No me llamo «Atlético de Bilbao»

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La retransmisión de un partido es un relato de emociones. No es fácil, pero se conocen los ingredientes: imágenes épicas de la contienda, adoptar el punto de vista del espectador y narración vibrante que supere la descripción del juego. Telecinco perdió el miércoles la oportunidad de ofrecernos una sublime final europea. Quizás por su escasa cultura en el arte de televisar fútbol, optó por el modelo tradicional, tanto en realización como en locución. ¿Para qué queremos un narrador que se limita a contar lo obvio? Manu Carreño, responsable del fiasco, exhibió todos los defectos del profesional de radio trasplantado a la tele: crónica descriptiva, garrulería e ignorancia de que la voz complementa a la imagen, como la percusión a la melodía.

Aun así lo insoportable para los seguidores del Athletic no fue la contemplación de la derrota, sino la tortura añadida de escuchar cómo Morientes, tan brillante goleador ayer como mal comentarista hoy, se refería una y otra vez al Athletic con el falso nombre español del club, Atlético de Bilbao, uno de esos rebuznos que en Euskadi tomamos como insulto. ¿La alternativa? Pulsar la tecla mute y acompañarse de una genuina retransmisión radiofónica. Tampoco el realizador tuvo un buen día en su servil afán de mostrarnos la felicidad colchonera del principito y saturarnos con tomas de Patxi López, instituido por su proverbial infortunio en gafe oficial de los leones.

Para que la tristeza no mutara en frustración -una emoción corrosiva- José Ituarte consiguió cerrar la noche en ETB con una excelente gestión del sentimiento colectivo, encauzando la decepción hacia la esperanza y prestando un gran servicio de psicología positiva, cuando podría haber optado, con sobrados motivos, por el desbordamiento crítico. El 25 de mayo hay otra final y se juega en TVE. Que Dios nos coja confesados si toma el micrófono Sergio Sauca, un relator depresivo. Me pido a Carlos Martínez y Robinson, los de Plus, los únicos capaces de transformar un partido en una historia emocionante. Ganamos seguro.

Verlo juntos o morir de soledad

Cada vez más gente ve la televisión sola, vivencia tan vacía como comer solitariamente, viajar con nadie o ir al cine sin compañía. O dormir desparejado. Vamos hacia una sociedad masturbatoria -de autarquía emocional y bricolaje afectivo- frente a la cual aparecen algunas señales que expresan una creciente demanda de volver a estar juntos. El fútbol permite este reencuentro colectivo y ha creado el curioso fenómeno de ver los partidos en el bar, quizás como pretexto para salir de casa y hablar y beber con otros, discutir las jugadas y apasionarse en comandita, igual que en el estadio: este vilipendiado deporte reúne los sentimientos básicos y también la difícil convivencia.

Si las finales que el Athletic jugará en Bucarest y Madrid se van a poder ver en emisión no codificada, ¿por qué decenas de miles de ciudadanos, poco y muy futboleros, se citarán ante monitores gigantes para seguir juntos estos partidos? Por la necesidad de vivir en manada y recuperar cierto sentido de comunidad. ¿Quién canta los goles o maldice al árbitro estando solo? ¿Quién silbaría el himno español si no es para sumarse a la coral de la pitada? San Mamés abrirá sus puertas para una ceremonia única: la épica del Athletic vista por la tele en masiva compañía. El ayuntamiento de mi pueblo instalará en el frontón una descomunal pantalla. Porque hay cosas que es mejor gozarlas en multitud, incluso en tiempo austero.

Todo esto es un consuelo y algo de rebelión contra el mundo Crusoe que estamos construyendo. Impresiona tanta heroicidad humana en la búsqueda de relaciones, apegos y ternura. El desvarío de la televisión es presentarse como alivio de la soledad. Lo hace a menudo y no con mala intención; pero es impersonal, no es auténtica. Se requieren acontecimientos que nos muevan a escapar del blindaje de nuestra identidad individual para ser felices en cuadrilla. Será un placer inmenso presenciar por televisión las finales del Athletic; pero daría cualquier cosa por alguna entrada y disfrutarlas al lado de muchísimas más personas.

Triunfo y derrota, qué espectáculo

Para quienes no creen en la espontaneidad de las casualidades o atribuyen al azar el modo en que Dios interviene en nuestra existencia sin menoscabar el libre albedrío, todo lo que ocurre tiene su designio. El jueves pasado coincidieron el 75º aniversario del bombardeo de Gernika y la celebración en San Mamés de uno de esos partidos épicos que dejan profunda huella, demasiado para un solo día. En él se reunieron el triunfo y la derrota, que no son nada el uno sin el otro, para revelar las contradicciones sobre el sentido de ganar y perder, un valor esencial en la construcción del proyecto humano. Y todo gracias a la intermediación de la televisión, no la despreciemos, que nos permite un conocimiento imperfecto de la realidad. ¿Cómo sobrevivían sin suministro de información nuestros antepasados?

El triunfo es siempre efímero, pero imprescindible como esperanza. Es un placer intenso que conviene exteriorizar y compartir al igual que otros deleites. ¿Quién se ríe o baila en soledad? Las imágenes de felicidad de la afición rojiblanca y el éxtasis de los jugadores nos han mostrado la bendita necesidad de expresar las emociones, algo que no practica Marcelo Bielsa, un triunfador absoluto que inhibe sus sentimientos, quizás por una mal entendida fortaleza personal. No puede usted, amigo mío, ausentarse de una fiesta que es suya tanto como del equipo y de Bizkaia entera. ¿Admitirá que sus pupilos le manteen en caso de ganar la competición? Deje que la tele nos regale ese recuerdo.

La derrota es la experiencia perfecta. Solo en ella somos verdaderamente dignos. Messi, Cristiano y Guardiola, acostumbrados al triunfo, la han sentido con particular fiereza. Pero la derrota de Gernika es brutal más por la mentira de Estado que por las víctimas. En Intereconomía hemos visto al historiador militar Salas Larrazábal minimizar los hechos, así como a Cesar Vidal en ETB vomitando sobre las tumbas de los muertos. También Alfredo Amestoy ha hablado de mitos inventados por los vencidos. Se puede soportar una vieja derrota, pero no una derrota a la que se añade la ofensa y la ignominia. Cuidado con el futuro que hereda esa mala herida.

11 palabras, 4 segundos: la disculpa que nunca existió

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Lo más fascinante de la comunicación es la diversidad de las percepciones: un mismo mensaje puede tener millones de interpretaciones. Contra esta prodigiosa disparidad han conspirado todos los tiranos y sus serviles Goebbels con el propósito de controlar los efectos de la información, convencidos de la estupidez de la gente. Algo de esto ha ocurrido con la intervención del rey tras el escándalo de su safari. ¿Por qué el poder mediático se obstina en afirmar que el monarca ha pedido disculpas? Apelan a nuestra ignorancia para persuadirnos de que estas once palabras (“lo siento mucho; me he equivocado y no volverá a ocurrir”) contienen la grandeza del perdón. Pues no. Disculparse sería decir “os pido perdón” o “ruego me disculpéis”. Y lo manifestado por Juan Carlos es un sentimiento de pesar, el reconocimiento de su error y la voluntad de no reincidir. ¿La disculpa está implícita? Tal vez, pero sin la expresa palabra perdón su mensaje resulta falaz.

Hay otras perplejidades. Si un oportuno percance no hubiera permitido el conocimiento de su fechoría, ¿habría llamado el rey a la televisión para retransmitir su penitencia? Seguro que no. ¿No había un escenario más cutre para esta parodia que la puerta de una habitación hospitalaria? ¿Piensa el jefe del Estado que el reproche social a su conducta puede despacharse con once miserables palabras y en cuatro raquíticos segundos? ¿Alguien cree en la sinceridad de su descargo, cuando su lenguaje corporal (nerviosismo, mirada huidiza, balbuceo y rigidez) delataba que mentía por exigencia del guión y por altivez?

La tele es una ventana indiscreta que nos muestra la realidad para que la interpretemos con criterio. Lo que se ha visto es a un rey forzado a beber el cáliz de la humillación y sufrir la purga de su orgullo, demasiado para una cabeza coronada. Por eso, ha querido que todo transcurriera lo antes posible y con pocas palabras. Solo un memo puede creer que así, borbónicamente, se resuelve una grave crisis de Estado. ¿La réplica popular? La más cruel: repulsa y mofa.

Hasta la coronilla de la Corona

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La lección de geografía de estos días ha sido la de situar a Botsuana en el mapa, con su enorme extensión y su terrible pobreza, en tanto que la lección de historia ha consistido en reconocer la certeza de que todo régimen político artificialmente instalado tiende a su autodestrucción por el lastre de sus excesos y su propia decadencia moral. La monarquía española ha conseguido sin ayuda de nadie, más allá del azar que a veces echa una mano, promover su rechazo social y colmar el vaso del hartazgo por el comportamiento vergonzante e incluso ofensivo de la Corona para con  el padecimiento de millones de ciudadanos. Ningún movimiento republicano había hecho más por el descrédito del sistema hereditario que Juan Carlos I y su familia con su conducta pública y privada que, por fin, se percibe como imperdonable y determina un cambio respecto de la sobreprotección tácita de la que gozaba la monarquía desde su reimplantación forzosa en 1975.

Frente a la profunda repelencia de la sociedad hacia el proceder de la estirpe real, se alzan los altos poderes del Estado y los principales grupos mediáticos para conseguir mediante su influencia que los safaris del rey sean considerados, a lo más, como un error o una inoportunidad que no desmerece ni cuestiona la trayectoria de la monarquía. Y nos vuelven a recordar el 23-F, tan oscuro. También en esta maleabilización de la opinión pública el PP y el PSOE, salvo cualitativas excepciones, han hecho causa común para salvar a Juan Carlos y sus herederos de la erosión de los últimos sucesos, hasta el punto de conformar una estrategia de Estado con el objetivo de anecdotizar las últimas actuaciones borbónicas y dejar que su memoria se diluya en el tiempo como cualquier otro cabreo para que se restablezca su reputación. Aquí, de nuevo, la clase política española se aleja de los ciudadanos, cuyos sentimientos y valoraciones van mucho más allá de la levedad y ya perciben que la monarquía, por sus hechos, es incompatible con la ética democrática.

Los tres errores del rey

Hay dos clases de errores: los perdonables y los imperdonables. O dicho de otra manera, los que se olvidan y los que se recuerdan, diferencia que depende no solo de la gravedad objetiva de las equivocaciones, sino del momento, circunstancias y daños emocionales causados. No hay peor herida que la moral, la que llega al alma. Justamente, los fallos de la monarquía han incidido en los sentimientos de la gente, allí donde no cuentan tanto las razones como las ofensas que calan en lo más hondo de la materia sensible -la dignidad- de los seres humanos.

Los errores del rey entran en la categoría de lo imperdonable. Y son tres. El primero es esencial y consiste en haber creído que, al margen del tiempo histórico concreto, se puede estar por encima de todo y de todos y que su realidad es ajena al mundo vulgar de las personas corrientes. Solo desde este pensamiento selectivo puede entenderse que un rey se mueva a su antojo con tanta desmesura y descaro. Irse de cacería africana y constituir a su alrededor un entramado de negocios y prebendas económicas son la consecuencia del concepto privilegiado de la monarquía, bajo una doble protección: los déficits democráticos de la Constitución y el estado de ignorancia y artificial información al que se ha sometido sistemáticamente a la población durante largos años. Resulta que todos los viejos procesos de mentalización pública se vuelven obsoletos en una o dos generaciones, a la vez que se ven rebasados por los cambios derivados de la evolución cultural y económica. El Jefe del Estado, encerrado en su burbuja palaciega, permanece inmóvil en la creencia de que la sociedad es la misma de siempre, servil e ingenua, y que la capacidad de comunicación global nunca alterará el criterio tradicional sobre la monarquía.

El segundo error real ha sido la incoherencia y la flagrante contradicción entre sus palabras y sus hechos, con lo que se ha retratado como un rey hipócrita y embustero. Pedir sobriedad y vivir en el lujo y su exhibición es una injuria demoledora. Y si frente a los presuntos delitos económicos de su yerno había apelado a la necesidad de una conducta ejemplar, resulta que se ha mostrado como individuo reprochable y desmedido. Sensibilizados por el azote de la corrupción y el despilfarro, la gente no perdona a quien le engaña de forma tan obscena y se burla de todos con una conducta que desmiente su discurso oficial.

Y el tercero error injustificable del monarca español ha sido la presunción en la venialidad y eventualidad de los sucesos. Juan Carlos no tiene conciencia de la suma gravedad de su conducta africana, además de que el hecho se suma a los escándalos de su familia en los que probablemente tiene más responsabilidad de la que hasta ahora conocemos. Hace mal en confiar en que todo esto pase y se olvide para que la monarquía no vea amenazado su futuro. De ahí su rápida y poco sincera disculpa pública, expresada en once palabras a la salida del hospital. Lo que ha ocurrido es emocional y moralmente muy grave y, a los ojos de cuantas personas admitían al rey, una demostración de que quizás ha llegado la hora de rescindir el contrato de alquiler de la jefatura del Estado y que España puede vivir sin la carga de una familia ostentosa y frívola que nada le aporta excepto bochorno y un presupuesto oneroso que nadie controla.

La intimidad como excusa

Una de las pantallas protectoras de las que se han valido los monárquicos para sacar la cara al rey ha sido la apelación a su intimidad personal y su derecho a tener unas actividades privadas al margen de la agenda pública. Se trata de un pretexto falso, porque no está en cuestión su privacidad (de la que, por cierto, se publican libros esclarecedores y se emiten programas de televisión cada día), sino la confusión que él mismo ha fabricado entre su representación institucional y su presunta labor como intermediador comercial con regímenes totalitarios, particularmente árabes. No han sido los medios de comunicación ni las habladurías populares quienes han fundado este enredo. Ha partido de la familia real la creación y el sostenimiento impune del embrollo de intereses particulares y públicos, con la complicidad de los distintos gobiernos centrales y el parlamento español por no haber puesto freno a estas corruptelas y exigido transparencia a las andanzas monárquicas en asuntos de negocios y tráfico de influencias.

La actitud defensiva de la Casa Real y los poderes del Estado está siendo clamorosa, como si tuvieran conciencia de que se hubiera desatado sobre el rey una conspiración que buscase la inmediata cancelación monárquica o, en el mejor de los casos, una abdicación de Juan Carlos que patrocina, entre otros, Vocento. El rey ya era un problema democrático antes de que, por la fuerza autodestructiva de su esencia artificial, expusiera abiertamente su desprestigio. Y mientras no pueda plantearse sin amenazas de desestabilización mundial y sin que se reaparezcan los demonios históricos de España una alternativa al modelo sucesorio de la jefatura del Estado, nada será normal, una anomalía que se manifiesta cada vez que un dirigente político declara ser republicano por convicción pero monárquico por necesidad, expresión de una doble cobardía ética: la aceptación sumisa de una herencia fatal y la primacía del utilitarismo circunstancial (también llamado pragmatismo) frente a la naturaleza renovadora y progresiva que da sentido a la política. Y así, con esas dramáticas concesiones, transcurrirán las décadas sin que las desvergüenzas de la monarquía menoscaben su continuidad histórica, ocurra lo que ocurra, cacerías, lujos, fraudes y privilegios