El voto tiene memoria

Pasamos media vida eligiendo y la otra recordando. Elegir tiene mucho de desgarro de la voluntad, porque pierdes lo que rechazas; y es también su gloria como ejercicio de la libertad. Es una estupidez (intelectual) pensar que las personas votan con el corazón, sin más, renunciando a la razón selectiva. Digámoslo más claro: no existe el voto netamente emocional, como tampoco hay un voto racional puro. Los seres humanos tenemos cuatro dimensiones: mente (racional), corazón (afectiva), alma (espiritual) y cuerpo (física) y estas partes -igual de importantes- no funcionan por separado, pues interactúan, se influyen, se condicionan y, a veces, se tiranizan. Felizmente se solapan. Somos complejos y estamos determinados por poderosos factores externos y múltiples circunstancias ambientales.

El voto sentimental es un mito impulsado por las ideologías aristocráticas, de derecha e izquierda, que disfrazan su falsa superioridad negando la pluralidad de pensamiento. Esta creencia de la elección solo por afecto se ha hecho más honda en nuestra época con las tecnologías digitales de ámbito universal que, junto a la información, nos envían sentimientos entremezclados y desordenados con razonamientos. ¿Y qué hay de novedad en esto? Siempre fue así, solo que ahora son masivos. No, el corazón no vota, votan las personas con todo lo que somos en nuestra existencia concreta. Y no, los enemigos del sufragio libre han sido y son la ignorancia, la indiferencia social y el viejo y nuevo caciquismo. En suma, el voto es el resultado del pacto -¡consenso!- entre la razón y el corazón.

El voto no es ciego

            Así como el amor no es ciego, votar tampoco lo es. No conozco a nadie que se haya enamorado sin procesar todas las cualidades y defectos de quien ha elegido amar. El amor no es idiota, ni tampoco el voto. Elegir es un proceso lento y complicado en el que intervienen muchos datos. Se opta entre candidaturas reales y, así como en el amor no hay príncipes azules ni princesas ideales, en democracia lo perfecto no existe. El votante lo sabe y por lo tanto ha de ponderar la oferta de los partidos y su historial, así como la capacidad y fiabilidad de los aspirantes. 

            Los gobernantes deberían valorar que el voto tiene buena memoria. El elector no toma su decisión sobre hechos nuevos. La ciudadanía recuerda lo que hizo, dijo, no hizo, calló, acertó o se equivocó cada partido, con todos los beneficios y perjuicios que le pudieron ocasionar. A veces, las campañas quisieran borrar el recuerdo. Se vota por el presente y también por el pasado. Ahí está la inteligencia del voto: que no olvida. Y junto al balance de los hechos concretos, el votante guarda memoria de las ofensas, los afectos, cómo se le trató, la grandeza o mezquindad demostradas, los méritos y deméritos y con qué estilo se gobernó. En suma, el elector tiene en cuenta lo objetivo y lo subjetivo. Nadie vota por una cara bonita, ni por herencia familiar o por superficial simpatía. La decepción es un sistema de advertencia, como la aprobación al buen gestor tiene su recompensa. Empiecen los líderes a no tomar por idiota a la gente engañando con promesas de hoy y la prescripción de las mentiras de ayer.

            Las campañas electorales tienden a movilizar a los electores con flores, música y sonrisas. Hay un exceso de pompa festiva, pero es solo espectáculo. Los partidos elaboran densos programas de gobierno. ¿Y quién los lee? ¿Acaso no interesan? ¿O será que se rechaza su retórica, su falta de compromiso, sus engaños programados? Las campañas son un conjunto de actos de notoriedad pública con demasiada simpleza y exceso teatral. Son también la suposición de que la gente es estúpida que cambia el oro de su voto por deslumbrantes espejitos. La abstención es su fracaso.

Voto emocional vs. voto racional

            Aceptemos que las elecciones son mitad drama y mitad comedia, un hecho social transcendental, pero con apresuramiento y vehemencia formal. La ilusión por renovar y mejorar la realidad exige también serenidad y calma. Tiene mucho de militancia democrática y una porción de rutina cada cierto tiempo. La democracia es un acto de manifiesta igualdad: una persona, un voto que, a algunos, sobrevalorados por su cultura adquirida y competencia individual, les cuesta aceptar. Niegan que su voto valga lo mismo que el de otros electores con menos formación. Es un pensamiento de caciques, autoinvestidos de una autoridad ficticia que les otorga el derecho a pastorear a la ciudadanía según sus intereses.

            La derecha y la izquierda tradicionales conservan esos complejos de superioridad e inferioridad en sus trincheras mentales. La derecha cree que los votantes del otro lado son resentidos, ignorantes, envidiosos de sus bienes y dispuestos a la violencia. Y los de la izquierda piensan que los electores contrarios poseen una mente caduca y son guardianes de la desigualdad heredada de las fechorías de la historia, los que rechazan el progreso y los cambios. El sindicalismo militante, con su vetusta lucha de clases, se mueve por estos parámetros mentales. De este maniqueísmo -de buenos y malos, según se mire de un lado u otro- se deriva la dificultad del desarrollo democrático. Detrás de la impresión de que unos votan con la inteligencia y otros con las vísceras está la negación de que todos tienen sus razones y sus impulsos emocionales.  

            Hay un punto donde convergen la izquierda y la derecha doctrinarias: en la afirmación de que el voto nacionalista es puramente sentimental, de manera que sus seguidores se mueven solo por la pasión de la tierra y el rechazo del mundo exterior. Es un diagnóstico recurrente aún hoy en los mítines y declaraciones de los líderes españoles. También es común entre ellos y sus publicistas a sueldo la convicción de que la izquierda nacionalista es un oxímoron: imposible que vayan juntas ambas ideologías, proclaman. Y afirman que el nacionalismo es reaccionario y la izquierda su única alternativa. Qué viejo y casposo es el discurso que identifica el voto al PNV con el aldeanismo o el etnicismo. No hay en Euskadi, voto más urbano que el del PNV. ¿Cuántos siglos de evolución serán necesarios para que se caigan estos tópicos bobos que separan el voto en dos orillas, la racional y la emocional? Unos necesitan siglos de evolución para cambiar y otros un instante de humildad intelectual. 

            No menos tópica y falsa es la idea de que el voto socialista en Euskadi proviene de la población emigrante y el nacionalista de los apellidos vascos. O que el conocimiento del euskera da más votos a la izquierda abertzale. Estas y otras por el estilo son las peregrinas apelaciones que demostrarían la carga emocional que condicionan a los electores y por tanto su perversión. ¿Por qué los partidos y los politólogos no se dan un paseo por la realidad en vez de verla desde el gallinero?

            Las tecnologías globales aportan nuevos desafíos a la dualidad del votante. Hay un estilo de comunicación política que sabe que las razones sienten y que las emociones piensan y han decidido sacarle partido. Su contradicción absoluta es la posverdad, que algunos definen como “la mentira emotiva” y que en realidad es una deformación de la opinión pública mediante la exageración de los sentimientos. La exacerbación pasional no pertenece al universo de las emociones que las personas necesitamos para ser felices y seres plenos. La posverdad es la frustración nutrida de sentimientos de pérdida y de la negación de la decadencia de un modo añejo de entender el poder. En la práctica, es un predominio de los intereses económicos disfrazados de patriótica aristocracia frente a un mundo considerado inferior y al que se debe vencer y tutelar. Es un disfraz del más radical fascismo. Nadie que active su inteligencia sin desconexión con su paraíso emocional será víctima de la posverdad ni de las fake news. Mira por donde, lo que está en juego es la libertad y la ética del bien común. Como siempre.

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