Diario de cuarentena. Día 34. Drama en las residencias

Es un asesino despiadado. El coronavirus se ceba en los más débiles, en las personas mayores y en aquellos cuyas defensas físicas están muy disminuidas por patologías previas. ¿A cuántos ancianos y ancianas ha matado ya? Se cuentan por miles. Y no va a parar hasta que encontremos el remedio, y eso va a tardar. Preferentemente, el coronavirus acude a las residencias de mayores. Allí tiene donde elegir, a éste, al otro y después al de más allá. Y uno tras otro los va matando, de cuerpo en cuerpo. Sin compasión. 

No quiero hablar de cifras porque lo único que hacen es aumentar nuestra angustia. Las residencias de mayores son la primera línea de la tragedia. Me parece horroroso que algunos políticos utilicen a los ancianos muertos y su tragedia en su estrategia contra las autoridades. Es pura carroñería.

Las residencias de ancianos son una realidad que nuestra sociedad ha generado como industria y como respusta a una demanda. La sociedad occidental por lo menos. Se supone que los abuelos y abuelas deberían estar al cuidado de sus hijos (como estos fueron cuidados por sus padres antes de envejecer) y no en lugares extraños fuera del hogar y a cargo de profesionales y geriatras.

Sí, sí, hay circunstancias que crean la necesidad de que algunos abuelos vivan en residencias: ausencia de familia directa, dependencia, demencias y alzheimer, etc. Sí, no lo niego. ¿Pero cuántos de ellos podrían vivir con sus familias y no en centros para personas mayores? Es un debate social que no se quiere abordar, pero que mucha gente tiene muy claro. Dicen que los japoneses no abandonan a sus mayores. No lo sé. En Japón también hay residencias de mayores.

Mi amigo Paco creía que los viejos debían seguir en casa, con sus hijos y nietos. Y así tuvo a su suegra, viuda, en su casa durante muchos años y a su cuidado. Hasta que quedó mentalmente incapacitada y precisaba cuidados especializa-dos todo el día. Y contra su criterio, la ingresaron en una residencia. La señora murió a los dos días. Hoy es el día en que Paco no se perdona la decisión de haberla llevado a aquella maldita residencia. Y le pesa el alma. Yo le decía. “Paco, es una casualidad, pudo morir igualmente en tu casa en la misma fecha”. Pero Paco no lo cree y se siente muy culpable.

He visitado alguna residencia y es una experiencia impactante a nada que seas observador. Hay ancianos a quienes sus hijos visitan cada día. ¡Todos los días sin faltar! Hay otros a los que van a ver los fines de semana. Y hay otros, y son muchos, a los que sus hijos y nietos no visitan jamás. La tristeza es la dominante en esos lugares. Tristeza en los ojos y la cara de los ancianos. Tristeza de soledad y abandono. Tristeza de la muerte. Los geriatras y auxiliares hacen su trabajo, y creo que muy bien.Por si fuera poco, ha llegado el coronavirus a implantar su veneno donde vivían los más vulnerables. Si esto era un plan diabólico, a Satanás le ha salido a la perfección. 

Diario de cuarentena. Día 33. Ciudad de los balcones

Han salido, puntuales, a las ocho de la tarde, de nuevo los vecinos a ovacionar a quienes luchan por la vida. Y está bien, reconozco la buena fe de la gente y su generoso corazón. Pero esto se ha convertido en una rutina ciudadana para tiempos de opresión. Y los medios, que viven de lo superficial, lo resaltan en los informativos. La noticia de las ocho, la antinoticia en realidad, porque es lo previsible de cada día. Lo rutinario es lo que permanece, pero en esta época de confinamiento y miedo, la rutina es un producto y básicamente un autoengaño colectivo. En fin, ha sido una jornada melancólica y sensible.

La ciudad asomada en los balcones para mitigar su vacío. ¡Qué infantil! El Ararteko, (Defensor del Pueblo Vasco) ha iniciado diligencias para determinar si el ruido de las ocho es una ilegalidad. Tiene razón. ¿Con qué derecho se asoman algunos a dar la murga a los demás? Los exhibicionistas han emergido entre la crisis: los cantores, los músicos, los rapsodas, los de Paquito el Chocolatero y el Resistiré… 

Ayer, al salir a dejar la basura en el contenedor, escuché a un vecino cantando desde su terraza “blowing in the wind”, como un Bob Dylan de baratillo. Un espanto de cantor y un ruido insoportable que espantaba a pájaros y gaviotas. ¿Con qué derecho martiriza a los vecinos? Si lo suyo es una carrera frustrada de cantante, que se presente a Got Talent o quizás a Operación Triunfo. Es como mi vecino de arriba, que me machaca con sus saltitos a todas horas. He descubierto que sus brincos obedecen a la práctica de la gimnasia. Incluso hace unos días ocupó el portal para realizar allí sus demenciales ejercicios. Era lo que me faltaba: ¡tengo un vecino vigoréxico! 

Y así la ciudad, confinada y aburrida, ha sido tomada por vecinos ruidosos y molestos, con toda la vecindad de espectadora. Se ha publicado que algunos vecinos han colocado carteles amenazantes en los portales contra sanitarios y personal que trabaja con los enfermos de coronavirus. No los quieren en sus domicilios mientras dure la pandemia, porque temen que contagian a sus familias. Malditos canallas. Los mismos vecinos que aplauden a las ocho, escupen después su veneno. 

Ya ha anochecido. Y me siento reconfortado tras haber visto los tres últimos capítulos de “La Amiga Estupenda”, correspondiente al segundo libro de la tetralogía de Elena Ferrante, “Las dos amigas”. Una gozada poética y realista en la que confluyen amor, amistad, miseria, violencia, libros y superación. Pudiendo llenarse de belleza, ¿para qué demonios se necesita el ruido de los vecinos infelices? El único balcón aceptable sería el de Julieta, al que trepó Romeo para amarla. Es ficción, lo sé, aunque en Verona tienen montado un lugar de peregrinación donde los enamorados de todo el mundo dejan cartas de amor. Nada de eso tenemos por aquí. Se recurre a lo fácil, al ruido.

Diario de cuarentena. Día 32. Harina de este costal

Hay una nueva sociología del consumo. La pandemia y el confinamiento arbitrario al que estamos sometidos han cambiado algunas pautas de conducta de la gente en sus compras del supermercado. Esta mañana he estado en mi tienda y me he llevado una sorpresa al saber, por las cajeras, que no había existencias de harina, levadura (el famoso Royal) y lejía. Puedo entender que se haga acopio de hipoclorito de sodio, en razón de la obsesión por la limpieza; pero ¿la harina y la levadura? ¿Qué necesidad especial hay de acaparar estos artículos?

Me cuentan (soy todo oídos estos días en que la gente se ha vuelto muy rara, con un punto o dos de extravío) que a muchas personas les ha dado por elaborar pasteles, bizcochos, magdalenas (muffis), tartas e incluso pan, en su versión casera. Y dicen, esa es la teoría más plausible, que de esta manera se compensan comiendo más dulces y creando formas de fiesta familiar en la elaboración de postres en los que participan niños y jóvenes. Un dulce entretenimiento. Sería algo así como lo del chocolate como sustituto del sexo, otra teoría estúpida no demostrada.

La repostería familiar como terapia. Interesante materia de estudio para psiquiatras. Sin embargo, pese a lo divertido de la nueva tarea culinaria familiar, aumentará el drama del sobrepeso. A la carencia de ejercicio, con todos sus males, se le suma el incremento calórico de los postres. Las familias se endulzarán, ciertamente, pero va a ser una aventura que terminará con una obesidad generalizada. Todos gordos y menos saludables.

La harina tiene otros usos, el más popular, rebozar carnes y pescados. Puede servir también para que los niños jueguen, hagan batallas, se pringuen hasta quedar cubiertos de blanco y terminar entre risas en la ducha. Es divertido como opción lúdica.

¿Tiene posibilidades la harina como recurso erótico para parejas? No las conozco. Está la nata, el chocolate, la miel, la mantequilla. ¿Cómo olvidar la escena de “El último tango en París” en que Marlon Brando usa la mantequilla como lubricante para penetrar a María Schneider? Muy, muy fuerte. Pero no veo que la harina tenga una aplicación jugosa. Ni como elemento para masajes. Demasiado seco el polvo de trigo.

Quizás las familias añadan al álbum de los recuerdos de esta catástrofe que juntos hicieron pasteles y magdalenas, bizcochos y tartas. Y que hubo, pese a las dificultades y el miedo, momentos divertidos. La gente tiene necesidad de buenos recuerdos y eso explicaría sus dulces impulsos. Tiene su lado bonito.

Para mí aprender a hacer bizcochos fue una experiencia evocadora de una época que prefiero olvidar. Nada puede compensar el dolor. Solo el amarse mucho. No entiendo esa obsesión popular por la harina y la levadura. ¡No está el horno para bollos!

Diario de cuarentena. Dia 31. ¿Y ahora, qué hacemos?

Al igual que a la guerra le sigue la posguerra, a la pandemia le sustituirá una devastación que no podemos imaginar aún. Se acabarán las muertes, los contagios, el confinamiento y el parón de la economía, pero vendrán otros males como su lógica e inevitable consecuencia. ¿Cuánto duraba una posguerra, cuánto va durar la pospandemia? Siento una profunda tristeza al sospechar lo que nos espera. No, no soy opti-mista. A la fiesta del fin de la guerra, que solo es un día, le llega una larga y dura reconstrucción: es lo que nos enseña la historia.

¿Y qué vamos a hacer? ¿Por dónde empezamos? ¿Cuáles son las prioridades? ¿Cómo em-prenderemos esta gigantesca tarea? ¿Y quién lo sabe? ¿Los gobiernos, la ONU, las grandes potencias? Estamos ante una crisis inédita y por lo tanto no sirven las viejas recetas de las naciones ganadoras. ¡Un Plan Marshall, se ha dicho! Por favor, aquello fue el proceso de reparación de Europa tras una guerra destructiva. Estamos en otro tiempo y otra situación. 

La gente primero, diría yo. Pues claro. No sé de qué manera, si mediante una renta vital para las familias donde se haya perdido el trabajo temporal o definitivamente y para quienes esperaban tenerlo. Que no sean los paganos de este desastre, como ya ocurriera en la crisis de 2008, cuyo mensaje malvado fue que todo era porque “habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades”. Y nos lo creímos.

El FMI (una congregación de benefactores dedicada a hacer más pobres a los pobres y más ricos a los ricos) ha vaticinado que España perderá un 8% de su riqueza total y que el desempleo alcanzará la cota del 21%, en gran parte por el desplome turístico, al igual que Italia y Grecia. Muy bien, ¿y qué piensan hacer, prestarnos un dinero que necesitamos con urgencia y no podemos devolver?

¿Y qué hacemos con los niños y jóvenes? ¿Les hacemos perder el curso y les robamos un año de vida? ¿Y cómo reemprenderán su actividad las empresas, casi todas pequeñas y medianas, el comercio, la hostelería, los servicios, todo lo que se ha parado? ¿Cómo equilibramos los esfuerzos sin descuidar a ningún sector? 

Hay que replantearse el gasto público. Los presupuestos serán de reconstrucción y hay que suprimir los lujos, lo inútil, lo que puede esperar. Habrá que poner mucho más esfuerzo en la sanidad pública (que nos ha salvado la vida), en los mayores, en la investigación sanitaria. Y hay que producir más aquí y menos en China. Hay que cambiarlo casi todo. Menos Messi y más mesa. Menos curas y más curro. 

Pero no soy optimista. Esta pospandemia no va a revolucionar los valores de nuestra sociedad, como algunos, ¡ingenuos!, creíamos. Pasados un año o dos años, las cosas serán, en esencia, iguales o peores. Quizás la democracia salga perdiendo y la solidaridad de los balcones vuelva a su tradicional egoísmo. Los cambios nacen del corazón y la inteligencia, no del daño temporal causado por un virus. Perro mundo.

Txabi y Melitón

Si el interés por la política se ha reducido al mínimo, porque la pandemia ha alterado nuestras prioridades, imagínense lo que importan ahora los tiquismiquis de la historia. Aun así, Movistar+ emitió el miércoles el primero de los seis capítulos de La línea invisible, serie que nos sitúa en el principio del periplo violento de ETA. Es ficción, sí; pero son hechos reales discutiblemente interpretados. Es innegable la calidad de la producción y la ecléctica actitud del relato. Son sus méritos.

            El foco se centra en dos personajes: Txabi Etxebarrieta, primer militante en matar y caer; y Melitón Manzanas, comisario corrupto y torturador, que comenzó creyendo que ETA solo era un grupo de de “pintadas y petardos” o “niñatos de las juventudes del PNV”. Son los dos bandos de la contienda. El rebelde justificado y el policía criminal. ETA fue fruto del franquismo y su réplica, dramática. El retrato de Etxebarrieta es inexacto: romántico, poeta, carismático, brillante, tímido; pero ofende que se le pinte de amanerado. Hay caricaturas absurdas en la ambientación, como que en el asesinato de Melitón, ocurrido en pleno agosto, le vistan con gabardina. ¡Es bárbaro, Melitón haciendo de Colombo! El cierre del relato con el nacimiento de un bebé de una etarra y su huida por la muga francesa monte a través es un recurso poético que disgustará a muchos por delicado. 

No gustará a los instalados en el perjuicio ideológico. A la izquierda abertzale le dolerá la desmitificación de Txabi. Los agitadores de la memoria no verán compensados sus 850 muertos. El fundador Julen Madariaga (apodado el inglés) sale malparado y también un viejo periódico de Bilbao. Y los curas. Lo peor es que, confinados en casa y bajo la asfixia de la incertidumbre, el estreno de la serie se antoje inoportuna y pase desapercibida. Lástima, porque vale la pena.