta clase pertenece gente que si se muriera nos harían a todos un favor. Comen muy bien en relación precio-calidad en los comedores sociales de organizaciones como Cáritas donde se cocina con mucho amor cristiano, pero donde el Cordero de Dios, está más ausente que en misa. Si dieta es monótona y cíclica, pero no solo de pan vive el hombre.
Pues bien, a estas cuatro clases ahora se busca añadir una quinta que me atrevería a denominar “Clase Caducada”, aquella que abastecería única y exclusivamente de productos cuya fecha de consumo haya caducado pero que a decir del Ministro de Agricultura y Alimentación Arias Cañete sientan muy bien.

Comer en el supermercado

El injusto modo en como nuestros mandatarios están distribuyendo la carga de la crisis sobre los más débiles de la comunidad, nos está brindando la oportunidad de contemplar estampas que hasta ahora únicamente conocíamos de oídas.

Hace 40 años mis padres regresaron de Nueva York muy impresionados de sus luces y rascacielos, pero también de las húmedas sombras y cloacas de aquella sociedad capaz de consentir que la gente se muriese de hambre tirada en las aceras mientras otros ciudadanos les sorteaban para acudir a los mejores restaurantes como algo natural. Así, durante las sobremesas de mi infancia escuché una y otra vez cómo no tuvieron estómago de continuar una cena cuando se percataron de la muchedumbre reunida junto al cristal del establecimiento para verles comer, cosa que debía ser habitual pues cual niños en periodo navideño frente a los escaparates de juguetes, debían exclamar algo así como ¡Me lo pido! en un hipotético reparto sui generis de las potenciales sobras en cuanto los camareros retiraban los platos de los comensales, o cómo en otra ocasión fueron testigos de una escena típica de Charles Dikens donde unos pequeños salieron zingando de una frutería con manzanas en la mano con el tendero detrás suyo. A los relatos paternos, pronto se le unieron los comentarios de amigos que hablaban de algunas costumbres que por estos lares eran ignotas todavía como lo cotizado que estaban las latas de carne para perrros entre los sin techo del lugar quienes se las disputaban a los bares que dispensaban menús del día, que a su vez rivalizaban en precios con los McDonals o la de acudir a los grandes supermercados a comer.

Hace tiempo que nos hemos acostumbrado a pasear entre despojos humanos yendo de compras con gran felicidad de no ser uno de ellos; tampoco nos incomoda comer en establecimientos con grandes ventanales con vistas a mendigos tumbados entre cartones; en este orden de cosas es a destacar el aumento considerable de ventas experimentado por la industria dedicada a la alimentación de mascotas precisamente en tiempo de crisis; cada vez nos encontramos con más cajas de galletas, cartones de leche y bolsas de patatas fritas abiertas en el supermercado al ir a adquirirlos; También es cierto que casi está regulado por ley dónde, cuándo, cuánto y cómo el ciudadano libre puede ir a aprovecharse de los productos caducados tirados a los contendores por las grandes superficies; No lo es menos que hace años, los pensionistas acuden a “conseguidores” para que les suministren ciertas mercancías básicas como leche buena, frutas y verduras frescas o carne de verdad, a las puertas de las tiendas. Pero ha sido después de este verano que he visto con mis propios ojos cómo personas que hasta hace poco pertenecían a la Clase Media, hacian acopio de vitaminas, proteínas e hidratos de carbono en medio del supermercado con toda naturalidad, más allá de las clásicas escaramuzas del vanguardismo moral mostrado por los adolescentes de un Sábado a la tarde, más por vicio que necesidad.

La primera vez fue este Septiembre en un supermercado de mi pueblo natal Castro Urdiales. Me hallaba a punto de salir, cuando escuché un pequeño alboroto. Una anciana que lucía su mejor abrigo con el clásico broche, era custodiada con delicadeza por una charcutera del establecimiento “La he pillado comiendo salchichas” susurró en bajo apesadumbrada por su nuevo oficio de policía. La intercepta, ajena a la vergüenza que la situación pudiera causarle parecía más ocupada en la eliminación de las pruebas que en negar los hechos. De hecho, para cuando llegó a la salida, ya no había nada que negar.

No habían transcurrido quince días que estando en otro local de Zaragoza pude observar un anuncio en vivo de los espárragos Carretilla pero sin cámaras a la vista: un hombre acercaba su mano a la estantería, cogía con decisión un frasco del producto, lo abría vigorosamente y la que debía ser su mujer, reclinando la cabeza se introducía sensualmente a lo faquir un ejemplar por su garganta como en la serie V hacían con los ratones, con toda impunidad.

La última ha sido en Valladolid que por su sofisticación me ha empujado a escribir sin más demora sobre el fenómeno. Resulta que mientras yo estaba haciendo mi pequeña compra, una mamá daba de merendar a su hijo sentado en la sillita un potito con una cucharilla. Al principio me extrañó que escogiera ese momento para darle de merendar ¿No podría haberlo hecho antes o después? Cuando por su izquierda llegó su otro hijo algo más crecidito con un yogurt en la mano y ella le dio otra cucharrilla salida de su bolso; todo quedaba explicado.

Desde que empezó la crisis allá por el 2007, siempre me he sentido un afortunado. Soy de esos que puede decir con convicción eso de ¡La crisis es buena! Y el enigmático axioma ¡Menos es más! Porque, con menos dinero, puedo comprar más que antes; Para mi ir por el supermercado es un chollo ahora comparado con antes de la crisis: las grandes marcas han bajado sus precios a la mitad, las líneas blancas han mejorado su calidad, los precios se mantienen, hay más ofertas de 2×1, regalan unidades, dan el 33% más de producto, las grandes cadenas bajan el precio de todos sus productos. ¡Qué más puedo pedir! Pero después de ver cómo la gente va a comer al supermercado, me siento un paria comparado con ellos.