Derecho a la belleza

Cámbiame

Que levante la mano quien no tenga algún complejo, de mayor o menor cuantía, por causa de taras reales o imaginarias, físicas o mentales, o por secuelas de hechos no redimidos. Es una plaga moderna que condiciona, por debilidad identitaria, el devenir de la gente. Vivimos en un mundo complejo habitado por millones de seres humanos acomplejados. Y no se preocupen los que carezcan de sentimientos de minusvalía, porque ya habrá alguien, seguramente el más estúpido, que se encargue de procurárselos con burlas y humillaciones. Es un territorio inquietante, sustentado en el sobrevalor de la autoestima y que ahora Telecinco, como todo lo que toca, ha enfocado desde la frivolidad en su programa «Cámbiame», a mediodía. Allí viajan los enojados con su estampa, los más vulnerables, generalmente chicas, que buscan el amparo de estilistas para sentirse deseadas, descubrir su atractivo y superar la reprobación propia y la indiferencia ajena. “Que no te den la razón los espejos, que te aproveche mirar lo que miras”, canta Sabina con ternura pero sin éxito a las mujeres que se ven marchitas o deslucidas.

Sin ánimo de penetrar en el ámbito de la psicología y debatir sobre la disociación entre cuerpo y mente, verdad y apariencia, debemos reconocer que hay personas de pésimo o nulo gusto, que malversan su encanto, que parecen odiarse y que, incapaces de combinar colores y formas en su figura, acaban subyugadas por el feísmo. Para este numeroso grupo de hombres y mujeres surgieron los personal shopper, que ayudan a configurarnos un estilo congruente y tenernos respeto de dentro afuera. No es cuestión de dinero, solo criterio estético. «Cámbiame» será efectivo mientras no promueva soluciones alienantes. La seducción y la renovación de la envoltura están en nuestra naturaleza como habilidades para una vida satisfecha.

Hay que tomarse en serio la imagen, el yo exterior, para erradicar los complejos. En una nueva Declaración Universal de los Derechos Humanos el primer artículo proclamaría: Todas las personas tienen derecho a la belleza.

La TV toma partido y los partidos toman la TV

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Si Podemos y otras plataformas afines han alcanzado en tiempo récord elevadas cotas de poder por influencia de la televisión, por el mismo medio y con igual celeridad se intenta pulverizarlas para que no lleguen más lejos en su pretensión de mudar el sistema. La campaña de búsqueda de viejos tuits atolondrados y antiguas travesuras de los líderes alternativos forma parte de esta operación de agitprop. Torpe y miserable empresa, vive Dios; porque, ¿quién no hallara en su propia biografía un borrón o diez, ocultos rubores y la huella de algún roto? ¿Acaso lo razonable no es permitirles cumplir sus promesas y juzgar después sus acciones? La tele, campo de batalla electoral, sufre un estado de shock y es notable en sus debates -de TVE a 13TV- la ira de los voceros de la derecha por los sillones perdidos. Si antes fracasó la estrategia del miedo, naufragará ahora la consigna del descrédito ad hominem por artificial y perversa. No espabilaréis nunca, diría un querido amigo con palabras más gruesas.

Hasta laSexta, donde se fraguó la rebelión de los indignados, se ha contaminado de la hostilidad hacia los novatos. La entrevista de Ana Pastor a la nueva alcaldesa de Madrid, la venerable Manuela Carmena, fue un ejemplo de histeria reaccionaria, dictada por los temores del bipartidismo ante la proximidad de unas elecciones cruciales. La conductora de El Objetivo maltrató a su invitada con preguntas insolentes e interrupciones sin fin y solicitándole datos que, horas después de su toma de posesión, era imposible que conociera. Fue un monólogo asfixiante, porque Pastor no distingue entre interviú e interrogatorio, ni percibe la diferencia entre el rol de presentadora y el de actriz por su abrumador afán de protagonismo.

Cambie de oficio y de disfraz, señora, pues su impostada aspereza e histrionismo forzado le capacitan más para el drama que para el diálogo y la realidad. Ubíquese en la ficción entonces y sea la Julieta de Romeo. ¡Ah, la mezquindad, esa corrosiva expresión de maldad de tanta gente engañosamente buena!

Desfile de la transparencia: políticos, vayan desnudándose.

trans¿Cómo y cuándo se fraguó la sociedad de la transparencia? Todo empezó el día fatal en que se afirmó que el valor de la comunidad está, por concepto, por encima del valor del individuo. El desarrollo de la democracia trató de equilibrar lo personal con lo social para que esta dualidad no constituyera una contradicción insuperable. Hasta que los medios de comunicación, precisamente los privados y entre ellos los más poderosos, decidieron invadir el ámbito de la privacidad humana -un ilimitado y crónico deseo de saberlo y descubrirlo todo, sin el menor respeto- y construir un mundo panóptico en el que todos fuésemos abiertamente observados y a la vez observadores de los demás, un universo post orwelliano, sin intimidad, con licencia de caza de secretos y sigilos, una facultad señalada como hito de la libertad.

Este modelo de confiscación de la individualidad y la identidad personal ha llegado al paroxismo con las tecnologías de la comunicación y la información, con las que se hace efectiva la obligación de exhibirse y la plena autoridad de penetrar en la esfera exclusiva de la gente y de cualquier organización o grupo. Y ahora que este derecho se ha convertido más bien en una plaga de asaltos impunes a lo más sagrado de los humanos, su ser privativo, vamos a ver cómo nos defendemos de sus abusos y de quienes, por no ponderar la libertad ajena, no estiman la suya propia. Supongo que este amplio conjunto de personas, impulsadas por su naturaleza colectivista y, por qué no decirlo también, por una clamorosa ingenuidad, son las que más demandan las políticas de transparencia pública que, tal y como se plantea, se cierne sobre nosotros como una de las últimas estafas democráticas, una teatralización inoperante.

La transparencia como moda

De repente, todo debe ser transparente. El diagnóstico es que la falta de transparencia es la causa de la corrupción política y por tanto los mecanismos de nitidez social impedirán los desmanes económicos de nuestra clase dirigente. ¿De verdad creemos que la corrupción es una cuestión económica, solo eso? Es muy llamativo que el partido más corrupto y con mayor número de militantes implicados en casos de saqueo, el PP, sea quien más iniciativas legislativas este desarrollando para dotar a la gestión pública de exigencias de comunicación de cuentas, contratos y salarios. Esa hiperactividad enmascara su propósito de fijar unas apariencias de honradez urgente, de puro interés electoral.

Si nos fijamos en los procedimientos de transparencia que se han implementado en las instituciones, se trata de la transmisión de datos que ya podíamos conocer, porque la mayor parte de ellos se publicitaban en los diferentes boletines oficiales: sueldos, importes y adjudicatarios de obras y servicios, plazos, presupuestos… casi todo estaba a la vista de quien se molestara en acudir a la fuente informativa. Eso sí, no fácilmente alcanzable por el común de los ciudadanos. ¿Y cuántas personas acuden hoy a las nuevas y más rápidas fuentes de información pública? Muy pocas.

No tenemos un problema de opacidad. Tenemos una dificultad de facilitación y simplificación de la información pública, al tiempo que seguimos soportando un viejo inconveniente: la desgana por la información veraz y la pereza intelectual hacia el conocimiento obtenido con esfuerzo. Hay que amar la información y nuestra capacidad de saber lo que ocurre para no tener que depender de lo que nos cuenten -debidamente codificado- los medios de comunicación o, peor aún, los anónimos y poco fiables foros, webs y blogs que pululan por internet con descaro y retórica malvada.

La política de transparencia que se predica es una política de apariencia, una operación de emergencia contra la crisis de un sistema profundamente injusta, un parche dramático con el que pretende tranquilizar a la gente a base de mostrarle, con cierto complejo de culpa, lo que ya podía saber. Ahora las cuentas son más aparentes, no más transparentes. La novedad es formal, algo así como el espectáculo del cumplimiento de unas obligaciones, junto la disposición forzada a desnudarse más allá de lo exigible.

En la reciente campaña electoral asistimos a un striptease vejatorio. Un diario local dedicó varias páginas a informar sobre los ingresos, vivienda, coche, planes de pensiones y cuentas de ahorros de los candidatos a la alcaldía de Bilbao, y estos, sin rubor ni decoro, respondieron con detalle, impelidos por el miedo a que si no revelaban estos datos podían ser sospechosos de opacidad (¿la intimidad es delincuencia?) y por tanto indignos de la confianza ciudadana. ¿A qué categoría de ética superlativa pertenece que un candidato declare poseer un Citroën, tener una vivienda propia en Solokoetxe o vivir de alquiler en Artasamina? ¿Qué añade a su valoración política la escritura de la casa o la cuantía de su salario? Y en todo caso, ¿qué carajo nos importan esos asuntos personales? Desnudar de esta manera a los gobernantes es la perversión de una mal entendida transparencia que, por pudor democrático, deberíamos rechazar. Porque esta demagogia sobrevenida de los medios, que envilece la privacidad y devalúa el sentido de la decencia política, también es corrupción.

Desconfianza permanente

La clase política tradicional asume la pena de la transparencia absoluta con falso entusiasmo. Y los que vienen traen el pecado original. Uno de los líderes de moda en España, Albert Rivera, se presentó en el escenario electoral posando desnudo en sus carteles, aunque tapándose los genitales con las manos. Ese parece ser el horizonte, la anécdota teatral como expresión tramposa de la honradez pública. De la misma manera que no es más fiable, ni más sincera una persona por exhibirse desnuda, tampoco la política (o la verdad pública) es más auténtica por mostrarse sin pudor y renegando de su privacidad.

A esta categoría pertenece la exigencia de presentar la declaración de la renta de los cargos institucionales. ¿Y qué demuestra esa información? Si alguien, en virtud de su cargo, se enriqueciese ilícitamente no creo que fuera tan necio como para contabilizar en un registro oficial el beneficio de sus delitos. No son los papeles, sino los procesos de decisión concertados, la política de la verdad, los que pueden prevenir las corruptelas. ¡Ah, pero hay que aparentar!

El filósofo y escritor alemán de origen coreano Byung-Chul Han, en su libro La sociedad de la transparencia (Editorial Herder, 2013), señala que “la transparencia estabiliza y acelera el sistema por el hecho de que elimina lo otro o lo extraño. Esta coacción sistémica convierte a la sociedad de la transparencia en una sociedad uniformada. En eso consiste su rasgo totalitario”. Y añade: “La sociedad de la transparencia es una sociedad de la desconfianza y de la sospecha, que, a causa de la desaparición de la confianza, se apoya en el control. La potente exigencia de transparencia indica precisamente que el fundamento moral de la sociedad se ha hecho frágil, que los valores morales, como la honradez y la lealtad, pierden cada vez más su significación. En lugar de la resquebrajadiza instancia moral se introduce la transparencia como nuevo imperativo social”.

Estamos instalados en la desconfianza hacia todo. Nadie merece de antemano un margen de crédito, mucho menos los regidores políticos. Nadie se fía de nadie. Y esa desconfianza radical procede seguramente de nuestra propia desestima moral y las pocas oportunidades que nos damos para vivir con honor e intensidad en un mundo complejo y desigual. Hay muchas razones para desconfiar, muchas menos que las que existen para confiar en algo o en alguien ciegamente. No construiremos una sociedad ética renunciando a la propiedad y grandeza de nuestro ser único. Y así están en vía de extinción la autenticidad, los secretos, la lentitud, la persuasión, el entusiasmo, la compasión, la memoria… el tiempo.

¿Saber de dónde venimos?

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Por fin, una buena noticia para ETB. E inesperada. Su nuevo espacio «Todos los apellidos vascos» ha obtenido audiencias desconocidas desde hace tiempo en la cadena pública, con el 17,2% en su primera entrega y 14,4% en la segunda. ¿Y qué tiene de especial este programa low cost para que tantos espectadores se hayan fijado en él? Su éxito es haber abordado uno de los viejos mitos humanos: saber de dónde venimos y conocer a nuestros antepasados, algo que ejerce una atracción irresistible sobre muchas personas y que a otras nos parece territorio pantanoso y oscuro en el que es mejor no entrar. Una certeza: no hay vida en el pasado, donde habitan los fantasmas; pero a la gente le apetece hurgar en el desván de sus ancestros, quizás para redimir su menguada autoestima con el hallazgo de algún ascendiente de relumbrón. O puede que no sea más que una entretenida curiosidad, como una juvenil sesión de ouija.

Con este espíritu ligero aborda el programa esta cuestión y se concentra en personajes relevantes como Iñaki Gabilondo, Iñaki López o Miguel de la Quadra-Salcedo que, literalmente, desciende de la pata del Cid. Al periodista donostiarra le encontraron un parentesco con el lehendakari Agirre y al presentador de ETB y laSexta, que acabó entre lágrimas, las sutiles rarezas de su aita en la mili, que compartió con Argiñano. ¿Y si uno no fuera hijo de su padre y los archivos genealógicos fueran perfectamente falsos en su origen? No hay oficio con más embustes que el de historiador, ni institución menos fiable que la Iglesia.

Sorprende la elección de Olga Zabalgogeaskoa, acreditada reportera, como presentadora. ¿Y por qué no Begoña Zubieta? La estrategia de promoción interna en ETB es uno de los grandes misterios del país. Anoto dos aciertos de «Todos los apellidos vascos»: recuperar a Maite Esparza como guionista de garantía y conseguir una producción admirable con muy poco presupuesto. La idea del programa no es nueva, pero su reedición es divertida y oportuna, ahora que hay tanto miedo al futuro. Solo la imaginación es más fuerte que el pasado.

Ayuntamientos, ¡qué espectáculo!

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¿Regeneración? Visto lo visto ayer en los ayuntamientos de Euskadi y el Estado, lejos estamos de algún atisbo de regeneración política. En muchos casos el espectáculo ha sido bochornoso.

En Gasteiz, Bakio, Andoain, Plentzia… impresentable.

Alianzas absurdas, pucherazos, venganzas, reproches, gritos, insultos… y todo ello en nombre del pueblo. Los mismos que justifican un acuerdo en un sitio, lo critican en otro. U olvidan su complicidad en recientes pactos que ahora lamentan. Y los emergentes se adhieren como campeones a la vieja política. Puro y miserable partidismo, carente de la mínima grandeza ética y categoría moral.

Ni en el fondo ni en la forma se han hecho bien las cosas. En Gasteiz, el PSE retira su apoyo al PNV porque un concejal de este partido ha incumplido su acuerdo en Andoain. Una vendetta infantil. Con el indeseable apoyo de EH Bildu y de las plataformas emergentes al PNV, sin previo acuerdo programático. Es verdad que Maroto se ha labrado su propia tumba con un discurso segregador y socialmente peligroso; pero en esta alternativa ha faltado dignidad política y ha sobrado aritmética para expulsarle como hubiera sido noble y democráticamente deseable.

La misma o parecida miseria política ha llovido sobre en Bakio, Plentzia y otros municipios. En estas dos localidades marineras ha prevalecido el rencor y la mezquidad sobre la racionalidad. No podemos desconocer que, al final, la política la hacen las personas y no los partidos. Y mucha de esa gente, que sonríe y ama, camina por la calle con toda su ruindad a cuestas.

¿Qué decir de los lloros y lamentos del PP olvidando el pacto antinacionalista Lopez-Basagoiti de 2009?

Y así sucesivamente.

Y esperen, que aún quedan por constituir las diputaciones y varios gobiernos autonómicos, donde puede ocurrir de todo.

Esta es, sencillamente, la calidad democrática de nuestro sistema.

Sí, regresamos a los años 80 y 90, con acuerdos demenciales en nombre de la estabilidad institucional. ¡Por Dios! Siempre será mejor la inestabilidad natural de las cosas que la compraventa de tranquilidad para una sociedad mediocre. El argumento de la estabilidad contiene una de las más falacias más demoledoras de cuantas he escuchado últimamente.

¿Alternativas? Las hay, pero son más complejas y no tan tranquilizadoras como los acuerdos de compraventa de cargos y apoyos condicionados. Y desde luego, son mucho más democráticas. La alternativa es gobernar a varias bandas, con unos y con otros, en minoría, tratando de llegar a acuerdos difentes en  diferentes temas. Los pactos de cada día, según de qué se trata. Acuerdos diversos, sin un patrón único, abriendo espacios de mayor complicidad y penetrando en las nuevas sensibilidades.

Claro que esta forma de entender la política, más creativa y abierta, trae sus agobios y exige mucha capacidad de diálogo. La sociedad está preparada para este modelo radicalmente transversal, imaginativo, donde los responsables personales en cada lugar tienen más peso que las ejecutivas centrales de los partidos. Una gobernanza menos tutelada. La obsesión por las mayorías es como tener una calculadora en el corazón. No, las mayorías se hacen con la sociedad, con toda la sociedad, y no selectivamente entre partidos.

Vale con insertar en la política lo que se pide a las organizaciones, empresas y educación: innovación. O sea, impulso por cambiar lo que ya no funciona.

En fin, paren, que yo me bajo.