Reconozco que la observación del comportamiento de los actuales primates por parte de la etología aporta una valiosísima información sobre el origen social de la sonrisa humana: nuestros antecesores en la oscuridad de la jungla con reducido campo visual comparado con el que ofrece el lejano horizonte de la sabana, cuando algo se les aproximaba, ante la incertidumbre, prudentemente se ponían a la defensiva enseñando bien los dientes. Cuando se despejaba la incógnita la situación le encontraba preparado para disuadir al rival y en caso necesario anímicamente dispuesto a la lucha. El problema venía al comprobarse que lo que se aproximaba era amigo o inofensivo. Entonces, como quiera que dichos mecanismos no estén tan resueltos para su desactivación en caso de falsa alarma como para responder en caso de necesidad como corresponde a un organismo programado para la supervivencia, sucedía que se debía corregir el gesto de modo apresurado escondiendo pronto los dientes dejando así algo parecido a una sonrisa y con el tiempo una señal comunitaria de reconocimiento amistoso.
Aquí podría radicar la sensación extraña que nos provoca ciertas risas cuando no acertamos a codificarlas en su contexto pues de inmediato las traducimos como ofensivas dado que por un lado nos remitirían a ser identificados como extraños, potencial enemigo, aunque, por otro, se nos daría a entender que nuestra debilidad es tal que no representamos un peligro real, que casi es peor por afectar a la autoestima rebajando nuestra posición en el grupo.
Sin embargo, la neurociencia ha localizado los mecanismos que concurren en el acto complejo de sonreír en el lóbulo frontal asociado con las emociones y conductas del sujeto, centro desde donde se emiten las órdenes que controlan el más de medio centenar de músculos faciales necesarios para esbozar una simple sonrisa, acto que sólo sale bien de ser ejecutado del modo más involuntario posible, dado que de buscarlo intencionadamente tras un acto volitivo de ¡quiero sonreír! la sonrisa aparece abiertamente falsa perdiendo todo su valor social adquirido durante tan largo proceso. En consecuencia, aun aceptando parcialmente el aporte de la observación etológica, a tenor de la información anterior, hemos de profundizar más en los mecanismos involuntarios que rigen tan arraigada acción.
Con este ánimo complementario evitando reduccionismos, también asumo la explicación ofrecida por el antropólogo Desmod Morris en su celebérrima obra “El mono desnudo” donde tras resaltar la enorme semejanza entre
el llanto y la risa de un niño pequeño – cuántas veces no nos hemos sorprendido pensando que un niño está llorando cuando en verdad está riendo y a la inversa – y su sintomatología casi idéntica con un repentino enrojecimiento de la cara, humedecimiento ocular, apertura de la boca, alteración respiratoria, movimiento de brazos y pies etc, viene a establecer la hipótesis de que la risa es un “llanto frustrado” lo que explicaría la frecuente oscilación entre ambas en que se mueve la primera infancia.
El llanto aparece con el nacimiento, mientras la risa no lo hace hasta el tercer o cuarto mes, momento en el que casualmente empieza a reconocer facialmente a su madre. Será entonces que el bebé reacciona ante el rostro desconocido como lo haría ante una amenaza, ¡llorando! mientras que ante el rostro materno ofrecería el gorgoteo que traducimos como risa. Ahora bien, de ponernos en el lugar del pequeño al que le acarician manos grandes, le zarandean por los aires, le persigue una masa enorme y es cogido en brazos de gigantes, podríamos dudar del verdadero sentido emocional de esa risa que desde nuestra seguridad adulta nos parece entrañable, adorable y sumamente enternecedora, cuando puede ser ni más ni menos que todo un grito desgarrador que vendría a decirnos ¡por favor! ¡No me haigas daño! ¡Estoy aterrado!
Sin embargo, este agudo autor arrastrado por la concomitancia de los fenómenos, tambien hace provenir la sonrisa de la risa, extremo que ya no comparto. Para mi, la sonrisa es una mueca producida por el espanto que sobreviene a la Conciencia cuando descubre que no está sola en la absolutez de su Existencia, ancestral experiencia de aquel ser primigenio que comprendió que además de comer, podía ser comido. En consecuencia, creo que sonrisa y llanto son las caras visible y sonora de una misma moneda que se nos entrega al llegar al mundo. Lo que sucede, es que el escándalo acústico distrae nuestra atención sobre el gesto de la boca que es de auténtico terror, gesto que con el tiempo se irá suavizando hasta conseguir esbozar una sonrisa reconocible por los adultos en cuyas manos está su supervivencia.
Las personas profundamente topas de visión – que no de entendimiento – rápidamente percibimos el mecanismo pues a diario nos sucede que ante la incertidumbre nos aparece un esbozo de proto-sonrisa que no es otra cosa que un retraimiento facial por la angustia de la inseguridad. Cierto es, que un ciego de nacimiento tiene difícil sonreír con naturalidad de no enseñársele adecuadamente a ello; pero aunque hoy la sonrisa pueda parecernos un intercambio de reconocimiento amistoso, en su origen es más que curioso que consista en enseñar los dientes, aunque como en el caso de los bebés, todavía no los tengan, detalle que me permite aventurar que la sonrisa es anterior al reír aunque su forma reconocible para el adulto evidentemente sea por necesidad posterior a la risa sucediendo que no es que abra la boca para enseñar los dientes sino que enseña los dientes al abrir la boca.
La raíz neurobiológica de la sonrisa como la del bostezo, todavía está por explicar. Sin embargo, basta observar cómo y por qué empiezan a sonreír los bebés para darnos cuenta de que su sonrisa nace del enorme terror que deben sentir ante lo desconocido y lo débiles e impotentes que se sienten ante la realidad que les circunda. Es posteriormente que asocian el sonreír al acceso de alimento, sonidos agudos, caricias, etc, que le refuerzan de por vida la sonrisa a la felicidad. De hecho, en situaciones de pánico, la risa y la sonrisa suelen aparecer inesperadamente, haciendo trizas nuestros esquemas culturales, pero no su auténtico fundamento, cuyo secreto conoce la sabiduría popular que recomienda poner “Al mal tiempo buena cara”.