¿Para cuándo un Spotlight vasco?

 

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AUN no siendo la más destacable producción cinematográfica del año, Hollywood premió con el Oscar a la mejor película de 2016 a Spotlight, cuya trama se centra en la investigación periodística sobre casos, estrictamente verídicos, de abusos sexuales perpetrados por sacerdotes católicos sobre cientos de niños en Boston. El filme huye del relato morboso y subraya el esfuerzo del equipo de reporteros por desvelar lo ocurrido durante décadas, al tiempo que señala la terrible responsabilidad de la diócesis por su sistemática y oprobiosa negación de los hechos y su pasividad ante la secuencia criminal de los clérigos pedófilos. También queda patente el silencio culpable de la sociedad bostoniana ante delitos de los que se tenían incontestables testimonios. El clasismo y la hipocresía de aquella comunidad dieron cobertura a una ignominiosa ocultación, con lo que la Iglesia no fue la única que negó compasión y justicia para aquellos chicos pobres, más tarde víctimas del suicidio, las drogas y el sida. No es una historia anticatólica: es un canto a la verdad heroicamente perseguida y finalmente desvelada.

Los sucesos de Massachusetts son, con sus diferentes circunstancias, los mismos de otros lugares del mundo, con miles de delincuentes con sotana e innumerables niños violentados por los religiosos en quienes confiaban. La historia negra de la Iglesia se extiende por todos los continentes, pero solo ha emergido una minúscula porción de la tragedia. ¿Cómo pudieron ocurrir aquellos horrores durante tanto tiempo y cómo es que ha habido que esperar décadas para saber la verdad? Las causas son diversas, pero en todos los casos existió un idéntico patrón: los pederastas actuaron con impunidad bajo el dominio de la autoridad católica en los ámbitos de la educación y la beneficencia; el miedo y la vergüenza paralizaban a las víctimas en su soledad; se restó gravedad a sus actuaciones, que se consideraban inherentes a la debilidad de los curas y su forzada abstinencia sexual, y no se castigó a los culpables, que eran disculpados por sus superiores, en tanto que la sociedad, encubridora de aquellas miserias, callaba y dejaba hacer. Estamos ante la realidad de los crímenes perfectos.

La máquina oculta

Debe quedar sentado que, según mi experiencia, gran parte de los clérigos tuvieron una conducta correcta en lo que atañe a sus propios actos; pero, en la medida que fueron conocedores de los delitos de sus compañeros, no resultan menos culpables de la sistemática pedofilia sacerdotal. En los años del franquismo, cuando la Iglesia sostenía la dictadura con la cruz, existieron tres clases de abusadores: los sobones, los masturbadores y los violadores, al margen de los acosadores de confesionario, aquellos que satisfacían sus sucias mentes con libidinosas preguntas a los menores sobre sus naturales descubrimientos sexuales. Los primeros se limitaban a meter mano a niños y niñas, con tocamientos envueltos en una simulada ternura, lo que ya era grave, y que la mayoría soportaban escapando como podían de sus largas zarpas. Lo extraño es que esos episodios se tenían por rutinarios e incluso risibles, sin mayores consecuencias.

Los masturbadores ocupaban una escala superior entre los corruptores. Eran auténticos depredadores y forzaban a los niños a prácticas que estos no podían comprender y que en todo caso se vivían como experiencias humillantes, una forma de violencia que dejaba un rastro atroz e imperecedero en las víctimas. Los violadores eran los menos pero no podían ser más malvados, rudos criminales que acompañaban sus repugnantes actos con otras formas de violencia y brutalidad. No se habla de las palizas con que esta clase de pedófilos consagrados doblegaban la voluntad y aterrorizaban a los chicos para llegar a violaciones completas y reiteradas.

Más oculta aún era la capacidad de los curas y frailes pedófilos para seleccionar a sus víctimas entre el rebaño de los chicos. Estos delincuentes poseían un fino instinto para detectar a los más vulnerables, niños sensibles de carácter e indefensos, a quienes tras una aproximación amorosa y regalada convertían en objeto de su satisfacción como pupilos sexuales. El entorno educativo y falsamente protector de las instituciones regidas por sacerdotes permitía una generalizada corrupción infantil. No precisaba el recurso de la amenaza: el miedo inoculado y la honda vergüenza que sufrían los menores eran más que suficientes para aplastar toda resistencia y mantener ocultos los abusos, incluso bajo un aire de favoritismo hacia los chicos profanados.

Aquella criminalidad pedofílica funcionaba como una máquina oculta, donde la violencia se disfrazaba de amparo infantil y cariño paternal desde una autoridad absoluta y su implacable terror. Y si alguna vez los hechos resultaron evidentes, más por los inocultables efectos de las palizas y los estragos físicos que por el invisible daño moral causado, los culpables fueron protegidos y trasladados a otros centros, donde seguramente, como en Boston, continuaron su trayectoria canalla. Nunca se supo de un cura que fuera condenado por el ejercicio de su perversión sobre los niños.

¿Qué ocurrió aquí?

Euskadi no es una excepción en la pedofilia eclesiástica. Es posible que nuestra historia sea aún peor que la de otros pueblos, porque fuimos un país con una alta tasa de religiosidad, tuvimos y aún mantenemos numerosas comunidades educativas a cargo de órdenes religiosas y regentamos abarrotados seminarios. Aquí ocurrió lo que en todo el mundo católico, que miles de menores sufrieron abusos sexuales y aquella dolorosa vivencia ha quedado impune bajo el peso del silencio, el paso mortal del tiempo y la vergüenza de reconocerse en público como uno de aquellos niños violentados.

Es difícil que lleguemos a elaborar nuestro propio Spotlight, porque el peculiar carácter vasco y su introspección sirven de excusa para que no se escuche la atronadora demanda de justicia y verdad de los inocentes. Nadie alzará la voz en su honor y ninguna institución o medio de comunicación se molestará en relatar en profundidad lo que ocurrió. Por mi parte, muy tardíamente, estoy involucrado en la narración de los acontecimientos, a decenas, que conocí y que durante años escondí en un total ostracismo. Es verdad que mi libro adopta el formato de novela, pero en esencia lo que cuento se ajusta a sucesos reales, con nombres y apellidos, lugares y fechas auténticos. Lo importante no es mi caso particular, sino la honra de aquellos pobres chicos y su heroica resistencia y sacrificio. Nadie habla de ellos y ya es hora.

Lo que nos enseña Spotlight es que nunca es demasiado tarde para la verdad, ni es inoportuna, aunque moleste a una ciudadanía acomodada en el olvido de su pasado impresentable. Lo que debería ser tarea de la Iglesia, la compasión y las certezas, tendrá que hacerlo la prensa libre, los historiadores más osados o, por voluntario esfuerzo, alguna de las víctimas. No hay heridas que reabrir, sino estancias que ventilar y crímenes impunes que revelar. Sin odio, con la serenidad y la fuerza que corresponden a tan crueles delitos. Del Papa Francisco no cabe esperar más que buenas palabras, retórica beata, porque el actual jefe de la Iglesia habla más que hace, cuando debería abrir una comisión internacional para el esclarecimiento de estas injusticias en todo el mundo.

Instalados para siempre en una Euskadi poscristiana, con una Iglesia a la defensiva y marginal, desaparecidos los culpables y sus encubridores y con la memoria de los supervivientes en su peor momento, temo que el relato vasco de los abusos sexuales a niños por sacerdotes, si se escribe alguna vez, sonará a revancha anticatólica o película macabra e inverosímil. Como creo que el olvido solo puede existir si es indoloro, reclamo el esfuerzo intelectual y la dignidad histórica de un Spotlight nuestro y la denuncia de sus crímenes perfectos.

Un comentario en «¿Para cuándo un Spotlight vasco?»

  1. Un artículo muy duro pero no por ello menos excelente.
    Estoy totalmente de acuerdo los mayores crímenes de la humanidad se han cometido en nombre de Dios. Una barbsridad.
    Y lo peor que amparándose en diferentes órdenes religiosas las personas que han cometido estos delitos tanto ellos como sus superiores jerárquicos han quedado impunes.
    Es cierto que muchos habrán fallecido de estas personss. Pero ahora hay que vigilar al que realmente comete estos abusos y violaciones a niños y niñas en diferentes centros religiosos y civiles.
    Una sociedad hipócrita que no quiere ver la realidad por cobardía o por diferentes causas para no enfrentarse con el poder eclesiástico. Faldos.

    El Papa Francisco sí es cierto que habla y dice muchas cosas pero en realidad poco ha llevado a cabo.
    Reitero mis felicitaciones por su artículo y su valentía en la exposición.

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