Yonqui de la grasa

 

Aunque esta sea la receta de marisco de Rajoy para 2012, yo me inclino por la versión clásica.

He probado la alta cocina, la que puebla los blogs gastronómicos de palabras rimbombantes y sienta cátedra cuando se reparten las estrellas Michelin. La disfruto, sobre todo si no pago yo. Me sumerge en una meseta relajada que casi siempre acaba en el clímax cuando ponen un postre de chocolate.

Sin embargo, de vez en cuando, me siento arrastrada hacia la dieta paleolítica, esa que se sitúa en los confines del infierno de la comida basura. Debe ser que tengo un paladar de perfil bajo y un horizonte gastronómico cutre, pero cada cierto tiempo siento la irremediable necesidad de comer algo de fast food: pizzas, hamburguesas o kebabs. Según algunos estudios, la adicción que generan este tipo de platos es similar a la de la cocaína o la heroína, por lo que no sé si técnicamente me puedo considerar una yonqui de la grasa.

Es cierto que siendo más joven, hice mis primeros escarceos gastronómicos y tuve una bonita pero fugaz historia de amor con algunos platos caseros. La relación fue intensa aunque, de repente, se me cortó el rollo con una mayonesa y tuve una amarga experiencia. Desde entonces fui cayendo en los brazos de aquellos menús del día que me guiñaban el ojo desde una pizarra, amores ficticios para un rato que no me llegaban a satisfacer y me vaciaban los bolsillos. Luego pasé a los precocinados de microondas, pero hubo gatillazo. Ahora me he adentrado en la cocina tántrica y todavía estoy buscando un buen catering afrodísiaco.

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