¿Qué has hecho, Günter?

Gunter-GrassAhora que ha muerto Günter Grass, genio de la literatura y Premio Nobel, y para que no escape del juicio de la historia universal de la infamia, pongo aquí mi artículo de DEIA, publicado el 20 de agosto de 2006.

 

Ha confesado. A Günter Grass, premio Nobel de Literatura y conciencia crítica de la sociedad alemana, se le ha caído del alma, tras más de sesenta años de culpable silencio, la verdad de haber servido a las Waffen-SS, cuerpo de élite y brazo de combate de los nazis, liderado por el siniestro Heinrich Himmler. «Había algo dentro de mí que me movió a contarlo», ha explicado el escritor a la prensa, anticipando el contenido de su próxima autobiografía «Pelando la cebolla», relato literario en el que narra su adhesión juvenil al más cruel y activo de los grupos responsables del Holocausto. Pero la confesión en sí no contiene nada especial, incluso es un ejercicio de nobleza y humillación pública que proyecta una imagen precaria y vulnerable de nuestros héroes y referentes morales, como Grass, de lo que se infiere que la confianza en los hombres nunca puede ser absoluta e incondicional. Y aunque Günter no ha pronunciado la poderosa palabra perdón, en su declaración lleva implícita la solicitud de clemencia a un pueblo al que impulsó a rechazar el relativismo moral frente a su responsabilidad histórica en la tragedia nazi y ante el que ahora, solo e indefenso, se muestra tan culpable y cobarde como cualquier otro alemán de aquella monstruosa época.

No seré yo quien arroje piedras sobre GG por una confesión que le humaniza y rebaja a ras de la más elemental miseria del ignorante, ni me inmiscuiré en el juicio que corresponde practicar a los alemanes estafados por el cobarde silencio del escritor; pero aquí hay una cuestión moral, de ámbito universal, en el que estamos todos concernidos y más aún los que conocemos y amamos la obra del autor de «El tambor de hojalata». Yo no pregunto ¿qué hiciste, Günter?, sino ¿qué has hecho, Günter? Hablo de una responsabilidad presente y no pretérita, porque no se puede inculpar a nadie de haber cometido una acción estúpida y terrible a la inmadura e inconsecuente edad de diecisiete años. No importa que Grass, como ha señalado en su disculpa, que no nos llegara a disparar un solo tiro. ¿Y qué? No hubiera sido éste su crimen. De hecho, ya sabíamos que GG se había sentido fascinado por el designio nazi y que había pertenecido, como el mismísimo Papa Ratzinger y otros jóvenes embaucados, a las Juventudes Hitlerianas. Lo realmente amargo de la retardada confesión del Nobel es, precisamente, la ocultación en su currículo, durante décadas, de la crucial circunstancia de su adscripción a las Waffen-SS, su imperdonable tardanza en realizar la confesión pública de este hecho y el sostenimiento de su callado secreto mientras fustigaba a unos y a otros para que no se convirtiera en tabú la responsabilidad alemana por el nacionalsocialismo y para frenar el deseo colectivo de escapar del veredicto histórico por aquella catástrofe.

Es la fatal incoherencia, la mentira del moralista, la rentable deserción de GG, su calculado silencio lo que enoja y escandaliza. Me siento engañado por este hombre en cuyas verdades creí y en cuya escritura se ofrecía una dignidad redentora a cambio de mirar de frente a los errores del pasado, de modo que no sólo se hiciera justicia a las vidas destrozadas, sino que además se sajasen de raíz las nuevas locuras de la inteligencia germánica. Conocida la verdad, aunque tardía, no me conformo con saber el mero relato de los nuevos sucesos biográficos, sino que pido respuesta a esta pregunta neta: ¿Por qué has callado hasta ahora, Günter? A mí no me vale, como le justificaba Ralph Giordano, que haya habido alemanes que esperaron hasta los 80 años para reconocer parecidas responsabilidades. GG no es cualquier gente, no es un anciano escritor doblegado por el peso de su mala conciencia: era el símbolo de muchas certezas, el vivo alegato de una Europa moralmente repuesta. Por eso no tenía derecho a convertir en secreto una acción que perjudicaba su fama, ahora completamente destruida. Se requiere que GG tenga ahora, tras su aplazada confesión, argumentos válidos para refutar su traición y patética mudez.

Es al maduro y brillante Grass, y no al joven e impetuoso Günter, al que pido explicaciones por su ocultación. «¿Por qué no sacó fuerzas antes para decir la verdad?», se preguntaba el historiador Arnulf Baring al conocer la noticia de las andanzas nazis de GG. ¿Fuerzas o cálculos? Me produce mucha tristeza pensar que la razón -o sinrazón- es más que una pura cobardía y que hubo una estrategia elaborada, antes, para conseguir a costa de callar el premio Nobel de Literatura y, ahora, para multiplicar las ventas a escala mundial de su autobiografía a fuerza de su tramposa revelación. Tal vez ambos objetivos no fueran presagiados; pero es seguro que si GG hubiera confesado antes su estúpido pecado adolescente no habría recibido el galardón de la Academia sueca y que sin la notoriedad que proporciona el escándalo de su morosidad ética las ventas de su nuevo libro no tendrían los auspicios de un rotundo éxito editorial, como se espera.

«Falta reconocida, falta perdonada», señalan las bondadosas reglas de conducta que rigen en el colegio en el que se educa uno de mis hijos. Estaría dispuesto a exonerar a GG si, además de contar lo que pasó, pidiera perdón sin excusas por su memoria extraviada y si hiciera de la cobardía moral, a la que ha servido como un reptil, el tema de reflexión de sus próximas obras, las que le queden por escribir para no quedar como un tramposo. Una novela lúcida, valiente y sin concesiones exculpatorias sobre la incoherencia ética y la ruindad destructiva del artista contradictorio nos devolvería, al menos en parte, el último perfil de un escritor formidable y la íntima devastación de un viejo calculador.

La nostalgia o soñar al revés

Pasado futuroViajar por el tiempo es un mito clásico nacido del sufrimiento existencial del presente y el vértigo con que los seres humanos -perplejos y extraviados- nos asomamos al futuro. Es sugestivo como especulación científica y aún más como incursión literaria y moral, que cuajó, entre otros relatos, en La máquina del tiempo, de H. G. Wells, conquistadora de nuestras fantasías infantiles. Aquel artilugio transportó al viajero a un mañana remoto para advertirnos de un eventual deterioro del mundo, pero no se adentró en el pretérito. Regresar al pasado es soñar al revés y síntoma del frustrante mal de la nostalgia.

Con ese afán de menor cuantía TVE ha resuelto ahora la serie El Ministerio del tiempo a la que vacía de solvencia narrativa y asimila en producción a un teatrillo de provincias. Viene a ser una torpe excusa para contar a trozos otra historia de España eludiendo todo juicio crítico. ¿Por qué justo la recreación más atrevida que cabría esperar -cambiar el pasado- es lo que se prohíbe a los agentes que viajan por los siglos? Figurarse ser asimilados por la liberadora Francia, dejar en paz a los judíos o ganar la partida a Franco hubiera sido un regocijo intelectual y un consuelo para nuestra común vergüenza. Mala faena para la ciencia ficción y su mirada larga y profética: el destino es lo que alguien soñó por ti y que tú nunca habrías imaginado.

Hay formas más elevadas de frecuentar el pasado. Hoy se estrena en Canal+ la temporada final de Mad Men, serie ambientada en la década de los sesenta y en el tinglado de la publicidad americana entre hippies, cambios culturales, amor libre y música de The Beatles. Solo por la estética y la configuración emocional de sus desdichados personajes el producto es un prodigio. Si aceptamos la corrosión nostálgica en esta ocasión es porque a cambio podemos disfrutar de un tratado sobre el éxito y el fracaso, otro sobre el cinismo y uno más sobre el triunfo y la amargura de las mujeres en un universo masculino. No hay felicidad en un vivir atrasado: si el pasado no pesara tanto volaríamos felices.

Escalada emocional

Tragedia aéreaAl sentirse poderosa degeneró y hoy la televisión, que coloniza más de una sexta parte de la vida de la gente, es proveedora y gestora de emociones. Malamente. Y así como el cine, la literatura y el arte las administran con criterio y cariño para explorar especulativamente el mundo de lo humano, las emociones televisadas son vulgares desahogos de empacho rápido y digestión grosera. La clase de emoción que suministra la tele no alimenta y abotarga como el veneno. Todo lo deshonra, lo maltrata, lo envilece, lo destroza. También la catástrofe aérea ocurrida en los Alpes franceses.

No era la ansiedad informativa -querer saber con premura por qué el avión alemán se estrelló con 150 hombres, mujeres y niños a bordo- lo que movilizaba a las cadenas, sino robar y difundir a toda prisa las imágenes del dolor, ese desfile despiadado de los familiares de las víctimas acudiendo al aeropuerto rotas, expuestas, estremecidas, mercadeadas… ¡Un vilipendio mediático que se está cumpliendo con Ana Rosa y Griso y sus equipos de carroñeros! Al escenario fue enviado Nacho Abad, relator de la crónica negra, a remover cadáveres y escrutar el sufrimiento como forense de la muerte. Susana y la Quintana se disputan este espectáculo repugnante, aún no tipificado en el código penal como tantas otras fechorías en tu España, Mariano, impune y corrompida.

Sobran protocolos para transmitir con respeto las tragedias. Basta con tener alma sensible por dentro y decencia profesional por fuera. Responda cada uno: ¿cómo le gustaría que narrasen en imágenes un hecho truculento si su hija, hermano o pareja estuvieran entre los fallecidos? ¿Querría verse en la procesión de la angustia y que televisaran su íntima y desgarrada aflicción? Madre mía, pues eso. ¡Dejen en paz a esas personas con su tristeza infinita! ¿O van a seguir con el tráfico de sentimientos y desbordándolos en la comunicación? Si una sociedad asiste indiferente a la malversación emocional es que no ha madurado e ignora que el corazón es ese lugar adonde viaja la mente a reencontrarse.

 

¡Yo tambien soy antisistema!

tiananmen_hombre_tanque_historia-movil“¡Antisistema!”. Esta es la necia descalificación que la clase política y los dirigentes de la economía arrojan contra los grupos, ideas y personas que impulsan el derribo y sustitución del decadente modelo actual, basado en la fuerza, el poder de los recursos y las leyes que favorecen el dominio de una exigua minoría sobre la inmensa mayoría. Antisistema es una estigmatización pública y un pueril desprecio intelectual, que reduce a la caricatura a los adversarios sin ofrecer argumentos. En el mejor de los casos se les reputa de románticos, dicho con ese tono cínico con que el poder y sus siervos se refieren a quienes no aceptan el fatalismo de la desigualdad y la injusticia sin alternativas. ¡Cuidado: no estamos ante el mero fenómeno de una sociedad cabreada, algo que pasará con la salida de la crisis y la mejora del empleo! Esto va muy en serio.

Sitúese usted en uno de estos bandos: el que quiere preservar el sistema adaptándolo a cada coyuntura sin mermar su esencia, el que se empeña en su corrección desde dentro aminorando los destrozos pero sin cuestionar su validez y el que verdaderamente quiere transformarlo de raíz con valores y soluciones diferentes. O quizás prefiera ubicarse en ese punto de indolencia -o indiferencia- en que solo importa el mundo reducido a la frontera de la existencia personal y su mezquino entorno. O el quiero y no puedo de la izquierda tradicional y el radicalismo democrático, extinguidos en su pereza histórica… Es misterioso, pero todos tenemos razones para la resignación y para justificarnos apelamos al miedo y el cansancio. La victoria del sistema sobre la rebeldía se funda en un miserable bienestar -el aparente control del presente y futuro de nuestras vidas- y la aceptación sumisa de la imposibilidad de su recambio.

La historia es testigo de múltiples transformaciones, precedidas por conflictos brutales y el activismo de movimientos de liberación que se enfrentaron con enorme sacrificio a los tiranos de cada época. El conocimiento me dice que la evolución humana transcurre por un caudaloso río de sangre. La diferencia es que ahora las revoluciones no invocan la violencia, ni movilizan el heroísmo con su tributo de exterminio y dolor. Ser rebelde es más difícil que antes, menos emocional y no tan trágico. Esa es la asignatura pendiente de la difusa ideología del sistema alternativo, cómo actuar con éxito en la complejidad y desbaratar las contradicciones de cada día. Sin embargo, se dan tres circunstancias que nunca se habían producido hasta hoy: existe una mayoría dispuesta a derribar el canon vigente, se percibe la factibilidad de un nuevo modelo y no hay condicionamientos estratégicos de bloques que neutralicen su implantación. Por así decirlo, hay recorrido democrático para enmendar el sistema económico y político.

Ser antisistema

Quienes se confiesan valedores del modelo actual lo hacen con complejo de culpa, sostenidos por la conjetura de que no hay más opción que su continuidad mediante su parcial regeneración pero manteniendo los pilares de siempre, porque su sustitución derivaría en calamidades de pobreza y caos. Frente a esta actitud conservadora hay una convicción militante -tu ilusión y la de muchos- de ser antisistema sin la etiqueta de los marginados y los principios de una revuelta liberticida. Ser antisistema es una opción consistente, responsable, moral y con el viento de la historia a favor. Porque significa ser anti este sistema y no una empresa de derribos o una aventura juvenil. Ser antisistema quiere decir soñar con lo posible, ser protagonistas de una transformación urgente, apostar por un cambio completo, demostrar que el fatalismo es solo un viejo engaño de los poderes instituidos… Por eso, ¡yo también soy antisistema! Y si no lo fuera, a la vista de la catástrofe humana y social que este modelo corrupto está causando en todo el mundo, negaría mi dignidad. Ser antisistema es una obligación ineludible, de vida o muerte.

¿Y qué se propone exactamente como alternativa? Eso es lo que vamos a clarificar muy pronto. A mi parecer se plantea un nuevo modelo económico que acabe con la impunidad fiscal, la contratación despótica y la pérdida de derechos, con reglas transparentes y una metodología empresarial que sitúe a las personas como referencia absoluta en la gestión. Quizás menos crecimiento cuantitativo y más cualitativo. Para vivir este concepto de economía ética se necesita un marco democrático participativo, abierto, que acerque las instituciones a la gente y la ciudadanía pueda ejercer su poder cada día y no cada cierto tiempo en las elecciones. La democracia ha avanzado más despacio que las demandas de la comunidad.

Podemos, esa incógnita

¿Es Podemos la expresión del ideal antisistema? Lo es, pero solo en parte. Diría que el anhelo por la mutación del estándar actual es verdaderamente transversal, en tanto que el movimiento encabezado por Pablo Iglesias es un proyecto surgido de la izquierda clásica. De hecho, casi todos sus dirigentes proceden de esa cultura, con sus métodos e inercias heredadas. Es obvio que no son pocos los votantes de otras formaciones, del centro a la derecha, que se ven tentados por las propuestas de la nueva marca y que podrían añadir su voto a este programa. Juntos tantos votos diversos determinan sus favorables datos en los sondeos.

A Podemos no le falta ilusión, pero necesita tiempo. Todavía está en constitución y su peculiar asamblearismo en redes sociales y grupos de zona ralentiza una decantación que es perentoria. Hay que ser muy democráticos, sí; pero también operativos. Además, Podemos ha remedado hechos y actitudes que contradicen los deseos regenerativos de una mayoría social. Cumple uno de los propósitos que con más ahínco se reclama, la limpieza institucional y el fin de la partitocracia (¿y la sindicatocracia?). ¿Basta con presentarse, lejía y fregona en mano, como Don Limpio, para dar respuesta a la dinámica de cambio de sistema? Creo que no y aún siendo este un requisito primario, la purificación política y económica se contempla como una condición previa para acometer en paralelo la renovación de nuestra caduca fórmula sociopolítica. Quizás algunos se conformen con la desinfección, pero decepcionaría si no se corrigiera al mismo tiempo su paradigma.

No me inspira confianza Pablo Iglesias, por sus orígenes apegados a criterios totalitarios e incompasivos con las libertades; pero se ha ganado el derecho a intentar demoler el sistema desde las instituciones. Tampoco me infunden ilusión otros líderes que le acompañan en este proceso, Monedero con sus oscuros contratos y Rejón con las corruptelas de profesor holgazán. Para conductas así ya tenemos este podrido régimen que enaltece a los mediocres y reparte entre los amigos favores, cargos y dineros. En Euskadi no conocemos a nadie de los que integrarán sus listas en municipios y Juntas forales. Además de inexpertos hay más de un oportunista. Son una incógnita, cuyo programa, eso sí, está repleto de buena voluntad, muy valiosa pero insuficiente para dotarles de una representación determinante. La ambición por el cambio y la indignación por los estragos sociales y políticos cometidos no se retratarían en el voto de Podemos, por su insolvencia de gobierno y, lo que es peor, por su tacticismo.

Los desterrados de la democracia, los millones de parados, los jóvenes sin oportunidad ni futuro, los desahuciados, los desencantados de siempre, los soñadores, los pensionistas humillados, los pobres, los ciudadanos con autoestima, los republicanos, los guardianes de la memoria, los damnificados de la justicia al servicio del dinero, los románticos absolutos como yo y los vascos por su libertad, toda esa tribu plural de rebeldes razonables apostamos por la voladura controlada del régimen reinante y el comienzo de un sistema que no nos avergüence. ¡Ah, la vergüenza, la amarga y devastadora emoción del autodesprecio!

Elogio de la rutina y otras cosas extraordinarias

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Ahora que la mayoría de la gente ha vuelto o está retornando de sus vacaciones y que todo regresa a la patria común de lo ordinario, podríamos escrutar el modo en que en nuestra sociedad se entiende el ocio y observar con atención por qué a cierta gente le cuesta tanto reanudar la rutina, como si lo habitual fuese el tiempo de sufrir y el ocio el único momento en que se goza. Sobre este falso antagonismo entre lo ordinario y lo extraordinario se funda el sentimiento de desdicha que experimentan las personas a las que lo corriente les aflige y sólo encuentran satisfacción vital en las actividades que se salen de lo normal, de tal manera que algunos únicamente están contentos los fines de semana o en época de vacaciones y los demás 230 días los pasan entre el bostezo y la depresión, salvados por el deseo de que llegue la próxima fiesta. ¡Como si de lunes a viernes no ocurriese nada interesante! Yo no culpabilizaría de este drama cotidiano a la falta de identificación con el trabajo o a las carencias afectivas o materiales, sino a la indefinición sobre el sentido de la vida, a la inexistencia de pequeños y grandes objetivos personales e ilusiones concretas, al derroche del gran valor del tiempo y, peor aún, a la desconfianza en las posibilidades de uno mismo: a la derrota de la autoestima. La alegría de vivir no se toma nunca vacaciones y le da igual que hoy sea martes, otoño o mes de agosto, haga sol o llueva fríamente.

Ocupar y dominar la rutina, esa es la cuestión y la educación pendiente. Tantas preocupaciones por el futuro y tantos temores por el pasado, ¿y para cuándo vivir el presente real en toda su grandeza? No es posible cabalmente creer en lo extraordinario sin amar antes lo ordinario. Ese concepto compulsivo del asueto que habita nuestro mundo no es más que el testimonio del creciente desapego de la vida corriente, la huida de la cotidianidad resignada, la búsqueda de la felicidad en lo excepcional que, por lo general, no tiene nada de prodigioso y no conmueve ni emociona. El ocio tomado como una droga, como una embriaguez de fin de semana, para que se acaben las vacaciones y nada sugestivo haya sucedido, y vuelta a empezar hasta el final de esta película embustera. No es que tengamos un mal criterio del entretenimiento o que lo mal usemos: la avería está en nuestro incomodo con el prodigio de la vida real y en el desprestigio de lo corriente, como si la rutina fuese una maldición contra la que habría que rebelarse. ¿Cuánto de pereza, de indigencia espiritual, de inmadurez y ansiedad tiene la reprobación del disfrute de la vida corriente? Bien entendido, lo vulgar es una gozada.

Puestos a entender mal las cosas, creo que la gente, más aún los jóvenes, se aburre ruidosamente. De hecho, no acierta a situar la frontera entre el ocio y el resto del tiempo. En el último estudio de la Fundación Santamaría sobre los jóvenes españoles (www.fundacionsantamaria.org/jovenes05.htm) se incluyen en las ocupaciones del tiempo libre realidades como “practicar sexo” y “estar con la pareja”, como si ambas maravillosas actividades pudieran entenderse al margen de su poderoso significado y tuvieran un valor diferente según el momento en que se experimentan. Si el amor es parte de la fiesta, ¿qué le queda al resto del día? Cosas como estas crean un foso inseparable entre la vacación y la rutina, cuya consecuencia es la vivencia triste de la agenda cotidiana y a la exasperada ocupación de la holganza. No es de extrañar que tantos jubilados vivan su tiempo libre como un agobiante hastío y que el aburrimiento se extienda como una plaga, más por no disfrutar de la rutina que por exceso de ocio.

De ningún modo el ocio debería ser llamado tiempo libre, porque esto implica que la vida corriente tendría que ser considerada periodo de opresión o castigo. Yo no creo que la rutina sea una esclavitud, ni que el trabajo sea una condenación, porque las obligaciones de cada jornada son la respuesta a necesidades objetivas que hemos de atender sin reservas y asumir de forma natural, como aceptamos la luz del sol, el agua o el viento del norte. Le debemos la vida a la rutina, estoy seguro; no sería posible casi nada sin la repetición de lo ordinario, sin su constancia y sin las perpetuas mareas de lo ordinario. Lo ha dicho admirablemente el filósofo catalán Rubert de Ventós: “¿Cómo no volver a rendir tributo a los reflejos, automatismos, hábitos y creencias que nos permiten andar por ahí con el piloto automático puesto y responder rutinariamente en el 99% de nuestras acciones?” (El País, 28-1-2006). Lo que pasa es que para comprender el valor de la rutina y superar el horror a lo invariable hay que percibir el diseño divino de la vida, la sabiduría de las leyes de la naturaleza y el misterio de la vocación amorosa y compasiva que habita en el ser humano.

Es fácil refutar la tristeza de la rutina, ya que nada de lo de ayer es igual a lo de hoy. No lo es, si tú lo quieres. Cada día es diferente y todo es distinto en la engañosa apariencia de su repetición. Si le molesta la tenacidad de la rutina, piense que lo nuevo, que tanto satisface a los aburridos por la costumbre, surge de la tentativa de mejorar lo corriente. La innovación no odia la realidad: sólo quiere que no se detenga el proceso de optimizar las cosas que son mejorables, porque de la apasionante experiencia de lo cotidiano nace el dinamismo de la perfectibilidad. En la sublimación de las cosas corrientes de cada día, desde el más elevado concepto de uno mismo, está la raíz de una vida feliz. Mirando a lo más alto, humildemente, me apunto al ensalzamiento de la vida ordinaria -la experiencia real y no lo imposible y quimérico- porque este es el único modo humano de construir una existencia extraordinaria.

JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ

(Artículo publicado en DEIA el 27 de agosto de 2006. No se encuentra en internet).