La paz trae consigo el debate de la justicia, el perdón y la reconciliación; pero construir la paz es mucho más complicado que hacer la guerra, por la influencia perturbadora -inevitable- de los sentimientos inmiscuidos en la delicada tarea de reconocer los estragos humanos, cicatrizar heridas y evitar el rebrote del conflicto. En este proceso estamos en Euskadi y creo que, por comparación con otros países en similares circunstancias, podrá resolverse en no demasiado tiempo, en parte porque la dolorosa experiencia nos ha convertido en una sociedad madura y paciente. El reto ahora es oponernos a la ira, el resentimiento y la venganza a la vez que resistir frente a la indiferencia y el cinismo. Nuestra principal dificultad, incluso mayor que la fragmentación política, es el factor ético, que debe zanjar el desequilibrio de valoraciones sobre la naturaleza de la acción de ETA: una amplia minoría la entiende como lucha revolucionaria, ideológica e históricamente justificada, mientras la mayoría social la califica sin vacilar como terrorismo abominable. A mi juicio, lo sustancial del problema moral (lo discutible) se sitúa entre los territorios de lo perdonable y lo imperdonable, o lo que es lo mismo, entre el olvido y la memoria.
Aún en una comunidad prácticamente poscristiana como la vasca el concepto del perdón tiene una gran notabilidad en el repertorio de nuestros valores morales, quizás porque la actitud compasiva es una categoría superior, algo sobrevalorada por su inspiración romántica. Sin embargo, habría que entender el perdón en sus justos términos, como una oportunidad que tiene unos límites precisos. El perdón no es un valor absoluto. Digámoslo más claro y con plena convicción: hay cosas imperdonables. De lo contrario, si todo fuese perdonable nuestro mundo sería una comunidad ingenua, un caos ético y, a causa de esta fragilidad, quedaría indefensa frente a toda presión transgresora de la dignidad de las personas. Las líneas rojas que las sociedades evolucionadas hemos trazado (los derechos humanos) son infranqueables y marcan la muga de lo que no tiene, más allá de ella, excusa alguna. Y si se admite la excepción se derrumba la autoestima democrática y cuanto de auténtico y honroso la sostiene.
Olvidar lo perdonable
Hay un abismo profundo entre lo perdonable y lo imperdonable. A mi entender, lo perdonable es casi todo lo que tiene su base en las pasiones y bajezas humanas: la ambición, la irresponsabilidad, la indiferencia, el fundamentalismo, la mezquindad, la vanidad, la cobardía y todos los pecados capitales, poca cosa en realidad, incluso el desprecio de la propia vida. Perdonable es lo que tiene remedio, lo involuntario, lo absurdo y cuanto deja un rastro de íntimo arrepentimiento, cualquier fracaso. El perdón, que se pide y se concede, es un sublime ejercicio de comprensión que culmina con el mayor de los regalos: el olvido, una amnesia auténtica y desprendida viene junto a otras grandes oportunidades, como la confianza, la regeneración y la fe en la grandeza del ser humano.
La cuestión es: ¿tiene perdón ETA y su mundo cómplice? La respuesta sería muy sencilla si no se hubiera trazado una frontera histórica para este juicio moral: antes y después del franquismo, que implica aceptar la ficción de que una vez existió una ETA buena por sus ataques a la dictadura. En este argumento selectivo, que se prodiga a causa de que ciertos comentaristas políticos rondaron la violencia en su primera etapa, se funda la brumosa dificultad para valorar con criterio la actividad terrorista. A esta circunstancia perturbadora se le añade el sangrante episodio del terrorismo de Estado que hizo mártir a ETA durante un tiempo, crímenes que en su mayoría han quedado impunes y cuya extrema gravedad aportó a ETA elementos de disculpa parcial de su trágica existencia. Además, ETA ha sido la excusa perfecta para saqueos electorales, para la criminalización del proyecto nacionalista (“el árbol y las nueces”), para innumerables negocios inconfesables, para toda clase de aberraciones judiciales, legales y mediáticas y, en general, para la demolición democrática del Estado y la masiva siembra de odio hacia Euskadi, con lo que España equiparó su miseria moral a la de ETA. Pero a pesar de estas siniestras maquinaciones, ETA, como todo terrorismo, como el franquismo, el nazismo, el fascismo o el comunismo, sistemas salvajemente totalitarios e inhumanos, es imperdonable.
Recordar lo imperdonable
Lo imperdonable, creo yo, es lo irreparable, lo cruel, toda abolición de la dignidad de las personas, el mal consciente y sistemático, el abuso programado y en general todo daño que se autojustifica y no se lamenta de sus efectos. Es la infamia que no procede de alguna insignificancia humana, sino del talento destructivo y el odio como motivación. Una sociedad bien formada tiene que prefijar lo que nunca es perdonable, un catálogo de acciones repudiables contra las que, más allá de las leyes y sus previsiones penales, se responde colectivamente con el prodigio de la memoria: lo imperdonable es lo que jamás se olvida y permanece en la memoria, no por rencor o revancha, sino por necesidad de supervivencia física y moral. Por eso, no comparto la decisión del apagado del pebetero que en la academia de Arkaute homenajeaba a los quince miembros de la Ertzaintza asesinados por ETA. La memoria es una representación imborrable de lo que debe sobrevivirnos, pero también es un símbolo. Y los símbolos contribuyen a inmortalizar el recuerdo.
Al mundo de ETA se le puede perdonar su sectarismo ideológico, su furia extremista, su pobre bagaje intelectual, su retórica perversa, sus falsificaciones de la realidad, su estética cutre y el matonismo paralelo a la violencia que hemos soportado durante años. Todo esto lo olvidaremos; pero su prolongada crueldad quedará en el registro de la memoria común porque, ahora y siempre, será imperdonable. Asunto diferente es cuál debe ser la respuesta sobre los presos, que se inscribe en el proceso de normalización democrática después del cese definitivo del terrorismo. No es fácil hacer compatible la memoria contra lo imperdonable y la necesidad objetiva de que las cárceles se vacíen paso a paso. El historiador François Guizot sostenía que “es preciso perdonar mucho para no olvidar nada”, pero esta propuesta contiene cierta contradicción. Olvidar puede ser una infamia moral. Las decisiones están en el ámbito institucional y en la lucidez de sus líderes confiamos. Hay muchas actitudes radicales que desactivar, especialmente en lo referente a la politización de las víctimas, una catástrofe que ha impedido a gran parte de la ciudadanía vasca percibirlas como propias.
La memoria contra lo imperdonable no puede ser un relato escrito por las autoridades o sus siervos, ni debería quedar, como se pretende, en una instrucción que se imparte en los centros educativos como una asignatura con propósito de adoctrinamiento y retardada conmoción. Es una construcción colectiva que consolida nuestro bagaje ético y cuanto prevalece sobre las interpretaciones particulares. Es ahora, finalizada la pesadilla terrorista, cuando nos corresponde salvaguardar las cosas fundamentales, todo lo que queda por encima de la política y la historia, lo esencial y común. Temo que la sociedad vasca opte por olvidar lo imperdonable.
JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ Consultor de comunicación