El día que ocuparon tu casa

EL FOCO

Onda Vasca, 20 julio 2017

Imaginémoslo. Una tarde, al regresar del trabajo a casa, no puedes abrir la puerta. ¿Qué ocurre? Han forzado la cerradura. Oyes voces en el interior. Lo primero que piensas: ¡ladrones! ¡me están robando! Llamas a la puerta y adviertes a gritos a los de dentro que salgan y que vas a llamar a la policía. Te han escuchado, pero no responden. Llamas al teléfono de emergencia, 112, y solicitas amparo policial. Tratas de mantener la serenidad. Es una situación difícil. Avisas a tu pareja. Llamas a la puerta de tus vecinos, alguno de los cuales ya habían salido al rellano tras escuchar tus gritos. Aquello es un caos y vas perdiendo la serenidad. Cuando llega la policía, los agentes llaman a la puerta y, tras identificarse, consiguen que quienes han entrado en tu casa abran. Los intrusos dicen a la policía que esa es su casa y que no van a salir. En el interior se oyen voces y llantos de niños. Amigo mío, te acaban de ocupar la casa. Y lo que es peor, nada puedes hacer, excepto asumir que vas a vivir un calvario que llevará un día, tres semanas o varios meses hasta recuperar, maltrecha y sucia, tu legítima propiedad. Los ilegales usarán tus bienes, gastarán el agua, el gas, el teléfono y la luz que les venga en gana, y todo a tu costa. Usarán los juguetes de tus hijos, los platos donde comes y las sábanas donde duermes, así como tus cosas más íntimas, personales, las intocables. Tal vez no recuperes joyas, dinero y otros bienes que allí dejaste por la mañana. Te ha tocado. Es tu peor pesadilla.

Este relato no es ficción. Es una realidad. El día de San Fermín ocurrió en Muskiz, Bizkaia. Al menos hace un par de años sucedió también en el barrio de Santa Juliana, en Abanto Zierbena. Hay muchos otros casos. En Muskiz, los asaltantes entraron en la vivienda de un matrimonio sexagenario, en el barrio de La Rabuda. Los ocupantes eran cuatro, según la policía municipal. La vivienda ocupada es donde están empadronados sus propietarios. Una vivienda habitual. Podéis imaginarios la escena: lágrimas de impotencia de los propietarios, indignación contenida de los vecinos, diálogo de sordos de los ocupantes con los municipales para que abandonen la casa a pesar de las advertencias de las responsabilidades penales posteriores… Nada. Hasta allí fue el alcalde, Borja Liaño, a mediar con los ocupantes, requiriéndoles a que dejaran la vivienda. También los responsables de los servicios sociales. No surtió efecto. La ley, sí, la ley protege de entrada la ocupación y deja en el abandono a los propietarios.

Parece mentira; pero la situación es esa. Y entonces es cuando la perplejidad ante semejante absurdo se transforma en indignación. No es que esto tenga una explicación, que la tiene desde el punto de vista jurídico.; pero lo que se demuestra es que la ley está mal hecha y pide a gritos una reforma urgente y razonable.

Ocurre que si tú entras en una vivienda que no es tuya y la ocupas, tienes la ventaja de que puedes decir a la policía que esa casa es tuya, que te han alquilado. Que no tienes contrato, porque fue un acuerdo verbal. Mentiras así. Y entonces la ley, que es muy garantista, demasiado diría yo, te protege y te da la posibilidad de que puedas demostrar en un plazo de tiempo que tienes el derecho de ocuparla. Y así, nadie puede echarte, si el juez accede a que, de acuerdo con las garantías de la ley, puedas acreditar de alguna manera tus derechos sobre la vivienda ocupada.

Lo natural es que, si el propietario que ve invadida su propiedad, fuerza la puerta de la vivienda ocupada y entra en ella para echar a los asaltantes, estaría incurriendo en un delito. ¡Es el colmo de lo injusto! Pero es así, tal y como la ley funciona en el Estado español. Es un disloque de derechos, pero este es el funcionamiento. Ante esta situación, muchos jueces, pudiendo ordenar el desalojo de la vivienda ocupada y su entrega a sus legítimos propietarios, aplican la garantía de que los ocupantes puedan acreditar sus presuntos derechos sobre el piso. Y lo hacen, alevosamente, porque es más sencillo y menos comprometido aplicar la garantía que asiste a los asaltantes -con la baza emocional de los niños- que las evidencias que la policía le presenta y que demuestran que ocupantes han entrado a las bravas.

Esta es la situación que aún persiste en Muskiz. Los ocupantes siguen dentro y la familia propietaria sigue fuera de su casa. Mientras no se cambie la ley, la laguna jurídica será aprovechada por los delincuentes para, haciendo fraude de ley, invadir la propiedad ajena y vivir a costa de la gente. Según me cuentan desde los ayuntamientos, la estrategia de la ocupación es una operación que, en último término, tiene como principal propósito que las instituciones otorguen a las familias ocupantes una vivienda de protección oficial. Es una medida de presión, muy mafiosa. Para cerrar el paso a los mafiosos, establecería en la reforma legal que la ocupación de una vivienda sería causa para no obtener una vivienda de protección pública. Dejo aparte de si estas personas pertenecen a la etnia gitana. Esa no es la cuestión. Y dejo aparte también la problemática de las viviendas vacías y las que, en manos de los bancos por desahucios o quiebras de constructores, se mantienen sin uso durante años. Este es otro problema.

¿Quién tiene la solución? Obviamente, los políticos. Hay que cambiar la ley para que la ocupación sea resuelta de inmediato, por orden judicial o directamente por la policía ante las evidencias. Y mientras se hace esa reforma legal, la solución la tienen los jueces aplicando la orden de desalojo y dando prioridad a lo que diga la familia asaltada y no la asaltante. Eso lo pueden hacer ahora.

Llama la atención que en este país seamos tan eficaces a la hora de acatar la orden de desahucio de unos vecinos por parte de un banco y, a la vez, seamos tan rácanos y lentos cuando tienes que sacar de casa a quien la han ocupado impunemente. Hay una sensación de desprotección, de vulnerabilidad frente a los delincuentes. No es una invención. Es lo que cree y sienten las personas. Si la ley no llega hasta ahí, a la verdad de la gente, entonces es una ley falsa, injusta, opresiva.  

¡Hasta el próximo jueves!

Vuelven los dinosaurios a ETB

Desde los tiempos del inolvidable Pello Sarasola, el mejor programador de televisión que hemos tenido, aquí y en España, se aprovecha el sosiego del verano para poner a prueba los nuevos espacios que ocuparán el prime time al reinicio de la temporada. El estreno de Menos es más obedece a esta táctica. Se ha ensayado una propuesta de debate social cuyo principal aporte es la desestructuración de la disputa verbal y su escapada del escenario del plató, añadiendo elementos de reportaje a la polémica entre dos posiciones antagónicas. La idea no está mal sobre el papel; pero su desarrollo ha sido previsible, lento y sin demasiada talla intelectual. Hemos escuchado cosas más interesantes en reyertas de café. Para este viaje quizás hubiera sido mejor intentarlo indoor, lo que llevaría a solapar materias que ya se abordan parecidamente en las tardes de ETB. Ni siquiera tiene, como sugiere su título, espíritu minimalista.

El nuevo debate lo traen los productores que hace poco escribían cosas como estas: “¿Qué es lo que falla en Euskal Telebista? Todo. Desde la elección de los temas, su enfoque, los tertulianos, su previsibilidad, la autocensura general, la censura previa… Todo”. De momento, ni contenidos fulgurantes ni mayor audiencia han aportado los rudos críticos de antes, que obtienen ahora una parcela en la antena pública proporcional a la presencia de los socialistas en el Gobierno de Lakua. Han traído menos de lo mismo. Lo más seguro es que a Menos es más le encomienden resolver la hora punta de los viernes, tras el fracaso de La noche en Jake y fiascos anteriores. Su experiencia en los históricos Toma y Daca y Rifi-Rafe les avala; pero veinte años después de aquellos memorables éxitos tienen mucho que demostrar en la nueva situación audiovisual. Aquello es el Pleistoceno. El regreso de los dinosaurios a ETB ha sido un desastre.

¿Abordarán asuntos políticos o sigue ETB bajo la sequía ideológica? No se sabe; pero nada mueve más el pulso del mando a distancia que la discusión abierta y honesta de los sueños e infortunios de una sociedad. El lema es: piensa más y acertarás.

JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ

Casting en Bilbao para sueños baratos

EL FOCO

Onda Vasca, 13 julio 2017

“No tenemos sueños baratos”, decía el eslogan de una campaña de la Lotería Primitiva. Por concepto, los sueños tienen que ser caros, difíciles, incluso imposibles. Esa es su esencia, que valgan mucho, porque si no cuestan sufrimiento, esfuerzo e insomnio y lágrimas, no son sueños, son falsos. Pero sí, hay sueños baratos. Y uno de ellos es participar en un reality de la televisión, de esos que te tienen encerrado en una casa durante semanas para que, a la vista de la gente, te conviertas en un mono del que todos se ríen y al que echan cacahuetes. Hay muchas personas dispuestas a lo que sea con tal de ser elegidas para entrar en ese espectáculo.

En Bilbao, el pasado martes más de 500 personas se dieron cita en el Hotel Meliá, en el centro de la ciudad, un hotelazo de lujo a tiro de piedra del Guggenheim y el Palacio de Congresos y de la Música Euskalduna. ¿Para ver a algún artista, o quizás para que les firmen un ejemplar de la última novela de Paul Auster, titulada “4321”? No, Nada de eso. Se trataba de una reunión de aspirantes al “Gran Hermano 18”, que arrancará en otoño. El reality más longevo del mundo. La larga fila de los concurrentes daba la vuelta al edificio. (Por cierto, Paul Auster presentará en Bilbao el próximo septiembre su último relato. Allí estaremos, libro en mano).

Según leo en la prensa, los aspirantes eran de todas las edades: personas jóvenes, de 20 años, gente de 40 y de 50. Toda clase de tribus. Personas con aspecto estrafalario y gente modosita con cara de no haber roto un plato en su vida. Gente corriente, de todo. Los aspirantes, hombres y mujeres, venidos desde diferentes lugares de Euskadi, pero también de la vecina Cantabria, de Castilla y otros sitios del Estado. Había bermeanos, bilbaínos, donostiarras… Lo primero que se me ocurre decir es que los vascos somos en esto iguales que cualquiera, no nos diferenciamos en nada. No hay hecho diferencial. Somos frikis en la misma proporción que un señor de Cuenca o de Secarral de la Sierra.

Porque hay que ser muy friki para tener ilusión en participar en un reality televisivo que te expone, saca lo peor y más ridículo que hay en ti y te convierte en el hazmerreír -o el hazmellorar- del público. Declaraba a un periódico una mujer que estaba en la fila de los aspirantes a Gran Hermano: “Voy a hacer el salto del tigre, el mono y lo que haga falta para entrar en Gran Hermano”. Ya ven, dispuestos a lo que sea. Otros de los aspirantes decían: “Toda la vida nos ha gustado esto y queremos probar la experiencia”. Algunos se justificaban con lo de “coincidir con gente desconocida y vivir sin saber nada del exterior”. O sea, participar en una experiencia sociológica, que es lo que decía, con poca vergüenza, Mercedes Milá de este concurso discutible y de audiencia millonaria.

Ante la perplejidad que nos infunde este suceso, hagámonos solo dos preguntas: ¿Qué es lo que lleva a una persona a tener el sueño de ir a un reality de este tipo? Y ¿cuáles son los criterios que valoran los directores del programa para elegir a sus participantes? Es interesante conocer los resortes que mueven este mundo. Por lo que he escuchado a algún participante, hay unos motivos concretos que impulsan a entrar en un reality. En primer lugar, y ante la falta de expectativas laborales, personales y vitales concretas, en un momento dado, se trata de responder a la llamada de la aventura. Sí, un reality es una aventura, sin tigres, ni montañas… pero sí es un salto al vacío. Hay muchos hombres y mujeres sin expectativas de ningún tipo y Gran Hermano es una opción de escapada de la nada en la que viven.

También influye una característica personal: un fuerte narcisismo, unido a cierta capacidad para el exhibicionismo. Hay personas que no tienen miedo a verse expuestas. Es más, les sube la adrenalina ser vistos por millones de personas. Les pone. Otra característica del prototipo del concursante es la ingenuidad. No saben dónde se meten y han idealizado el reality como esa oportunidad que les sacará del anonimato y lo grisáceo de sus vidas. No saben dónde se meten, esa es su candidez, porque el programa les machará, les humillará y les ridiculizará todo lo que haga falta. Hay que estar muy desesperados para entrar sin darse cuenta de dónde meten la cabeza.

Y otra característica, objetiva, es que participar en el reality les puede reportar unas ganancias económicas y, acaso, en el mejor de los casos, el principio de una carrera. Algunos personajes de cierto tipo de tele empezaron allí. Uno entre miles. Pero ahí están viviendo tan ricamente. Ese es el horizonte de algunos de los que el martes fueron al casting del Hotel Meliá. Uno de ellos declaró sinceramente: es un sueño”. Y lo primero de todo, es una lotería. Porque el hecho de tener un sueño no quiere decir que los de la tele te vayan a dar la oportunidad de cumplirlo.

¿Qué buscan los del reality? Básicamente, buscan personas singulares, de fuerte personalidad emotiva, no personas conflictivas sino de amplio registro en ese aspecto, dicharacheras, con historial de sufrimiento, gente dispuestas a obedecer, valientes pero sumisas a las órdenes de la tele, gente arriesgada, un poco locos pero también gente de corazón. Buscan bufones de nuestro tiempo que hagan reír y llorar. Buscan también algún tipo especialmente singular, por raza, condición física o sexual. De alguna manera, quieren componer un puzle social representativo, pero casi todos con el mismo signo: frikis. Y no digo frikis como algo despectivo, sino personas excesivas, salidas de ego, muy emotivas, ruidosas, con complejos y con poco o ningún sentido del ridículo. Así que si usted tiene algo de esto, preséntese al casting, aún está a tiempo.

De los elegidos uno o dos serán vascos. Puede que tengan su historia de gloria. Puede que más que eso. Los que conozco, que pasaron por allí, casi están en el olvido. Pero un día después de la aventura de Gran Hermano, alguien les reconocerá en el metro o en la calle. Y ese reconocimiento, esa mirada de la popularidad, ese saludo será suficiente compensación para su ego, su pequeño triunfo.

¡Hasta el próximo jueves!

Hemos dejado sola a Catalunya

¿Por qué discutir sobre lo importante si podemos hablar de lo anecdótico? Esta es la tendencia actual, la tiranía de la superficialidad, promovida por la cúpula de nuestro modelo de sociedad y amenizada a través de las redes sociales por una parte de los medios de comunicación. Una moda de pensar en pequeño, por no saber vivir con criterio propio. El clásico pensamiento único. Rancho igual para todos. La falta de método, el caos conceptual, que confunde lo esencial con lo secundario, es lo que lleva al ciudadano a la distracción, al debate menor y a la consiguiente frustración sobre sus verdaderos y categóricos problemas. Nadie lo ha impuesto, pero el sistema -el estándar de poder que se resiste a cambiar para no perder sus privilegios y quedar en evidencia ante sus falsedades- se ha extendido y constituye una cultura social que se cree poseedora de un gran potencial de juicio, cuando en realidad es un pensamiento en miniatura, casi siempre falaz y de respuesta tan rápida como inservible.

Para que esta cultura laxante y breve -la cultura de la anécdota- sea posible se necesita suscitar entre las personas la práctica de la pereza intelectual y cultivar el menor esfuerzo mental para la obtención de opiniones llanas. Cuando esperábamos que el conocimiento y el discernimiento analítico se generalizara, está imponiéndose un repliegue del interés por saber más allá de lo elemental. Y lo que es peor: esta cultura anecdótica se ha vuelto muy locuaz y atrevida, por lo que se anima con todo. Nunca como hoy hubo en nuestra sociedad tanto uso del tópico, tanto pensamiento-eslogan.

De la sociedad sometida por la anécdota a la política de la simpleza no hay distancia. Lo de menos, aun siendo grave, es la pobreza verbal y el espectáculo de enfrentamiento superficial que manifiesta a diario la clase política. Lo imperdonable es que los dirigentes, haciendo dejación de su responsabilidad y olvidando su mandato de promover la autonomía de criterio y el sentido crítico de la ciudadanía, nos proponen análisis cerrados y estrechos y la liquidación del progreso y el poder individual. Las instituciones nos han traicionado y la mayoría ciudadana, de la que surgen aquellas, acepta no querer ser más de lo que es. Todos satisfechos y felices.

Cómo pulverizar un debate

Pongamos dos casos de la imperante cultura de la anécdota, una social (la muerte del torero Iván Fandiño) y otra política (el proceso de independencia de Catalunya). El debate público suscitado tras la desgraciada muerte en Las Landas del matador de Orduña, en vez de centrarse, como es de rigor, sobre la causa de esa tragedia y las soluciones para evitar que se repita en otras personas y lugares, lejos de ir al núcleo de problema se volcó desde el primer día en lo marginal, en algunas respuestas que tuvo el suceso en las redes sociales, particularmente Twitter, donde unos pocos detractores de las corridas de toros expresaron su alborozo y mofa del fin del lidiador vizcaíno. Y así, los insultos y la expresión de falta de respeto de una minoría no representativa del movimiento antitaurino, tan plural, era lo noticioso y lo que ocupaba el tiempo de discusión en los medios, incluida la televisión pública vasca, que dedicó a esta reyerta anecdótica una buena parte de la tarde siguiente a la tragedia. No, a Fandiño no le había matado un toro en un espectáculo salvaje que satisface el embrutecido ocio de miles de aficionados. Nada de eso, al torero le habían corneado y asesinado unos pocos tuits. Estos eran los culpables. Ellos le habían atravesado los pulmones, el hígado y los riñones, en cogida mortal de necesidad. Las redes sociales eran el problema, no la dantesca fiesta taurina. En definitiva, lo menor -los atolondrados mensajes de unos pocos- se hizo grande entre los ciudadanos para que lo mayor -la tragedia humana causada por una celebración bárbara- quedase en un segundo plano sobreviviendo, una vez más, a su cuestionamiento ético y social.

Además, de favorecer la primacía de la anécdota frente a lo fundamental, nuestro modelo de valores elevó su tono al pedir duras sanciones para los autores de los mensajes estúpidos que celebraban la muerte de Fandiño. ¡Que enciendan la hoguera!, clamaron los tribunos contra los herejes. Es decir, que la culpabilidad se desvió hacia las escasas y mostrencas palabras de algunos mensajeros. ¿Pero no son las corridas las que han producido en lo poco tiempo tres muertes de toreros, la última en México? ¿Cuántas más vidas humanas, además del horror de la tortura animal, se necesitan para que Euskadi y España acepten enfrentarse a este drama y sus miserias? “Toros sí o toros no, ese no es el debate”, dijo alguien ante las cámaras de ETB, tan campante. ¿Cómo que no? Si excluimos tratar la raíz de la enfermedad cuando su horror es más evidente y actual, ¿hablamos solo de sus síntomas? He ahí la ceremonia de la nueva religión del chascarrillo informativo.

Cuidado con el atrevimiento

El modo en que se viene explicando por sus detractores el proceso hacia la independencia de Catalunya es aún peor. Podríamos hacer un análisis pormenorizado cómo los grandes periódicos y cadenas de televisión españoles anecdotizan el conflicto. De entrada, califican la posición de la Generalitat de “desafío”, con ese tonillo de superioridad y desprecio con que los voceros del Estado certifican su ilegítimo poderío, surgido de una Constitución heredera de una transición tramposa en años de ignorancia y miedo. La España sumisa se ha visto superada por un pueblo que a sus razones han añadido valentía. Hay que tener motivos y mucho valor para emprender, contra viento y marea, un camino de libertad. Los españoles deploran más ese coraje que el trasfondo político del asunto.

España no entiende a Catalunya porque es incapaz de discurrir más allá de lo simple, le supera lo complejo. Toda la reducción de la realidad tiende hacia un diagnóstico no solo erróneo, sino malvado. Los catalanes no se han vuelto locos. Esto se arregla con dinero, dicen los memos. Otros, con menos seso aún, apuntan que es una aventura de políticos al margen de la ciudadanía. ¿No se les ha ocurrido pensar qué les ha llevado a pedir su salida del Estado y diseñar un futuro propio? La forma tan elemental con que se observa el proceso catalán resume la pobreza de los partidos y la necedad de los medios, que pugnan por avivar las llamas de un problema que merecería un alto nivel intelectual y cierta decencia moral, primero para definirlo bien y, después, para tratar de resolverlo.

La clase dirigente y los intelectuales son en esto más simples que los ciudadanos desinformados. Espanta leer y escuchar lo anecdótico de sus juicios. El profesor de derecho constitucional de la UPV, Javier Tajadura, decía hace poco que “no se puede hacer una reforma federal o confederal con reconocimiento del derecho de autodeterminación”. Y añadía que no existe ninguna constitución europea que recoja ese derecho, de manera que otorgaba categoría -quizás mágica- a lo no existente como argumento y valor jurídico. Tampoco existía el derecho al voto para las mujeres, ni el divorcio, ni el de propiedad, ni la potestad individual que amenazase la arbitrariedad del tirano. Y se alcanzaron. Las armas y la violencia eran la razón. ¿También ahora se van usar contra los catalanes sediciosos? Si no disponemos del poder de autodeterminarnos va siendo hora de que se formule. Y la virtud catalana estriba en eso, en su creativa y valiente ruptura, casi heroica, de los límites legales, por insuficientes y caducos, para que, dentro de los debidos cauces participativos, pueda ser posible. Lo más difícil no es cambiar el paradigma unitario del Estado; es aceptar su extrema dificultad. Uf, España tiene pereza, porque hay que pensar y luego trabajar. Mejor hacer rudos chistes de catalanes.

 

JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ

Consultor de comunicación

 

San Fermín: semáforos en los encierros

EL FOCO

Onda Vasca, 6 julio 2017

Hace unas horas se ha lanzado el txupinazo de las fiestas de San Fermín 2017, que se prolongarán hasta el 16 de julio. Medio mundo ha tenido noticia de este arranque festivo y permanecerá atento a lo que aquí suceda durante estos días. No hay fiesta en todo el mundo que, desde una ciudad pequeña, sea capaz de acaparar tanto interés, no sé si un interés muy sano y bastante morboso, pero interés al fin y al cabo que muchas ciudades y eventos internacionales no son capaces de alcanzar, ni de lejos, a pesar de invertir grandes sumas de dinero en promoción y publicidad.

¿Qué ocurre con San Fermín, que llama tanto la atención? Se ha escrito mucho sobre eso, pero yo no quisiera hacer ahora una sesuda investigación sociológica sobre las claves festivas, culturales y simbólicas de este suceso. Donde quiero poner el foco es sobre su evolución al cabo de los años y cómo, a pesar de todo, San Fermín resiste, enfatizo, se resiste a cambiar sus contenidos frente a las demandas innegables de hacer desaparecer la violencia de los encierros, las corridas de toros y los excesos que en este entorno se producen. Dejo aparte la cuestión de las agresiones sexuales, que ya tratamos hace un par de semanas. Este es un problema específico y es común a los eventos multitudinarios, fiestas y conciertos, que apelan al conjunto de la sociedad y su modelo de diversión y ocio.

Inicialmente, la culpa de todo la tiene Hemingway, cuya novela Fiesta, de lectura obligada en los colegios y universidades norteamericanas durante décadas, catapultó a Iruña-Pamplona a la relevancia mundial. Ninguna campaña turística ha hecho más por una ciudad que ese libro. Más tarde, fue la televisión la que impulsó aún más el atractivo de San Fermín hasta llevarla, creo yo, a morir de éxito. O al punto de la masificación y la incomodidad allí donde estés, salvo que, como ocurre muchas veces, tengas tu propio y exclusivo espacio festivo, cerrado a unas pocas personas, al margen del bullicio general.

¿Deben cambiar las fiestas de San Fermín? ¿Y si deben cambiar, por qué no lo hacen? El debate sobre la cuestión está en la propia ciudad, entre los propios vecinos y vecinas de la capital navarra, y a ellos les compete, en exclusiva y libremente, tomar las decisiones que consideren convenientes. A los pamploneses y pamploneses, y a los navarros en general, les molesta mucho que la gente de fuera le diga lo que deben hacer. Tienen razón. También les molesta que tengamos una idea muy corta de lo que son las fiestas de la ciudad, que son, dicen, mucho más que los encierros y los toros. Hay miles de actividades y oportunidades de las que se habla poco. También tienen razón, pero la propia simbología de la ciudad, con los dibujos de Kukuxumusu y otras iconografías, han resaltado la figura del toro como eje visual de las fiestas.

Mañana, con el primer encierro, posiblemente tengamos las primeras imágenes de heridos y problemas con los corredores. Los encierros son de una extrema peligrosidad. Por los toros, por el exceso de gente, por la imprudencia de muchas personas, por el mismo concepto en sí. Y, sin embargo, con pocos cambios puramente técnicos y estéticos, los encierros siguen igual, más allá del horario y de las medidas de seguridad, como el doble vallado, el refugio del callejón, los líquidos antideslizantes y la mayor vigilancia policial para sacar del recorrido a las personas averiadas. ¿Por qué se mantienen los encierros? Porque la gente de Pamplona los quiere y no se plantea, para nada, su eliminación. Se mantienen por una de las fuerzas más potentes que existen, prácticamente invencibles: la tradición. La herencia histórica cultural de una sociedad que se transmite de generación en generación, que se vive desde niños y jóvenes, que tienen prestigio entre las personas y se considera parte de la identidad de esa comunidad. Si algún alcalde se planteara o decretase el fin de los encierros habría un tumulto sin precedentes en la ciudad. Pamplona se rebelaría, casi unánimemente. A pesar de esta voluntad, los encierros, por su violencia y peligrosidad, no deberían permitirse.

Como no podemos vencer a la tradición, tengo la esperanza de que los encierros, y también las corridas de toros y los espectáculos sangrientos y violentos, mueran poco a poco. El gran aliado para que los encierros desaparezcan es la masificación. Como la masificación será creciente y hará, de facto, imposible, la supuesta vistosidad de los encierros, el Ayuntamiento tendrá que acotar el número de corredores y corredoras. Habrá pulseras de entrada y limitaciones. Eso será un rejón de muerte para el festejo. Obligará a que los participantes pasen control de alcoholemia. Otro rejón. Se creará una casta de corredores. Otro rejón. Puede que los encierros se conviertan también en coto para frikis venidos de todo el mundo. Quizás no sea tan descabellado poner semáforos en la calle Estafeta, en Mercaderes y en Telefónica a fin de dejar pasar sucesivamente a una parte de los toros y grupos de corredores. ¡Semáforos en San Fermín, qué gran idea! Será un espectáculo solo para la tele. Otro rejón. Perderá su raíz popular y puede que se transforme en un reality show de la tele. Un rejón más. Los encierros no sobrevivirán a su viejo éxito y a sus propios excesos. Todo en el encierro es excesivo.

Pamplona no tiene el control para la gestión de los encierros, de la misma manera que se le escapa lo que ocurre en muchos otros espacios festivos, donde se producen conflictos. Los sanfermines, en una buena parte, están fuera de control y pertenecen a los miles de personas que acuden a la ciudad. Hay muchas maneras de divertirse, pero no todas son válidas. La tradición puede ser invencible, pero si no se modifica terminará por matarse a sí misma. Violencia y fiesta no son compatibles. Que se diviertan y, ¡Viva San Fermín!, Gora San Fermín!

¡Hasta el próximo jueves!