Diario de cuarentena. Día 73. Vivir de las palabras

Me asusta y a la vez me agrada reconocer que toda la vida he vivido de las palabras. Toda la vida escribiendo, buscando la mejor expresión, la idea más per-suasiva. No he contado los artículos y reportajes que habré escrito y publicado. Miles. Y las campañas, textos, lemas, speeches y publicaciones que habré firmado. ¡Madre de Dios! Amor y dolor por las palabras ha sido mi vida. La diferencia entre escribir en prensa y hacerlo en publicidad es la síntesis: un anuncio son pocas palabras en pocos segundos o en reducido espacio y se precisa una gran capacidad de síntesis: el máximo contenido con el mínimo de palabras. ¡La de horas y horas que gasté escogiendo una sola palabra o una frase corta! 

El fin de semana pasado vi una película que trataba sobre las palabras. Se titula “Entre la razón y la locura”, película norteamericana que, creo, no se ha podido estrenar en España. La vi en primicia y me emocionó hasta lo más hondo. Es la historia real del profesor James Murray y el loco y asesino William Minor. Al profesor Murray se le encargó a finales del siglo XIX la actualización del Diccionario Oxford de inglés, una titánica labor para la que contó con miles de voluntarios. Uno de ellos y el más eficaz fue el loco Minor, recluido en un manicomio después de asesinar a un hombre bajo delirios persecutorios. Minor aportó al diccionario decenas de miles de palabras, con sus citas correspondientes. Murray viajó al psiquiátrico a conocer a Minor y allí entablaron una profunda amistad que duró toda la vida. El resultado fue una obra magna que ninguno de los dos pudo ver publicada, pues la muerte les llegó antes. Protagonizan este gigantesco relato Mel Gibson como el profesor Murray y Sean Penn encarnando al loco Minor. Deberíais verla si apreciáis el mejor cine. 

Entiendo la pasión de Murray y Minor por las palabras. El ser humano dejó de ser un primate cuando creó el lenguaje verbal. Las palabras han conducido al mundo de la ignorancia a la sabiduría, han hecho milagros, unido personas, creado el amor y formulado la paz. Le debemos la vida a las palabras. Algo existe en el momento que una palabra la define.

También hay un uso perverso de las palabras. Se utilizan para crear odios y matar. Los que lo hacen niegan la función esencial de las palabras, que no es otra que la búsqueda de la belleza, la verdad y el entendimiento humano.

Dime de qué hablas y cómo hablas y te diré quién eres. Cuida las palabras, sácale partido a tan maravilloso recurso. No conozco a nadie digno de admiración que no sea espléndido en el lenguaje. Y, al contrario, no hay nadie malvado que no use las palabras para dañar. “Lástima de infarto”, me dijeron hace unos años para lamentar que hubiera sobrevivido a un infarto. Allí se acabó todo y comenzó otra vida.

Sin besos no hay paraiso

Los moralistas de la entrepierna deben estar contentos con el coronavirus por el apagón emocional de millones de historias de amor y la imposibilidad de que se produzcan nuevos romances con las mínimas condiciones de libertad y tacto. Celebrarán que con la pandemia volvamos a tiempos de Maricastaña en las escenas eróticas del cine y la televisión en tanto llega la vacuna. Se acabó el amor explícito. Actores y actrices tienen miedo al contagio, por lo que los productores han decidido prevenirse en los rodajes realizando test del virus, que los hombres no se maquillen y suprimir intimidades y besos entre personajes.

            Supongamos que se suspenden los relatos de amor y se opta por otras ficciones que no impliquen el tránsito de fluidos entre varones y mujeres. Por ejemplo, de atracos y peleas. ¿Se van batir los bandidos con florete? ¿Irán con mascarilla en vez de con pasamontañas a robar bancos? ¿Y qué tal si todas las series y películas son de animación? De contento, Walt Disney resucitaría de su criogénesis. No tiene sentido que la industria audiovisual se convierta en pantomima, a lo Marçel Marceau. Si no es posible que las historias puedan ser contadas en su esplendor, es mejor -y más digno- esperar a que la vacuna nos rescate y vivir mientras del archivo. Nunca hubo en la tele como ahora más cine añoso y series viejas, suficiente para resistir. Se está haciendo también en deportes, con ETB1 repitiendo antiguas carreras ciclistas y Movistar+ volviendo a las imágenes de partidos épicos.  Hay que tirar de las reservas.

Una parte de la cultura sufrirá un golpe mortal. Hasta ahí tienen que llegar las ayudas públicas. No se subvenciona el talento, que no lo necesita, pero sí el trabajo esencial de comediantes, técnicos, dobladores y productores, y son miles. El espectáculo debe continuar: sin besos no hay paraíso.

Diario de cuarentena. Día 72. Regreso al ritual

Con la entrada en la fase 2 (segundo escalón del pueril plan de devolución de la libertad que nos ha robado el confinamiento) las cafeterías y bares han abierto, con restricciones, sus espacios interiores. En uno de ellos, el Bertiz, de Las Arenas-Getxo, he entrado esta mañana. La diferencia entre un ritual y una costumbre es el sentido con que haces las cosas: la costumbre es automática y el ritual una necesidad en tu vida. Todo empieza con un café, comprar los periódicos y sentarse a despertar el día con las noticias y los artículos de fondo con sabor a café. Así amanecen mis días desde que tengo uso de razón profesional. 

En una época en que trabajé como responsable de recursos humanos a mis jefes les llamaba la atención que tuviera periódicos en mi mesa. Para ellos, autómatas del trabajo, los diarios de noticias eran pasatiempos. Mucha gente no entiende la naturaleza cultural y sociológica de los periódicos. Ni siquiera entienden la razón ritual del café, su propósito para el alma de un trabajador de las palabras. No comprenden que el café es un elixir que despierta la mente y la conduce hacia un día entusiasmado.

Hubo un tiempo en que existió la enfermedad del periodista, la triple acción del exceso de consumo simultáneo de alcohol, café y tabaco. ¡Causó estragos! Las viejas redacciones eran fumaderos, pero sitios trepidantes en la lucha contra el tiempo y las palabras. Ahora son como oficinas de seguros. Hay poco espacio para la creación. Lo romántico es pura nostalgia.

En Bertiz solo trabajan chicas, cordiales y atentas al máximo. Recuerdo que una vez apareció un chico en la barra. Solo duró un día. Ese lugar es solo para mujeres. Ellas se han afanado hoy para tenerlo todo a punto: las mesas muy separadas, marcas para la entrada y la salida por zonas distintas del local, un expen- dedor de gel hidroalcohólico y un protocolo de pedido: lo haces en la barra, pagas y te lo llevas a la mesa. Estaba más iluminado que en otras ocasiones, como si ellas celebraran con luz la vuelta a una normalidad falsa y pretenciosa.

Sentado en mi mesa de siempre, junto a la cristalera exterior, con vistas a los soportales de la calle Mayor, la gente miraba como si fuera una aparición: ver a clientes en el interior tomando café era una cosa extraña. ¡Maldito confinamiento del demonio! Alguien con cámara profesional me ha hecho una foto desde fuera. Confío en no salir mañana en los periódicos como un bicho raro. 

Lo que desaparecerá para siempre son los periódicos del bar, los ejemplares de prensa que el local pone a disposición de los clientes como parte de su atención. Los tenían atados a un palo como elemento de identificación. Y dado que la gente acostumbra a pasar las páginas con el dedo índice untado de saliva, ahora se considera factor de contagio. Los periódicos perderán miles de lectores. Un desastre más de la pandemia. El café no, ese brebaje resucitador no desaparecerá jamás. 

Diario de cuarentena. Día 71. Haciendo equilibrios

Hoy no ha habido muertos por coronavirus en Euskadi, lo que no ocurría desde el 17 de marzo, cuando la OMS decretó la pandemia a escala mundial. Es una buena noticia, lo que no impide olvidar a los 1.494 fallecidos hasta ahora, 1.494 personas con nombre, familia e historia, seres humanos concretos y reales que para la información solo son un número. Y así estamos, entre la angustia y la esperanza, agotados de cuerpo y alma.

Las medidas sanitarias de protección (higiene, mascarilla y distancia social) han sido eficaces, unidas a la esforzada labor del modelo de salud vasco y sus profesionales; pero sigo pensando que el confinamiento es inútil, abusivo y contraproducente. Es la respuesta del pánico sistematizado ante la impotencia en la contención de los contagios. A cambio de la generalización del miedo se han causado daños tremendos en la vida de la gente, la economía y el bienestar de la sociedad. Sin necesidad.

Algunos de los que leen y comentan este diario han criticado con dureza mi posición contra la reclusión domiciliaria en la que llevamos más de dos meses. Dicen que es irresponsable. Entiendo que haya gente de mentalidad más o menos sumisa que obedece los preceptos de la autoridad sin rechistar, como antes se hacía con los curas y los policías. El miedo es un virus duradero y muy contagioso y puede más que toda la fuerza bruta y las amenazas juntas. Si estos lectores hicieran uso de su inteligencia crítica verían que no todos los países han adoptado la medida decretada por el Gobierno central. Y no han obligado a la gente a quedarse en casa de forma tan estricta. Y tienen registros de contagios mucho menores. Suecia, Dinamarca, Alemania y otras naciones europeas son un ejemplo de éxito en contraste con la calamidad de España, que ha querido ser más papista que el papa y ha salido trasquilada.

Mis críticos me comparan con Trump, Bolsonaro y, aún peor, con Vox por sostener una posición contraria al confinamiento. Vieja táctica de los que razonan con el culo. No tengo la menor intención política, porque siempre he creído que todo lo esencial en la vida se basa en el equilibrio: entre los ricos y los débiles, entre la derecha y la izquierda, entre la fe y el escepticismo, entre la necesidad y el placer, entre la realidad y la utopía. En la pandemia hay que salvarse hoy y seguir viviendo sin destruir lo que teníamos. ¡Matan moscas a cañonazos! Ha faltado ese equilibrio en la protección.

Las autoridades no creen en la responsabilidad de la gente y piensan que hay que castigar para hacer cumplir. Es una pedagogía perversa, cuartelera. Sí, hay personas que incumplen. Y también hay políticos corruptos. Y asesinos. Pero no se encarcela a todos por unos pocos. Y no se rompe la baraja por un tramposo. El autoritarismo generaliza el mal para justificarse. Y al final, tras el desastre, veremos que hubo un país que, por desconfiar de sus ciudadanos, hizo más daño que bien en la prevención. Faltó inteligencia. Faltó equilibrio.

Diario de cuarentena. Día 70. Queridos bareros

Los bareros (así se llama a los profesionales de los bares en el sector) de Bizkaia se manifestaron el viernes por la Gran Vía de Bilbao. Una protesta ejemplar, en orden y en filas de a tres y respetando las normas de seguridad. Una imagen impactante. Es imposible no sentirse solidarios con la gente de la hostelería que, como otros negocios y comercios, llevan tres meses cerrados, agonizando.

La perspectiva del sector no es halagüeña. Desde el lunes podrán abrir en el interior, pero solo hasta el 50% de la capacidad y garantizando la distancia de protección entre clientes. Y no tienen permitido el uso de las barras, la zona más rentable de sus establecimientos. Tienen razón al sentirse frustrados ante exigencias tan arbitrarias que les llevan a no poder alcanzar el umbral de rentabilidad.

Había rabia contenida en la manifa de los hosteleros vizcainos. “La hostelería en pie de guerra”, decía una de sus pancartas, nada menos. “Los bares no se mueren, son asesinados”, decía otro de sus carteles. Duros mensajes que expresan un gran dolor y una enorme impotencia. Lo que piden es la condonación de los impuestos de los meses de cierre obligatorio, la moratoria de los alquileres, que no se les exija hacer de policías en el cumplimiento de las normas, la ampliación de los ERTES hasta final de año y la apertura total de sus locales sin menoscabo de las normas de distanciamiento… Cosas así, más que razonables que a las instituciones les toca dar respuesta y que casi todas, entiendo yo, serán atendidas. Más difícil, creo, será que los policías municipales y la Ertzaintza dejen de hostigarles con los excesos de sus clientes. ¿No es bastante complicada ya la vida de la hostelería como para venir a tocar las turmas a los bareros? Ya vale de machacarles.

Cuando se haga justo balance de la desgraciada época de la pandemia y el confinamiento a que fuimos sometidos arbitrariamente, habrá que valorar si las policías -los cuerpos estatales, autonómicos y locales- estuvieron a la altura del sufrimiento de la gente. ¡Más de un millón de sanciones han recolectado! Una barbaridad que muestra la saña despiadada con que no pocos uniformados han actuado. En España se ha multado más que en todos los países de la UE juntos. Una pulsión franquista, según la cual el ciudadano solo aprende a base de palo y tente tieso. Y todo bajo una dudosa legalidad que deberá corregirse con una amnistía o el sobreseimiento masivo, en justicia. 

Sí, amigos, necesitamos los bares abiertos, como los restaurantes y el comercio en general. La gente ya sabe cómo hay que comportarse, porque es madura. Es hora de la apertura y la libertad plenas. Es hora de que la vida vuelva a nuestros barrios, pueblos y ciudades. No es un capricho, es una necesidad que nace de nuestro modo de entender la vida. El confinamiento ya ha causado suficiente daño sin aportar una sola ventaja. ¡Abran todo!