Utopías y ucronías

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Al menos una vez al día, la mente sana desconecta de cuanto le rodea entregándose confiada sin remedio al mundo de los sueños, donde para su bien y descanso fluyen codificadas las fobias y pasiones diurnas, sin otra censura que la simbología. Algo parecido hace toda época y sociedad para escapar de la realidad cuando crea y se recrea en las distintas facetas artísticas a las que confía la dura tarea de presentar y representar sus anhelos y frustraciones en un lenguaje cifrado, cometido que ejecutan de modo gozoso sin escatimar esfuerzos, recursos y artificios, en un derroche de fantasía e imaginación de las que ninguna otra faceta humana es capaz, ni se puede permitir. Y de entre todas ellas, ha sido la literatura la que mejor ha cubierto tan romántica necesidad colectiva de evasión, pero sin renunciar a su propósito pedagógico, comprometido, responsable, ejemplificador, corrector, crítico y moralizante por la que fueron conocidos como textos utópicos e idealistas.
Así, a parte de la proyección mitológica donde la humanidad reflejaba toda su potencialidad, y de los relatos religiosos de sobra conocidos, la ficción de la República literaria, ha sido pródiga en formular otras sociedades y otros mundos cuya realidad es situada en otro tiempo, sea pasado, futuro, o en paralelo coincidente con el presente, en cuyo caso acontece en lugares remotos, perdidos o desconocidos, e incluso rizando el rizo en otros planos y dimensiones. Cuando no todo junto y a la vez:
Hasta los siglos XIX y XX la literatura de todo género era proclive por lo general a situar en el pasado sus modelos idealizados y sus ejemplos de lo que debía ser. De este modo, bajo la impresión convincente de que todo tiempo pasado fue mejor y con el Paraíso Judeo-Cristiano como referente perenne, encontramos la famosa Atlántida de Platón, la Arcadia de los poetas, la mítica ciudad perdida de Thule de los Arios, el legendario Camelot… El contrapunto, dado por la ley del péndulo la tendríamos a partir precisamente de la revolución francesa, cuando se empieza a ver el futuro como un polo de atracción excitante y motivador, cuyo lema sería “Nuevo”, “Evolución”, “Progreso”… La figura cristiana del Cielo se traducirá ahora en el venidero Estado Socialista de Marx, en las Naciones Unidas que gozarán de la Paz perpetua Kantiana o el advenimiento de los extraterrestres venidos de Andrómeda, Orión o Ganímedes, que hay para elegir. Y en medio estarían aquellos autores que, o bien dejaron fuera del tiempo sus creaciones, o las hicieron contemporáneas, pero deslocalizadas, en ésta categorías estaría la Utopía de Tomás Moro, Las sociedades y culturas descritas por Swift en Los viajes de Gulliver, El país de las Maravillas que describe para Alicia L. Carroll, etc.
Pues bien, de igual modo que hay personas que no renuncian a ver cumplidos sus deseos, por imposibles e irrealizables que éstos parezcan al despertar, dejando de dormir hasta verlos realizados, como les ha pasado a artistas o científicos, también han habido colectivos que creyendo en una idea se han entregado de modo que, a parte de las multinacionales y los partidos políticos, los religiosos se han agrupado en comunidades y los anarquistas en comunas. Entre ellos, hay un sinfín de matices no fáciles siempre de distinguir porque tienen en común plantear al individuo y a su sociedad una alternativa a lo que hay, al sistema, a lo que impera, ambos modelos con poco éxito. Así tenemos que, desde el XVII han surgido movimientos como los Maromitas, los cuáqueros… y últimamente proliferan las aldeas libertarias, las casas okupa, e incluso un experimento en la india digno de mención. Mas su sola perseverancia, se nos antoja una muestra de su viabilidad.
Desde que la humanidad alzó la cabeza para otear el horizonte en la sabana africana, tiene anhelo de transcendencia, sueña con un futuro mejor, fabula con modelos ideales por los que conducirse, por lo que, erradicar la utopía de entre nosotros, sería como retroceder a la animalidad en la que sólo cuenta lo que acontece, como acontece sin otra guía que el instinto y en consecuencia podría decirse que una sociedad tal, lejos de llegar al originario feliz estado salvaje aludido por Rousseau y compañía, apenas superaría el infeliz nivel de bestial donde no habría cabida para el bien o el mal y por supuesto no podría plantearse la cuestión de si vivimos en el mejor de los mundos posibles, tal y como llegó a afirmar Leibniz.