EL FOCO
Onda Vasca, 3 agosto 2017
Es difícil de entender, pero hay gente que no ama la vida y prefiere morir. El pasado fin de semana, un hombre de 80 años se quitó la vida en Puente la Reina, Navarra, por el expeditivo procedimiento de prender fuego a una bombona de butano. La explosión no solo le mató, sino que, además, envió al hospital a 13 personas, alguna de las cuales están en la UCI luchando por salvar la vida. Si la vida no le era grata a ese anciano navarro, no tenía ningún derecho a quitársela a sus vecinos, destruyendo el edificio y causando un sinfín de daños. Este suceso, como otros menos aparatosos que se cuelan en silencio o bajo informaciones ambiguas, nos ponen delante de los ojos la realidad del suicidio, un problema humano y social, de salud mental y existencial, sobre que hoy ponemos el foco.
Según los datos oficiales, en lo que tienen de fiables ante una realidad compleja, en Euskadi se suicida una persona cada dos días. Unas 200 personas al año. La tasa es inferior a la de otros países. En España se registran unos mil suicidios anuales, que supera a las muertes por accidentes de tráfico. Es la principal de causa de fallecimiento no natural. Se dice que estas cifras fueron más altas en los momentos más duros de la crisis, pero eso no queda tan claro, si lo que se pretende es establecer una relación de causa-efecto entre las dificultades económicas y de empleo con el suicidio. La cosa es mucho más compleja, porque no todos los suicidios son demostrables, como no todos los homicidios se registran como tales. Existe el suicidio perfecto, como existe el crimen perfecto.
Un amigo, perito tasador en accidentes y catástrofes, me decía que resultaba muy difícil, legalmente, demostrar un suicidio bajo la apariencia de accidente. Me contaba el caso de un hombre que murió tras estrellarse contra una farola en una carretera: Al examinar el coche, el estado de la carretera, la situación física de la persona en la autopsia y ver la dirección que tomó el coche en una recta perfecta, era imposible que el accidente pudiera producirse. Obviamente, el perito pensó que se trataba de un suicidio planificado para pasar como accidente de tráfico. Pero él no podía asegurarlo. Y en el sumario judicial, naturalmente, se determinó muerte por accidente de coche. Otro amigo, constructor, me contaba la dificultad de determinar que un accidente laboral en una obra pudiera encubrir un suicidio. Un día, un trabajador, situado en la sexta planta de un edificio en construcción, cae al vacío. Nadie le vio hasta que escucharon la caída. Parecía un caso más de accidente laboral. Y así se determinó, a pesar de que mi amigo y los demás operarios pensaron que, por los motivos que fueran, aquel hombre se había tirado voluntariamente. Y así otros muchos casos. Estos no están en las estadísticas.
La gente que no quiere vivir merece nuestro respeto. Por esas personas y sus familias. El suicidio arrastra una maldición, fruto de consideraciones religiosas. La mayor parte de ellos sufren problemas mentales de los que no sabemos nada o casi nada. Nuestra sociedad tiene un criterio muy claro sobre el derecho a la salud, que se entiende en lo físico. Sin embargo, no se tiene el mismo concepto sobre el derecho a la salud mental. No hay protocolos de prevención de la salud mental, pero sí sobre muchas enfermedades. Estamos en mantillas en cuestión de salud mental.
Las personas que no quieren vivir acaban con su vida por métodos tradicionales. No lo hacen tan a lo bestia como el anciano de Puente la Reina. Se tiran al tren, se arrojan por la ventana, se ahogan en el mar o en los ríos. Y también por el sistema de ahorcamiento y asfixia por gas. Otros, como ya hemos dicho, por accidente simulados. Y los menos, como Blesa, se pegan un tiro de escopeta cuando tienen esos mortíferos instrumentos. También se opta por la ingestión de medicamentos o chute de drogas. Ahí están los datos del Metro Bilbao, de las personas encontradas flotando en la Ría, de los muertos en el mar, de las caídas en acantilados y en edificios de viviendas, que confirman los métodos suicidas.
Una ley no escrita apunta que los medios deben evitar informar que el suicidio haya sido la causa de una muerte, porque, según se justifica, el suicidio es contagioso y puede inducir a las personas que, por razones mentales o existenciales, se encuentran en situación de riesgo. No hay prueba científica que demuestre tal relación. Creo que la costumbre de la prensa se debe más al deseo de mostrar cierto respeto a la familia del suicida. Por evitar el morbo. Sin embargo, hace excepciones, algunas de ellas bastante absurdas. El caso de Blesa es una de ellas. Se informó de forma contundente desde el principio. También el caso del anciano navarro.
Y también hay otras curiosos y llamativas excepciones. El suicidio está como bien visto entre los famosos, los escritores, los artistas, cineastas y el mundo intelectual. Obedece a un esquema romántico. Es muy guay que un escritor o un músico se vuele la cabeza o se vaya al otro barrio a voluntad. En esos casos el suicidio aporta una pincelada de glamour. Es un punto trágico, relevante. Queda bien que Van Gogh, Salgari, Tchaikowsky, Alejandra Pizarnik, Hemingway, Stefan Zweig, Virginia Wolf o Kurt Cobain se suiciden, pero queda fatal, y hasta cutre, que lo haga el vecino del cuarto izquierda. O el corrupto Blesa. O el navarro de la bombona.
Tenemos un problema con la salud mental, en parte por razones culturales y por la sociología religiosa aún presente en nuestra sociedad. Tenemos un problema con el suicidio entre las personas mayores. Y el suicidio entre las mujeres, que se ha disparado. Y el suicidio entre adolescentes. Y tenemos otro problema de coherencia pública cuando mucha gente, en público y privado, reconoce que no dudaría en suicidarse si su expectativa de vida fuera de irremediable dependencia. En suma, hay más gente que no encuentra razones para vivir que la gente que se suicida. Algo marcha mal.
¡Hasta el próximo jueves!