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La lección de geografía de estos días ha sido la de situar a Botsuana en el mapa, con su enorme extensión y su terrible pobreza, en tanto que la lección de historia ha consistido en reconocer la certeza de que todo régimen político artificialmente instalado tiende a su autodestrucción por el lastre de sus excesos y su propia decadencia moral. La monarquía española ha conseguido sin ayuda de nadie, más allá del azar que a veces echa una mano, promover su rechazo social y colmar el vaso del hartazgo por el comportamiento vergonzante e incluso ofensivo de la Corona para con el padecimiento de millones de ciudadanos. Ningún movimiento republicano había hecho más por el descrédito del sistema hereditario que Juan Carlos I y su familia con su conducta pública y privada que, por fin, se percibe como imperdonable y determina un cambio respecto de la sobreprotección tácita de la que gozaba la monarquía desde su reimplantación forzosa en 1975.
Frente a la profunda repelencia de la sociedad hacia el proceder de la estirpe real, se alzan los altos poderes del Estado y los principales grupos mediáticos para conseguir mediante su influencia que los safaris del rey sean considerados, a lo más, como un error o una inoportunidad que no desmerece ni cuestiona la trayectoria de la monarquía. Y nos vuelven a recordar el 23-F, tan oscuro. También en esta maleabilización de la opinión pública el PP y el PSOE, salvo cualitativas excepciones, han hecho causa común para salvar a Juan Carlos y sus herederos de la erosión de los últimos sucesos, hasta el punto de conformar una estrategia de Estado con el objetivo de anecdotizar las últimas actuaciones borbónicas y dejar que su memoria se diluya en el tiempo como cualquier otro cabreo para que se restablezca su reputación. Aquí, de nuevo, la clase política española se aleja de los ciudadanos, cuyos sentimientos y valoraciones van mucho más allá de la levedad y ya perciben que la monarquía, por sus hechos, es incompatible con la ética democrática.
Los tres errores del rey
Hay dos clases de errores: los perdonables y los imperdonables. O dicho de otra manera, los que se olvidan y los que se recuerdan, diferencia que depende no solo de la gravedad objetiva de las equivocaciones, sino del momento, circunstancias y daños emocionales causados. No hay peor herida que la moral, la que llega al alma. Justamente, los fallos de la monarquía han incidido en los sentimientos de la gente, allí donde no cuentan tanto las razones como las ofensas que calan en lo más hondo de la materia sensible -la dignidad- de los seres humanos.
Los errores del rey entran en la categoría de lo imperdonable. Y son tres. El primero es esencial y consiste en haber creído que, al margen del tiempo histórico concreto, se puede estar por encima de todo y de todos y que su realidad es ajena al mundo vulgar de las personas corrientes. Solo desde este pensamiento selectivo puede entenderse que un rey se mueva a su antojo con tanta desmesura y descaro. Irse de cacería africana y constituir a su alrededor un entramado de negocios y prebendas económicas son la consecuencia del concepto privilegiado de la monarquía, bajo una doble protección: los déficits democráticos de la Constitución y el estado de ignorancia y artificial información al que se ha sometido sistemáticamente a la población durante largos años. Resulta que todos los viejos procesos de mentalización pública se vuelven obsoletos en una o dos generaciones, a la vez que se ven rebasados por los cambios derivados de la evolución cultural y económica. El Jefe del Estado, encerrado en su burbuja palaciega, permanece inmóvil en la creencia de que la sociedad es la misma de siempre, servil e ingenua, y que la capacidad de comunicación global nunca alterará el criterio tradicional sobre la monarquía.
El segundo error real ha sido la incoherencia y la flagrante contradicción entre sus palabras y sus hechos, con lo que se ha retratado como un rey hipócrita y embustero. Pedir sobriedad y vivir en el lujo y su exhibición es una injuria demoledora. Y si frente a los presuntos delitos económicos de su yerno había apelado a la necesidad de una conducta ejemplar, resulta que se ha mostrado como individuo reprochable y desmedido. Sensibilizados por el azote de la corrupción y el despilfarro, la gente no perdona a quien le engaña de forma tan obscena y se burla de todos con una conducta que desmiente su discurso oficial.
Y el tercero error injustificable del monarca español ha sido la presunción en la venialidad y eventualidad de los sucesos. Juan Carlos no tiene conciencia de la suma gravedad de su conducta africana, además de que el hecho se suma a los escándalos de su familia en los que probablemente tiene más responsabilidad de la que hasta ahora conocemos. Hace mal en confiar en que todo esto pase y se olvide para que la monarquía no vea amenazado su futuro. De ahí su rápida y poco sincera disculpa pública, expresada en once palabras a la salida del hospital. Lo que ha ocurrido es emocional y moralmente muy grave y, a los ojos de cuantas personas admitían al rey, una demostración de que quizás ha llegado la hora de rescindir el contrato de alquiler de la jefatura del Estado y que España puede vivir sin la carga de una familia ostentosa y frívola que nada le aporta excepto bochorno y un presupuesto oneroso que nadie controla.
La intimidad como excusa
Una de las pantallas protectoras de las que se han valido los monárquicos para sacar la cara al rey ha sido la apelación a su intimidad personal y su derecho a tener unas actividades privadas al margen de la agenda pública. Se trata de un pretexto falso, porque no está en cuestión su privacidad (de la que, por cierto, se publican libros esclarecedores y se emiten programas de televisión cada día), sino la confusión que él mismo ha fabricado entre su representación institucional y su presunta labor como intermediador comercial con regímenes totalitarios, particularmente árabes. No han sido los medios de comunicación ni las habladurías populares quienes han fundado este enredo. Ha partido de la familia real la creación y el sostenimiento impune del embrollo de intereses particulares y públicos, con la complicidad de los distintos gobiernos centrales y el parlamento español por no haber puesto freno a estas corruptelas y exigido transparencia a las andanzas monárquicas en asuntos de negocios y tráfico de influencias.
La actitud defensiva de la Casa Real y los poderes del Estado está siendo clamorosa, como si tuvieran conciencia de que se hubiera desatado sobre el rey una conspiración que buscase la inmediata cancelación monárquica o, en el mejor de los casos, una abdicación de Juan Carlos que patrocina, entre otros, Vocento. El rey ya era un problema democrático antes de que, por la fuerza autodestructiva de su esencia artificial, expusiera abiertamente su desprestigio. Y mientras no pueda plantearse sin amenazas de desestabilización mundial y sin que se reaparezcan los demonios históricos de España una alternativa al modelo sucesorio de la jefatura del Estado, nada será normal, una anomalía que se manifiesta cada vez que un dirigente político declara ser republicano por convicción pero monárquico por necesidad, expresión de una doble cobardía ética: la aceptación sumisa de una herencia fatal y la primacía del utilitarismo circunstancial (también llamado pragmatismo) frente a la naturaleza renovadora y progresiva que da sentido a la política. Y así, con esas dramáticas concesiones, transcurrirán las décadas sin que las desvergüenzas de la monarquía menoscaben su continuidad histórica, ocurra lo que ocurra, cacerías, lujos, fraudes y privilegios