De Obélix a romano. De héroe a traidor. La rocambolesca -y esperpéntica- peripecia de Gérard Depardieu (autodesterrado en Bélgica y con pasaporte ruso) en su pugna con el Estado francés a cuenta de la fiscalidad, expresa con meridiana claridad las contradicciones entre patriotismo y riqueza llegado el caso de optar entre uno y otro: la épica de los sentimientos más sublimes resulta casi siempre derrotada ante el rigor de los impuestos. En defensa del orondo actor galo hay que decir que no es el único exilado fiscal de su país (su colega Alain Delon, el escritor Houellebecq, Ducasse el cocinero, Aznavour, Alain Prost y otros empresarios, artistas y deportistas también se han expatriado por igual motivo). Pero su torpeza pública le ha convertido en el símbolo del rico insolidario y, a la vez, en víctima selecta del brutal sistema impositivo del presidente Hollande y su primer ministro Ayrault, que le ha utilizado como emblema del egoísmo de los opulentos ante sus compatriotas, de la misma forma en que tiempo atrás el ministro Borrell se sirvió de Lola Flores para subrayar con demagogia su perfil de implacable perseguidor del fraude tributario.
Todo gobierno con autoestima socialista genera un problema con los ricos, a quienes se culpabiliza de los males de la humanidad empobrecida. Es la izquierda decadente la que enarbola la gran patraña de que el mal de los pobres se debe al bien de los ricos, ocultando que la causa original de las diferencias socioeconómicas proviene en gran medida de la desigualdad natural de las personas y su disparidad de capacidades e inteligencia. La sociedad democrática asume esta desigualdad real y trata de compensarla mediante la carga proporcional de los tributos, con el especial objetivo de promocionar la única igualdad inteligente: la igualdad de oportunidades.
Los socialistas franceses, así como los que gobiernan en territorio guipuzcoano, creen que sobrecargando las tasas sobre las «grandes fortunas» y con el resplandor de esta figura tributaria, de nombre tan disparatado como grosero, pueden resolver la disminución de ingresos públicos y garantizar la protección de los ciudadanos ante la crisis. A Hollande, los tribunales le han tumbado sus desmesurados propósitos fiscales y a Martín Garitano no le salen las cuentas, con el riesgo de que no pocos de sus contribuyentes se refugien en zonas menos agresivas, allí donde el ahorro obtenga el respeto de no verse esquilmado por la demagogia socialista y su proverbial incompetencia. Sí, en determinadas circunstancias todos somos Gérard Depardieu; de hecho ya nos transfiguramos en él cuando le hacemos sisas a Hacienda.
Los que se van
¿Cuándo una política impositiva se considera confiscatoria? En mi opinión, cuando en la práctica la exigencia fiscal resulta contraproducente al provocar una menor recaudación por el repliegue de la actividad productiva. Hay un límite en que emprender e invertir no merece la pena: cuando la intuición social percibe un grave desequilibrio entre la suma de generar riqueza mediante el trabajo y el riesgo empresarial y la resta de una demanda tributaria asfixiante, más aún si la gestión pública se desacredita en el despilfarro, la corrupción y el endeudamiento salvaje.
Es deseable que las haciendas publiquen la relación de contribuyentes que tienen desterrados sus bienes por una cuestión de interés egoísta
Ya lo apuntaba George Gilder en Riqueza y pobreza: «El hombre tiene el sentimiento de que su papel como proveedor, actividad primaria del hombre desde los remotos tiempos de la caza hasta la revolución industrial y la vida moderna, ha sido usurpado por el Estado compasivo». Sí, para un cierto tipo de dinero -el insaciable- toda política fiscal es abusiva por principio; pero para la mayor parte de la riqueza -la ética e inteligente- los impuestos pertenecen al ciclo social de la economía y es una respuesta compensadora de la desigualdad humana que actúa como garantía de la pervivencia de la sociedad.
Ahora bien, pagar impuestos es una obligación democrática por mucho que nos parezca desmedida y mal administrada por las autoridades. En el sustrato de nuestra depresión fiscal hay un sentimiento real de que las tasas (por ejemplo, las nuevas tasas judiciales) y los tributos son un saqueo y que está justificado, más allá de la ley, esquivarlos mediante todo tipo de artimañas y que el recurso a la evasión y, en última instancia, al destierro fiscal son aceptables, incluso entre los más acreditados patriotas. Un sector de la opinión pública francesa cree que Depardieu se ha visto justamente forzado al exilio, porque elevar al 75% los impuestos a los más ricos es opresivo. Si se repartiesen pasaportes fiscales para que los contribuyentes pudieran viajar libremente con todo su caudal, algunas naciones se despoblarían.
El grotesco episodio de Depardieu ha sido un espectáculo esclarecedor de los límites del patriotismo. ¿Y qué ocurre con aquellos que han escapado sigilosamente? Es deseable que las haciendas nacionales y, por supuesto, las forales, publiquen la relación de contribuyentes que siendo nuestros vecinos de pleno derecho tienen desterrados sus bienes por una cuestión de interés egoísta. Nos llevaríamos muchas sorpresas con esta lista de desalmados. Hay otras formas de estafar a la comunidad y consisten en domiciliar las SICAV en Madrid, tener cuentas opacas en bancos foráneos y ubicar el dinero en países de mayor estabilidad económica. Dudo que estas prácticas, legales pero mezquinas, sean coherentes con el sentido de pertenencia a una nación. Ya digo: tenemos nuestros Gérard Depardieu, pero no sabemos sus nombres.
Y los que vienen
¿Y qué ocurre cuando somos el destino del dinero expatriado? En España se tiene la convicción, en parte por ignorancia y también por insidia política, de que el Concierto Económico es un privilegio. En La Rioja, sin ir más lejos, viven con el agravio de que la especificidad tributaria vasca perjudica la economía regional al provocar la deslocalización de empresas riojanas hacia territorio fronterizo, en Araba. El caso del tenista Rafa Nadal, titular de varias sociedades con domicilio fiscal en Gipuzkoa, nos habla del tortuoso peregrinar de deportistas y gente de la farándula con sus dineros en busca del pelotazo especulativo allá donde sea posible. En un cálculo de beneficios, estas prácticas mafiosas son estériles para Euskadi y además desnaturalizan la función real de nuestra autonomía impositiva.
No creo que las potestades del Concierto estuvieran pensadas para dar cobijo a los especuladores, propios o ajenos, sino para fortalecer la iniciativa empresarial e industrial en el ámbito de nuestra soberanía residual. El propósito del Concierto no era que los vascos pagáramos menos impuestos, sino que gestionásemos mejor nuestros recursos y los dedicáramos al proyecto de una Euskadi próspera. Todo lo que sea salirse de esas pautas incentivadoras nos lleva al estúpido deseo de ser albergue de evasores y destino de sociedades ventajistas, al igual que Mónaco, Andorra o Luxemburgo, países que no son de ninguna manera nuestros referentes.
Pero el contramodelo de esta fiscalidad esquiva no es la Francia de Hollande o la Gipuzkoa de Garitano, donde se castiga el ahorro con niveles desmesurados de tributación y se estigmatiza a los ahorradores como amasadores de «grandes fortunas». Por efecto de algún viejo bucle ideológico insuperable, el diputado general y los socialistas guipuzcoanos que le apoyan están convencidos, como los españoles, de que Euskadi es un paraíso fiscal.