El maldito 155 de cada día

Llegará la primavera y es posible que siga en vigor el artículo 155, un estado de excepción que ha dado la medida de la democracia española, autoritaria y desesperante, que por sus propios males ha provocado un cataclismo y el bochorno de la vuelta a los presos políticos y los exilados. Sea cuando sea cuándo y cómo acabe su misión represora y deshonrosa, dejará tras de sí un mensaje de advertencia para toda tentativa liberadora. La amenaza ya ha sido emitida y ha tenido efectos aterradores en los sectores sociales que aspiran a superar el régimen de 1978 y el fraude de la transición de la dictadura a la monarquía. En realidad, no estamos ante un hecho nuevo. El maldito 155 está presente desde hace décadas y todos los días ejerce su merma de libertad. ¿Qué es un 155? Despojar a la gente de sus derechos y hacerlo con arbitrariedad y por la fuerza, una dictadura con apariencia legal.

La estrategia del 155 opera contra Euskadi desde el momento en que el Estado incumple lo contenido en el Estatuto de Gernika y todavía hoy mantiene secuestradas 37 competencias de autogobierno, atribuciones sin transferir. ¡Y vamos para cuarenta años! Es el mecanismo que roba la autonomía de los vascos, contraviniendo lo pactado. Por medio del desafuero, a nuestro país le están arrebatado las potestades de prisiones, régimen económico de la Seguridad Social, autopistas, aeropuertos, puertos de interés, ferrocarriles, salvamento marítimo, inspección pesquera, prestaciones por desempleo, inmigración, crédito, banca, seguros, mercado de valores, meteorología, permisos de circulación y matriculación de vehículos, régimen electoral municipal, fondo de garantía salarial… Todo esto y más es lo que el españolísimo 155 lleva arrebatando a Euskadi desde la vigencia del Estatuto. ¿Por alguna rebelión o proclamación de independencia republicana? ¿A causa de un proyecto sedicioso? ¿Quizás porque hemos invocado la legitimidad de nuestra soberanía originaria? ¿Es que estábamos subvirtiendo las instituciones o pergeñando un golpe revolucionario? ¿Por qué, entonces? Básicamente, porque en el alma de España rige la estafa democrática. De su parte tienen el control de los tribunales y la maquinaria militar como incontestables argumentos. La brutalidad sobre Catalunya y su sometimiento sólo es un capítulo más de su oscura historia.

España, que se erige en campeona de la legalidad, es responsable de que se vulneren gran parte de los derechos recogidos en sus normas. ¿Qué legitimidad tiene un sistema que se autoengaña a sí mismo? En eso consiste el 155 cotidiano. Y por si no fuera suficiente desvergüenza, a las facultades de autogobierno que ya tienen las comunidades autónomas se las lamina por vía de nuevas leyes que, bajo la apelación del bien supremo de la eficiencia, nos conducen a un proceso de recentralización. Lo reconoció hace unos meses Méndez de Vigo, ministro portavoz de Rajoy, al decir que había llegado el momento de revisar cómo se han ejercido las competencias por las autonomías. ¿No gestiona el PP algunas de ellas? Más que una amenaza, esa idea era un aval del paquete legislativo que la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, reina del 155, está desarrollando con sigilo desde hace años. Hasta el Tribunal Constitucional ha consentido el desprecio de su propia norma para salvar al Gobierno en el recurso preventivo contra la designación de Puigdemont como candidato a President, un fraude colosal que pasará a la historia de la infamia.

¿Qué ocurrirá con el derecho a decidir?

En Euskadi nos va la marcha de renovar la confianza en España, esperando a que Madrid se caiga del caballo, se convierta a la fe de la libertad sin tutelas y abandone la persecución de los rebeldes contra la monarquía borbónica y su tinglado carcomido de polilla. Catalunya nos ha puesto frente a frente con la realidad. La ingenuidad es nuestra enfermedad política. Y en apenas unos meses, cuando los trabajos de la ponencia de Autogobierno, residenciada en nuestro Parlamento, tengan que poner en un documento las aspiraciones de la mayoría, representada por 57 de los 75 miembros de su foro soberano, y ese el 76% haga valer la potestad de los vascos a decidir su futuro político y lo plasme en un proyecto de estatus, sustituto del esquilmado Estatuto en vigor, ¿qué sucederá entonces? Lo previsible: que el 155 sobrevolará Vitoria-Gasteiz con toda su opulencia subyugadora para que ese deseo elemental sea impugnado. Y que, como en 2005, cuando llegue a las Cortes españoles y allí la derecha y la izquierda, en comandita, tumben otra vez las ilusiones vascas, al igual que, en su unidad de destino, han defenestrado la voluntad de los catalanes. Será la expresión de una frustrante relación con España, sin más salidas que la ruptura o la rendición.

Así funciona el todopoderoso 155 de hoy, ayer y mañana. Las libertades son imaginarias y están sujetas al arbitrio de la intocable Constitución. Nada se mueve y si hay que cambiarla será, en todo caso, en sentido negativo, de manera que más vale que los vascos nos andemos con cuidado, no vaya a ser que perdamos el Concierto Económico y liquiden nuestras históricas preeminencias. El 155 es la policía del régimen, que patrulla la soberanía y envía a la cárcel, al exilio y el exterminio civil a quienes se atreven a cuestionarla, por mucho que quien respalde su revisión sean amplias mayorías sociales, parlamentos y gobiernos surgidos de las urnas.

Tenemos al 155 interviniendo para que los presos vascos de naturaleza política sean desposeídos de su razón de cumplir las condenas en su entorno cercano, siendo enviados a prisiones enclavadas a cientos de kilómetros y extendiendo una injusta y brutal venganza contra las familias de los reclusos. El Estado y sus mandos ejecutivos saben que están vulnerando su propia ley y consideran conveniente el mantenimiento de los métodos de lucha terrorista, aun después de que esta lacra haya acabado, con la contaminación de la justicia.

Aquí mando yo

La más grave consecuencia de la malnacida democracia española, que peregrinó desde la dictadura sin purgarse, es que mantuvo intactos los poderes heredados del franquismo, con todas sus prácticas abusivas. ¿De dónde procede la corrupción actual sino del despotismo, el nepotismo y la rapiña del régimen fascista? La Transición española, diseñada por los sucesores de la Falange y un rey que actuó como comisionista en los negocios y permitió los chanchullos de hijas y yernos, como era habitual en su día el clan Franco, transmitió la potestad de pringarse con los recursos públicos, de colocar a los parientes y de no dar explicaciones de sus vilezas. De la tiranía militar no se hizo juicio político, y sus jerarcas salieron de rositas, impunes; pero no solo de sus crímenes, sino también de sus incontables corruptelas y enriquecimiento ilícito. España, ya se sabe, era la finca del abuelo. Y luego, la de Borbón. Como el sistema se conservó bajo otras formas, la corrupción es hoy el cáncer del modelo institucional español. Es su 155, porque niega toda opción regeneradora y se sitúa por encima de todo y de todos. Idéntica realidad se produce en la justicia, otro reino del 155, con jueces tendenciosos, tribunales especiales y procedimientos que avergüenzan, como los casos de Alsasua y otros anteriores.

¿Tiene la democracia española solvencia para controlar los grandes poderes económicos? Temo que no; y, lo que es peor, creo que esos sectores aplican una autoridad condicionante sobre las administraciones. Es el 155 omnipresente: la sociedad civil está a expensas de intereses que suplantan su soberanía y poseen la influencia suficiente para corromperla dentro de un oscuro equilibrio de favores mutuos entre la alta política y las cúpulas empresariales. Ahora, el 155 revolotea, como ave de caza, sobre las pensiones. Este 155 antisocial decreta a través del Gobierno central que las pensiones comiencen a perder valor, luego se rebajen y finalmente se privaticen. Sí, es el mismo 155 que ha avasallado a Catalunya y despoja el autogobierno vasco: va contra la superioridad humana y atenta contra la necesidad del cambio y la radicalización de la libertad. Este es el fraude del Estado y su empeño en humillarnos. ¿Cómo olvidar lo que está ocurriendo?

Historias de silencio

De los que no pudieron o no quisieron despedirse trata Desaparecidos, en la noche de los miércoles, en TVE. Sin palabras de adiós, sin un final, las historias se derrumban de tristeza. Como parte de la terapia de superación del duelo tras la muerte o ruptura de la pareja los psicólogos aconsejan escribir una carta de despedida. Si todos lo hiciéramos estallaría un seísmo epistolar, como la reciente novela de la bilbaína Elena Moreno Scheredre, Devuélveme la luna, pequeña maravilla de amor. En el remozado programa de Paco Lobatón, presentado por Silvia Intxaurrondo, solo hay plaza para el sufrimiento, bajo el lejano consuelo de una última esperanza. Po eso, alejado del ocio hueco y la cháchara, será una opción de minorías. De los que no se tienen noticias hay tres clases: los que fueron asesinados en algún lugar remoto, aquellos que se esfumaron por su propia voluntad y los que están retenidos por la fuerza. Desaparecidos confirma que existe el crimen perfecto y que hay demasiadas personas que no saben escapar honestamente, por cobardía o miedo, y huyen sin dejar rastro. Maldito silencio.

Estamos ante una rareza: es un espacio de servicio público que pugna contra el olvido. Con las personas perdidas no hay tiempo que perder. ¡Cuánta frustración causan las noticias falsas sobre los ausentes y cuánto bien hace una pista cierta! En un universo de emociones extremas se requiere una enorme delicadeza. Estuvo bien la presencia de un mando de la Ertzaintza, encargado de la localización del gasteiztarra Borja Lázaro, de quien no sabemos nada desde que viajara a Colombia en 2014.

Más discutible fue la entrevista al padre de Diana Quer. Reclamar en medio del horror del caso la prisión permanente revisable, eufemismo de cadena perpetua, es juego sucio, por el riesgo de negar una oportunidad a muchos seres humanos tras la furia desatada contra un malnacido. Ahí Desaparecidos renunció a una dignidad que mantuvo el resto de su tiempo ante casi dos millones de espectadores, tanta gente solidaria, resistente al relato del dolor y la ausencia.

 

¿De qué lado estás en una esfera?

 

Cuando no se te ocurra nada, haz un remake versionando una historia, idea o música original olvidadas y disfrázala de nostalgia, porque la gente, ¡ay, Dios!, aún cree que cualquier tiempo pasado fue mejor. A veces funciona. El miércoles regresa a TVE la adaptación de ¿Quién sabe dónde?, que ahora titularán Desaparecidos. En la dramática búsqueda de personas perdidas pasamos de Paco Lobatón, algo fúnebre, a nuestra Silvia Intxaurrondo, merecedora de éxito por lo mucho que vale. Han pasado veinte años y nada es igual, aunque los Rolling Stones sigan cantando y en Londres mantengan vivo El Fantasma de la Opera desde 1986. O eres un clásico o innovas.

La Sexta Noche necesitaba enfrentarse a su desgaste y llamaron al veterano periodista Ferrán Monegal para que le diera un meneo a la tertulia de Iñaki López con el formato actualizado de Sé lo que hicisteis…, impugnado en los tribunales por fagocitar sin permiso imágenes de otras cadenas para hacer sátiras. Monegal lo presenta como un análisis incisivo de las artimañas de la tele. Lo hace con gracia, es verdad, y con corazón para ser creíble. Y viene a tutelarnos con aires de profesor cascarrabias que está de vuelta de todo. Se equivoca. La crítica televisiva no puede hacerse desde el mismo medio: la neutralidad es incompatible con la opinión sobre el producto de los competidores. Hay que tener una pizca de estética en el marketing y algo de decencia en el discurso. ¿De qué lado se puede estar en una esfera?

Monegal naufraga al no disponer de los vídeos de Mediaset por las sentencias favorables a Vasile. Quizás TVE y las autonómicas también le envíen al juez. Y así es un querer y no poder, lo pretenciosamente erudito se queda en anécdota y el humor cubre con risas la ausencia de rigor. Sin más programas que escrutar que los suyos, ¿vapuleará los arbitrarios noticiarios de Antena 3 o reprochará a Ferreras su escandalosa parcialidad en la crisis catalana? Resulta que sus jefes no son estúpidos ni masoquistas. Ya lo dijo el cínico Rato hace poco: “Es el mercado, amigo”.

 

Con España es imposible

 

Catalunya ha impugnado a España. Obligada a acudir a las urnas en unas elecciones convocadas por Madrid –todo un esperpento político-, con los miembros de su legítimo Govern encarcelados o en el exilio, humillada hasta el oprobio en una campaña que pasará a la historia como la más perversa y sucia de cuantas hemos conocido, la ciudadanía de la nación mediterránea ha dejado las cosas más o menos como estaban: una mayoría independentista frente a una minoría españolista. Muy bien, ahí están las certezas de un país al que han forzado a tomar decisiones extremas, arriesgar su economía y paz social, poner frente a frente a sus dos mitades con proyectos irreconciliables y quebrar su convivencia. A esto ha conducido la insensatez del Estado y su mezquina concepción de la libertad.

Todos los precedentes de esta situación remiten a la Transición, que legalizó el franquismo y sus leyes para darles continuidad en una Constitución que heredó al rey nombrado por el tirano, la forma de estado y parte de los poderes e instituciones que nos sojuzgaron durante décadas. La dictadura legó sus valores al nuevo régimen y la ignorancia política de la sociedad española ha permanecido intacta. La historia posterior es el relato de la frustrante imposibilidad de un cambio que no se hizo a la muerte de Franco. Todo se ha limitado a la ejecución de insignificantes reformas formales, de manera que no es extraño que los ciudadanos asistan impasibles y hasta gozosos de ver a un gobierno electo en prisión o desterrado. Lo que es motivo de escándalo e ira es normal y gustoso para España.

¿Cómo albergar alguna expectativa positiva sobre España? Solo desde la ingenuidad o el autoengaño puede confiarse en que el modelo del Estado se desarrolle en mejoras sustanciales. El cambio es una quimera. Su inexperiencia revolucionaria es un lastre. El peso de sus valores tradicionales es brutal. Y con tantas asignaturas pendientes en su cultura política y tantos desequilibrios en lo económico, cultural y social es imposible que se modernice. Es más, no quiere cambiar, ni lo sueña. Cuando un catedrático de Derecho Administrativo, Ramón Parada, es capaz de llamar “patología descentralizadora” (El Mundo, 28 diciembre 2017) a la débil estructura autonómica nacida del 78, ¿qué va a decir la gente impregnada por el ideal jacobino de la unidad nacional?

Aún hoy los reducidos sectores intelectuales que desearían una transformación de España creen que la oportunidad es Europa. Pensaron en 1989, con la entrada en la UE, que la europeización contagiaría su democracia para hacerla perder sus viejos lastres y rompería las cadenas mentales del franquismo que condicionan los avances de la libertad. Pero Europa no puede hacer lo que una sociedad no anhela, por satisfecha o adormecida. Bastante tiene la Unión con salvarse a sí misma de su dispersión y contradicciones.

¿Y con otra Constitución?

Los optimistas, como mi amigo Manu, veterano e impenitente republicano, expulsado del PSE por heterodoxo y a quien dedico este escrito, lo fían todo a una evolución que nos transborde a un Estado confederal, con el reconocimiento de su plurinacionalidad y la potestad aceptada del derecho de autodeterminación. Suponiendo que tal ilusión pudiera llegar a darse en un tiempo cercano, ¿quién cree que la derecha española y también la izquierda socialista firmarían un texto constitucional en semejantes términos? ¿La coalición del 155, los mismos que han suspendido el autogobierno catalán y avalado la pesadilla represiva, cambiarían la legalidad hacia ese horizonte esperanzador? ¿Pasarían la página del postfranquismo? Nuestro temor es que una hipotética reforma nos lleve a una regresión de derechos y la liquidación del Concierto Económico, último residuo de soberanía. Y ahí está Ciudadanos, tras su pírrica victoria del 21-D, situando su espada de Damocles sobre nuestras cabezas y media España clamando contra lo que, en su indecente ignorancia, califican de privilegio.

La apelación revisionista de la Constitución no va más allá de ser una bandera táctica del PSOE para hallar en la expectativa electoral algún modo de detener su sangría. Algo de makeup para su espectáculo político. Es de todo punto improbable que los socialistas, de aquí y allí, asuman el derecho de los pueblos a decidir su propio futuro, ni siquiera, en coherencia con sus principios ideológicos, a cuestionar la monarquía. A Pedro Sánchez, más inocente que intrépido, ya le han recordado sus mayores que España es una y trina. Y la nueva izquierda, Podemos, sigue en clases de teoría, porque lejos de los puestos de gobierno nada es posible, salvo especular. A Podemos no le queda ya indignación social que gestionar y se diluye.

No, España no tiene remedio. Es como intentar cambiar a los noruegos a la mentalidad mediterránea, una tentativa ensayada en la sarcástica película “Un italiano en Noruega”. Sobre el Estado español pesa la maldición de soportar un sistema tutelado por la amenaza y la violencia autoritaria, restringida a lo que una mayoría inexorable se le antoje y determine nuestro modo de gobernarnos. Estamos condenados a su asfixiante abrazo. ¿Debemos esperar sentados a que se alumbre el milagro de que España cambie su lamentable estándar democrático? ¿Y cuánto tiempo hay que aguardar? ¿Un siglo o dos?

La exigente independencia

Euskadi no está en España por amor. Está a disgusto y descolocada, porque no hay forma de salir. Estamos bloqueados y sin opción de respuesta unilateral, porque, como se ha demostrado en Catalunya, está vía traería consigo una catarata de agresiones políticas y económicas, que precederían a la intervención militar. Muy hartos tendrían que estar los catalanes para zanjar su divorcio tan tajantemente. Llega un momento en que la única solución es la ruptura, el choque, la revolución democrática, con todos sus peligros y su aventura. Admiro a los valientes que lo dan todo por la libertad o por amor. ¿O no es valentía, sino desesperación?

¿Ha renunciado Euskadi a la utopía de su independencia? ¿Ha sentido los sucesos de Catalunya como una seria advertencia contra su sueño de emancipación de España? Temo que sí. Creo que gran parte de los vascos que votan nacionalista han interiorizado la imposibilidad de constituir su futuro propio y que, a lo más, aspirarían a incrementar sus recursos competenciales mediante pactos con el Estado, es decir, por concesiones en momentos de necesidad del correspondiente Gobierno español. Según encuestas recientes, ha descendido el potencial soberanista vasco. Nos hemos creído que carecemos de masa crítica suficiente, en lo económico y demográfico, para ser libres. Hemos aceptado que la liberación nos dejaría fuera de la Unión Europea y quedaríamos aislados y empobrecidos. Nos están ganando la batalla del argumentario. Y sin embargo, el incumplimiento estatutario después de cuatro décadas sería razón suficiente para tomar el billete de salida de un Estado falso, desleal e ilegítimo.

A la independencia vasca se le pide una mayoría cualificada como aval, lo que otorga a la minoría españolista el privilegio de imponernos su modelo de pertenencia. No les vale el principio universal de “una persona, un voto”. Lo más importante para merecer la libertad es apreciarla como valor superior e inviolable para ampliar el mundo de los vascos frente a una democracia malnacida. No hay barreras económicas ni geoestratégicas que puedan detener los deseos de la gente, en tanto crea en su razón y honor de ciudadanos libres. Estamos sucumbiendo al discurso de los rácanos. La libertad, como toda grandeza, tiene un precio, es exigente. Lo aterrador no es que España nos imponga un pensamiento único: nos obliga a un sentimiento único, nivel máximo de humillación y subordinación.

 

ETB y los libros

“Bajó la cabeza en señal de vergüenza, porque el pueblo en el que había vivido durante casi diez años no había querido tener una librería”. Así concluye la novela breve La librería, de la británica Penélope Fitzgerald. El relato, convertido ahora en película por Isabel Coixet -que comenzó haciendo mágicos anuncios para la tele- cuenta la historia de la joven viuda Florence Green, contra la que todos, menos un viejo valeroso, conspiran para desahuciar su local de libros. A primeros de febrero, ETB1 va a hacer lo que Florence: abrir una librería. Es fantástico, pero también una temeridad, porque en Euskadi, como en Hardbourough, hemos “perdido el deseo por las cosas raras”. Se llamará Arte[faktua] y la regentará Yolanda Mendiola, quien ya fue del equipo de Sautrela, el espacio literario sostenido durante trece años por el inolvidable Hasier Etxeberria, fallecido el pasado año.

         Sautrela cerró en 2012. Y con Fórum, en ETB2, clausurado sin motivo, nuestra cadena pública no tenía librería. Lo que nos promete Arte[faktua] es una jugosa macedonia: entrevistas a escritores, información sobre novedades, recomendaciones y diálogos con editores y booktubers, versión libresca de los influencers. ¿Puede la tele promover el amor por la lectura, cuando es su devastación? No hay duda de que puede y así se hace en Francia, donde llevan la literatura en la sangre. Debería ser como la Azoka de diciembre, pero todo el año, en sesión continua de excitación intelectual y ritual de pasiones escritas. No, no es rutina lo que repetidamente nos hace felices. Queremos una gran librería en ETB y pasar de los textos en euskera al castellano, como en Durango. Así que hay que poner otra tienda de libros en ETB2.

Además, con Merlí, el profesor chiflado de filosofía, desde ayer en ETB1 tratando de abrir la mollera de los adolescentes con ayuda de Platón, Nietzsche y demás clásicos, vamos a por la utopía cultural con corazón. La razón no basta. Recordemos que la comunicación es darse a entender y hacerse querer. Y que los libros salvan vidas.