Morir de frío

He tenido la suerte de nacer a tiempo de presenciar estampas que ahora sólo pueden ser contadas por los abuelos entre las que se halla haber conocido el ambiente del antiguo Hotel de Portugalete donde pasé tardes enteras jugando al ajedrez entre la humareda azulada de los puros habanos y el aroma a chocolate con churros de las señoras que se disputaban los cuartos a la brisca en aquella especie de casino popular, Casa de Cultura y local de encuentros furtivos que nada tenía que envidiar al café de postguerra retratado por Cela en “La Colmena”.
De entre la distinta fauna que por allí pululábamos, había un ajedrecista entrado en canas, callado que vestía siempre abrigo, bufanda y sombrero con quien pese a la diferencia de edad, sin apenas conversación había trabado cierta amistad sobre el tablero, hasta que cierto día dejo de aparecer por el lugar.
Eran los Ochenta, tiempos de reconversión en la Margen Izquierda donde irrumpieran con fuerza los GRAPO y los Comandos Autónomos Anticapitalistas. No había fecha en que los periódicos no informaran en primera página de los atentados de ETA mientras en Barakaldo la juventud caía como moscas por sobredosis los fines de semana, los obreros se suicidaban en Santurce y los ancianos morían solos congelados en sus propios domicilios en Sestao olvidados de todos por no alcanzarles la pensión para la calefacción. Sus muertes eran despachos de agencia a los que no se les dedicaba más que tres o cuatro líneas en la sección de sucesos.
Cierto Domingo de primavera, con el sol entrando cálido por el ventanal sorteando el humo de la fritanga de las rabas, oí comentar que aquel personaje, había muerto durante el invierno. Al parecer fue uno de aquellas personas mayores que pereció de frío. Así fue como tomé conciencia de lo fácil que es caer silenciosamente en la miseria y cómo esta puede atraparte en la más absoluta invisibilidad. ¿Pero cómo era posible? Aquel hombre no parecía ser un vagabundo…
No fui el único en sorprenderme. Nadie se explicaba lo sucedido ¿Se ha muerto de frio? Pero si parecía vivir bien. ¿No vivía de la pensión? ¿Y su familia? Según se sucedían las preguntas sin respuesta, fuimos constatando lo poco o nada que sabíamos de aquella persona entrañable que nunca daba motivo de queja y siempre parecía dispuesto a echar partidas desde primeras horas de la tarde hasta que cerraban el local a eso de las 22 horas. Así rememorando hechos como ese descubrimos los detalles que se nos habían pasado por alto como que casi nunca tomaba nada o que iba andando a su edad desde Portugalete a Sestao por todo Carlos VII lloviera o hiciera calor “para dar un paseo” como le gustaba decir. Nunca olvidaré a aquel hombre.
Desde entonces, cada vez que el Tontodiario anuncia una “Ola de frio” pienso en esos pobres desgraciados que dibujaran a la mañana siguiente una engañosa sonrisa de felicidad sobrevenida por criogénesis forzosa, y maldigo los actos de caridad de los que somos capaces de alardear públicamente sin la menor vergüenza como esa piadosa medida de las grandes capitales de no cerrar las bocas de Metro durante las noches de duro invierno o citar a todos los indigentes a una hora en la periferia para dispensarles una bebida caliente con el colaboracionismo de las Oenegés locales con la Cruz Roja a la cabeza. Me arde la sangre al punto de exclamar ¡Tora tera tili tarra! que en swasvhali viene a decir algo así como ¡Que poca vergüenza!
Ya no queda nada del ambiente de los antiguos cafés, amplios lugares de encuentro y recogimiento donde jóvenes y mayores podíamos intercambiar impresiones generacionales. Ahora lo que se lleva son gigantescos tanatorios disfrazados de hogares del jubilado y macro-guarderías donde la juventud va a tomar el biberón. Pero el frío, ese frío insistente, ese frío que cala hasta los huesos, recuerda que el poeta tenía razón al advertirnos que “Volverán las oscuras golondrinas a sus nidos a anidar”. Pero no volverán solas.

¿Por qué soy tan bueno?

En “Ecce Homo” Nietzsche se pregunta ¿Por qué soy tan sabio? ¿Por qué soy tan inteligente? ¿Por qué escribo obras tan magníficas? Y uno, formado en el calimerismo emocional, no puede menos que acompañarle en el sentimiento de autocomplacencia añadiendo otras retóricas cuestiones como ¿Por qué soy tan majo? ¿por qué soy tan generoso? Que en definitiva bien podrían subsumirse en esa que el otro día me viniera a la cabeza cuando a la salida del supermercado cedí un bote de garbanzos al Banco de Alimentos, a saber: ¿Por qué soy tan bueno?

El bote daba en el mejor de los casos para dos raciones; pero como el milagro de los panes y los peces, en el regocijo de mi mente dio de comer al hambriento cuantas ocasiones fueron precisas. Mi humilde acto de caridad sucedió el pasado Jueves a la mañana. Al rato, tomando un pincho de paté con mermelada de manzana, pensé en el pobre que gracias a mi comería caliente ese día. Huelga decir, que a la hora del almuerzo, mientras daba cuenta de un excelente salmón, también pensé en el indigente llevándose a la boca los sabrosos garbanzos que yo había regalado al Banco de alimentos. Y como se imaginarán ustedes, gente de buen corazón como yo, aquella noche, el pobre vergonzante volvió a mi mesa a cenar sus garbanzos con el agradecimiento en los ojos. Cuál sería mi sorpresa, cuando a la mañana siguiente ¿Quién me estaba esperando cuchara en mano para recibir sus garbanzos solidarios de desayuno? ¡Efectivamente! ¡El pobre!

Como las subvenciones, parecía que mi ayuda únicamente llegaba al mismo solicitante, resultado del todo pernicioso de cara a recibir el Premio Nobel de la Paz al cual ya me estaba postulando. Sin contemplaciones, obligué a aquel egoísta glotón a repartir mis garbanzos con los demás marginados de la localidad, quienes de inmediato adornaron de solidarida y altruismo mi mesa. ¡Eso estaba mejor! Todos los pobres de la ciudad comían gracias a mi. La nueva Teresa de Calcuta.

Al mediodía del Viernes, mi filantropía sin límites ya tenía preparado todo un comedor social: la gente hacía cola para comer mis garbanzos del Amor Misericordioso y no sólo los desarrapados; también las Clases Medias se sumaban al festín. Los garbanzos de Nicola habían adquirido fama, no tanto por estar buenos, cuanto por ser buenos porque no solo de pan vive el hombre.

Reconozco que hacer tanto bien a los demás, empezó a sentarme mal. Tenía miedo que de continuar así, no hubiera garbanzos para todos en el mundo como advirtiera Malthus. Además esa tarde me disponía a viajar a Madrid para pasar el fin de semana, empezándome a sentir un poco culpable de abandonar a su suerte sin mis garbanzos a todos los pobres que gracias a mi desprendimiento podían comer. ¿Serian capaces de sobrevivir sin mi ayuda tres días? Evidentemente… ¡No! ¡Me necesitaban!

Sin dudarlo, me los llevé a todos conmigo en el Alvia. Y mientras en el vagón cafetería me preparaban un bocadillito de serrano con roquefort, allí se metieron todos a comer con entusiasmo los garbanzos que tuve a bien obsequiarles. Pero según íbamos pasando Burgos, Valladolid, Segovia, observé que hordas de mendigos subían al tren a comer mis garbanzos. ¡Había que hacer algo!

Yo sufría por todos ellos y ellos en cambio, zampa que te zampa, como si sólo ellos tuvieran hambre. Ninguno de aquellos indigentes se daba cuenta de la enorme suerte que tenían de haberme conocido. Pero ¿Y el resto de los hambrientos del mundo? Antes de llegar a Madrid, ya me vi dirigiendo una Oenegé internacional. Para cuando me fui a dormir al hotel después de haberme metido entre pecho y espalda un buen solomillo con patatas fritas, recuerdo que hasta el Papa se acordaba de mi en sus oraciones y hasta creo que le escuche dirigirse a mi persona como San Nicola. No merezco menos.

El inglés sirve…para servir

http://www.youtube.com/watch?v=YUItAjrKVfs

Seguramente, fue tras perder una partida ganada que un despechado Unamuno profiriese aquello de “El Ajedrez, desarrolla la inteligencia, sólo para jugar al Ajedrez.” En mi caso, no es el despecho, sino el orgullo de hablar una lengua latina el que a menudo hace pronunciarme contra la obligatoriedad de la asignatura de Inglés en nuestras escuelas, imposición inequívocamente dañina para las mentes más débiles todavía por formar en su desarrollo afectivo-intelectual, en cuyo transcurso, el educando interioriza su inferioridad, víctima del lavado de cerebro que supone la técnica de repetición anodina de frases verdaderamente estúpidas como “Mi sastre es rico y mi madre está en la cocina” en un idioma simplón cuya escritura y pronunciación ha sido deliberadamente diseñado para requerir constantemente que el hablante deletree su nombre porque no hay Dios, católico, anglicano, presbiteriano, episcopaliano y cuantas confesiones les apetezca introducir en el batiburrillo protestante, que sepa a ciencia cierta cómo se escribe lo que se ha dicho, o como se lee lo que está escrito, dificultad alimentada por el propio pueblo inglés, toda vez han detectado el enorme rédito que le sacan al asunto cuando medio mundo está pendiente de expresarse correctamente en su idioma para exclamar un vulgar “Good morning”, de ahí que, por muchas horas que hayas pagado de particulares, por muchas conversaciones que hayas contratado con un “Nativo” – que esa es otra buena, parece que en el mundo no nacen nada más que ingleses, el resto debemos ser abortos – por muchas libros que hayas leído en su lengua, Cds que hayas escuchado…al llegar a su país para poderlo practicar, resulta que el inglés que tú has aprendido, no lo hablan en ningún lado ¡es más! los muy sinvergüenzas, en nada aprecian tu esfuerzo y los mismos que aquí te entienden en castellano cuando desean saber dónde pueden comer bien, te despachan con desprecio eso de “I don´t understand” porque de ello depende su negocio, aunque curiosamente no tengas dificultad con cualquier otro estudiante de inglés del mundo entero.

Este es el enésimo trabajo de combate que emprendo contra la estupidez colectiva de imponer el inglés en nuestras escuelas; en otras ocasiones les he prevenido contra los daños neuronales que el educando puede padecer en el transcurso de su aprendizaje; también les he mostrado las ingentes cantidades de recursos que los latinos entregamos a los anglosajones cuando de fijar nuestras energías en estudiar otras lenguas hermanas como el portugués, el italiano o el francés nuestro mercado común de productos, consumidores y servicios se vería enormemente beneficiado en todos los sectores; igualmente he versado sobre los perjuicios derivados de pasarnos toda la infancia intentando aprender el inglés como son desde el punto de vista psicológico el mencionado complejo de inferioridad, desde una perspectiva sociológica la adopción de insanos hábitos de ocio como ir a un Fast Food a celebrar el cumpleaños, o festejar a Papá Noel en detrimento de los Reyes Magos…Pero hoy quiero, sin que sirva de precedente, reconocer un hecho que hasta hace poco me resistía a aceptar, cuál es, que el inglés, efectivamente sirve.
Familiares, amigos y profesores se han esforzado en convencerme de la enorme utilidad de aprender inglés: que el inglés sirve para esto, que el inglés sirve para lo otro. Pero yo impasible, a cualquier prueba aducida en su favor, contraponía un recurso de comunicación alternativo en respetuosa igualdad de condiciones que funciona con oriundos de otras culturas como la mímica, la buena voluntad, o en su defecto un improvisado Esperanto. Porque, aquello de poder leer las instrucciones de un aparato o entender una canción de los Beatles, como que no me atraía demasiado. De haberme advertido que servía para ligar, a día de hoy habríamos entendido mejor por qué a los ingleses les fastidia tanto que les follen.

El caso es, que la pasada semana, estando en Escocia, tierra de insignes filósofos de la que vengo profundamente enamorado de su historia y sobre todo, de su capacidad para transformar el delirium tremens intergeneracional provocado por la ingesta de whisky clandestino, en toda una industria turística de las tramas conspiranoícas y fantasmagoriles, a la que he viajado para investigar asuntos relacionados con la ruta Templaría hacía América, he constatado por mi mismo, la gran verdad de la que todos me intentaban convencer. En apenas cinco días entre chicos que iban con faldas y a lo loco, con cuidado de que no me atropellaran por la izquierda después de haber bebido dos cervezas, perseguido en cada escaparate por la penetrante mirada de su Ridícula Majestad, me encontré con que allá donde dirigiera mis pasos, hallaba a un español a mi servicio: Patricia en la recepción del hotel, Sandra atendiendo la mesa en la pizzería, Verónica en la caja del Pub, Carmen a la entrada del Palacio Real, Jorge de camarero en una cafetería, Susana en una Agencia de turismo…la mayoría llevaba poco tiempo en Escocia empujadas por la crisis. Todas nos decían que Edinburgo y Escocia están llenos de españoles trabajando de lavaplatos, haciendo camas, pedaleando en los carritos turísticos…¡Vamos! que por allí nos aprecian tanto cuanto nosotros hemos sido capaces de hacerlo con los ecuatorianos…

Pues bien, al margen de denunciar nuevamente la vampirización internacional de la que somos objeto por la evidente asimetría de que cualquier panguato suyo venga aquí a darnos lecciones, mientras nuestros mejores jóvenes van allá para ejercer de criados o dicho más finamente de “Au pair”, es cierto que el inglés sirve…pero sólo para servir a los hijos de la Gran Bretaña. En consecuencia, deseo terminar la reflexión sobre la utilidad de estudiar inglés, subrayando el hecho paradójico de que, a mi, precisamente por no haber aprendido inglés, no me ha hecho ninguna falta mientras he estado en Escocia, de modo que como enfatizaría el ilustre Unamuno “Venceréis. Pero no convenceréis.”