
Esta mañana, en una de mis escapadas de este malvado encierro, me ha enternecido ser testigo de una escena que podría ser de Romeo y Julieta en tiempos del coronavirus. Una chica con su perro, parada en la plaza de Las Arenas-Getxo y con la mirada alzada hacia una casa, le ha dicho por teléfono a quien probablemente era su novio: “Asómate a la ventana, quiero verte”. ¡Qué sencilla belleza de un corazón limpio! Menos mal que ningún esbirro del confinamiento la ha visto y sancionado. Están al acecho.
Como contrapunto de esta maravilla están los agobiantes mensajes que los poderes públicos, y que los tontos repiten, de “quédate en casa” y “lávate las manos”. Valía que nos lo dijeran de niños nuestras madres; pero que ahora nos lo exijan a los adultos, al modo de mantra de tiranía bananera, equivale a eso, a tratarnos como a niños. ¿Acaso antes de esta pesadilla éramos unos guarros y no nos limpiábamos las manos y el culo? ¿Por qué no se callan? Hagan el favor de respetarnos, tengan piedad.
¿Lavarse las manos? Ay, ese es un símbolo significativo que perdura en nuestra cultura poscristiana. ¿Lo recuerdas? Viene del relato bíblico de la pasión, cuando el gobernador romano de Judea, Poncio Pilato, no queriendo participar en el asesinato de Cristo que el pueblo, manipulado por los sumos sacerdotes, le pedía a gritos (“¡crucifícalo!”) se lavó las manos en signo de indiferencia y entregando, impotente, la vida del profeta a los judíos.
¿Y cuánta gente, en estos días de sufrimiento, se lava las manos ante la crisis de la pandemia? Ahora que empieza esta Semana Santa tan rara, sin procesiones, capirotes ni borriquitos (¡gracias a Dios!), miro a mi alrededor y veo quiénes se están lavando las manos ante una tragedia sanitaria, económica y social.
Veo que la Unión Europea se lava las manos, comandada por Holanda, Alemania y los países nórdicos. Pandilla de miserables. ¿Para qué se hizo la Unión sino para caminar juntos y resistir ante un problema que rebasa la capacidad de cada estado? Si van a volver a dar la espalda a las necesidades de Italia, del Estado español, de Portugal y otros pueblos requeridos de la solidaridad continental, entonces mejor volvemos cada uno a nuestra suerte. Ay, Europa, Europa, te deshaces.
Veo también a la clase política, todo ella, y a las instituciones que no han manifestado aún su disposición a compartir el sacrificio privándose durante el tiempo necesario de algunas de sus prebendas. Hagan el gesto de rebajarse sus sueldos y pongan su esfuerzo al servicio de la gente. Ustedes primero, den ejemplo.
¡Que nadie se lave las manos!, es lo que grito en este sábado de luna luminosa. Seamos limpios, sí; pero antes que nada de corazón.
