A la caza de iconos: Urdangarín y estudiantes apaleados

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Desde que Karl Popper dijese, en uno de esos días malos que tiene cualquiera, que “la televisión es el instrumento más eficaz para vaciar de contenido la democracia”, este medio de masas ha prestado impagables servicios a la sociedad. Puede que a veces la tele contenga usos degradantes; pero sin su capacidad de ofrecer al instante imágenes de la realidad seríamos más ingenuos y nuestra conciencia democrática sería como la de un labriego medieval. ¿Y qué ocurriría si esta crisis económica nos hubiera pillado antes de la invención del artefacto catódico? Que no dispondríamos de información sobre sus causas y efectos y no podríamos desarrollar una respuesta congruente. Sin televisión el mundo sería una pantalla en negro.

La tele nos ha servido el paseíllo torero de Urdangarín hasta los juzgados, su lento caminar con dignidad impostada y su locuacidad ante los micrófonos, como si estos gestos estudiados le pudieran redimir de la certeza popular de su culpabilidad. Y la tele nos ha transmitido los incidentes de Valencia, donde centenares de estudiantes, que protestaban contra los recortes en educación, fueron apaleados salvajemente por la policía, cuyo jefe superior les considera “el enemigo”. La carga policial tuvo el incómodo testigo de las cámaras y esas imágenes de violencia uniformada serán el catalizador de nuevas revueltas de jóvenes, parados y otros parias. Rajoy puede hacer una de estas dos cosas: impedir las bárbaras intervenciones de sus agentes o decretar la censura digital.

Las víctimas de los recortes públicos y la sociedad castigada por el desempleo necesitan transfigurar su sufrimiento en imágenes de impacto: iconos de inocencia apaleada e iconos de culpables reprobados. Estamos ante la representación de una tragedia y para eso hacen falta símbolos duraderos que proyecten la verdad de una situación inhumana. La imagen de Urdangarín entrando a declarar ante los jueces no es el icono reparador: será cuando, ya condenado, entre a pie en la cárcel. Y ahí estará la tele, una vez más, cazando ese icono.

La verdadera familia del juez Grande Marlasca

Hoy, El Correo Español, en su página 26, publica un amplio reportaje sobre el juez Grande Marlasca. Y dice textualmente: “Nacido en el seno de una familia peneuvista…”. Este dato es completamente falso. El padre del juez se llamó Avelino Grande y pertenecía a la Policía Armada (“los grises”, para entendernos). Estuvo destinado durante años en el economato de la comisaría situada en la calle Elcano, en Bilbao. Por las tardes, como pluriempleo, cortaba el pelo en una peluquería en San Inazio, y en este barrio residía.

Así que de “familia peneuvista” nada de nada. Todo lo contrario. Su padre era un facha, un “gris” de la Policía Armada, ese cuerpo franquista que se dedicaba a aporrear y torturar a los nacionalistas, entre otros. ¿De dónde se ha sacado El Correo Español que la familia de Grande Marlasca era peneuvista? ¿Ignorancia o manipulación?

Estos datos los he recogido de diferentes fuentes, vecinos de esa familia y conocedores directos de sus hazañas franquistas.

Esta es la verdad y así os lo he contado.

¿Os cuento la verdad o miento un poco?

Decir la verdad se ha convertido en un problema. Lo paradójico es que lo sea en una época en que disponemos de inmensos caudales de información y multiplicidad de fuentes para conocer la verdad de lo que ocurre, vieja ilusión del ser humano desde que fuera expulsado del paraíso de la ingenuidad. Es algo paradójico que más información no signifique más certeza, sino mayor confusión, motivada por los usos restrictivos de la comunicación y la oscura gestión de sus contenidos en los ámbitos políticos y profesionales donde la verdad y su transmisión pública son percibidas como amenazas. La crisis económica y de valores que sacude a Occidente ha destapado la perversa relación entre las malas artes financieras y las estrategias de comunicación aplicadas a las mismas. Para que se produjeran tantas actuaciones empresariales fraudulentas y tanta dejación gubernamental, que inevitablemente habrían de concluir en una sucesión de quiebras privadas y ruinas de economías nacionales, era indispensable que este proceso estuviera recubierto por un manto de opacidad informativa. La especulación y la opacidad -la codicia y la mentira- han sido socias en este descalabro y ambas son el enemigo de la recuperación económica y la regeneración democrática de los estados.

La gestión informativa de la verdad nos sitúa en esta encrucijada: si cuentas toda la verdad puedes causar alarma. Si la niegas, engañas. Si la ocultas, defraudas. Si transmites solo una parte, falseas. Y si la retuerces retóricamente, manipulas. Ahora está de moda acusar de alarmistas a los emisores de la verdad, lo que no es más que un reflejo de la degradación ética de quienes pretenden salvarnos de la realidad con el mismo viejo paternalismo con que se esconden algunas verdades crueles a un niño y que este intuye. Obviamente, el propósito del recorte informativo no es ahorrarnos sufrimientos, ni evitar mayores destrozos del crédito nacional, sino tapar la pésima gestión de los gobernantes y sus manirrotas políticas de gasto.

Hagamos un poco de memoria, sano ejercicio para escarmentados. Desde el inicio de la crisis el opositor Rajoy no cesó de denunciar el progresivo deterioro económico español, a lo que Zapatero replicaba con amonestaciones de antipatriota, catastrofista y falaz. Y así se estableció una pugna entre la apariencia y la realidad en un lento aplazamiento de la verdad oficial que finalmente se impuso con todo su dramatismo. Zapatero fue un prodigioso escapista porque le faltó el coraje moral que exige enfrentarse sin temor a la responsabilidad de los hechos. ¿Acaso contribuyó Rajoy con sus críticas a menoscabar la imagen internacional del Estado, cuyo derrumbe era innegable? ¿Debería haber sido cómplice del silenciamiento de la ruina española? ¿Y cuánto menos grave sería hoy el escenario económico y laboral si hubiéramos sabido la verdad a tiempo y haber anticipado algún remedio?

La doctrina Zapatero

Una situación similar se ha producido recientemente en Euskadi. El presidente del EBB del PNV, Iñigo Urkullu, reveló en una comparecencia de prensa la delicada situación financiera del Gobierno López a partir de los datos disponibles y la llamada de auxilio realizada por el consejero Ares a los jeltzales. A la comunicación pública de Urkullu respondieron con virulencia el lehendakari, sus consejeros, el PSE y el poder mediático que los protege, acusándole de alarmista y haber puesto en entredicho la imagen de Euskadi y su solvencia. Todos ellos siguieron al pie de la letra la doctrina negacionista de Zapatero: esconder la exacta realidad de las cuentas del Gobierno y culpar a quien demanda conocerlas de asustar a los prestamistas. «Jugar con la credibilidad de Euskadi afecta a las condiciones crediticias, también de las empresas y de las familias, afecta a todo el país«, dijo López en el Parlamento. No, esto no es un juego y lo que incide negativamente sobre todos es la omisión de la verdad. Saber entera la verdad es el primer derecho de un ciudadano libre.

¿Y qué se supone que debía haber hecho y dicho Urkullu? ¿Callar la verdad o minimizarla? ¿Hacer dejación de su responsabilidad opositora? ¿Por cuánto tiempo? ¿Y para qué, para que los costes de la gestión de López nos salgan aún más caros y que su herencia sea aún más insoportable? El presidente jeltzale estuvo a la altura de la responsabilidad exigible a un político que piensa a largo plazo. Podría haberse callado, pero su silencio encubriría una coyuntura económica cuyos datos todavía se nos prohíbe. Decir la verdad hoy es casi un deber revolucionario y ciertamente la única respuesta frente a un mundo embustero.

Al final, la refriega ha quedado en un mero asunto semántico. ¿El problema era si Urkullu dijo o afirmó la palabra quiebra y puso en circulación el valor aterrador del dichoso vocablo? Pero el presidente del PNV no introdujo un debate sobre palabras, con el que nos han distraído los socialistas y sus patrocinadores mediáticos, sino un asunto tan fundamental como la verdad y el derecho a su conocimiento. Lo llamativo, por incoherente, es que el PP, que tantas energías empleó en el Estado para sacar a Zapatero del engaño sobre las cuentas públicas, se adhiera en Euskadi al discurso evasivo de López. Si la clase política desea salir del desprestigio en el que está instalada tendrá que adoptar la transparencia informativa -¡la sinceridad!- como su principal compromiso del que se derivaría toda una catarata de renovaciones.

Dolor de la verdad tardía

Vivimos sacudidos por las malas noticias económicas: es la verdad tardía que aparece después de mucho tiempo de engaños y falsas realidades. Y no es que los medios de comunicación tengan especial interés en hacernos más amarga la crisis. Durante las décadas pasadas hubo más que una burbuja financiera y un globo inmobiliario, entre otras fechorías. También tuvimos, vinculadas a esta ficción de feliz bienestar, una inmensa burbuja informativa en la que nos mantuvieron la economía de mercado y los estados. Ahora, la verdad escondida tantos años replica con fiereza, porque una verdad retardada se vuelve explosiva. Nuestra sorpresa dolorida es proporcional a la larga ignorancia de las cosas que estaban aconteciendo.

A veces tengo dudas sobre si los ciudadanos amamos saber la verdad, como las tengo sobre nuestra capacidad para participar en las decisiones que nos afectan, la corresponsabilidad democrática. Un país como España, que tiene pereza intelectual -y ética- por el esclarecimiento de los crímenes de la dictadura y transita desmemoriado hacia el futuro con tantas deudas pendientes y sin distinguir lo auténtico de lo falso, no está en la mejor disposición para gestionar las certezas de cada día. Del miedo a la verdad se aprovechan los poderes para apropiársela y dosificar o negar su información. De hecho, los estados y las iglesias nos han convencido de la obligación de guardar ciertos enigmas públicos por conveniencia de nuestra propia seguridad, un pretexto que esconde el objetivo de  expropiarnos la verdad. ¿Acaso la Iglesia católica no recibe ahora un reproche multiplicado por todo el tiempo que ocultó secretamente la certeza sobre la pederastia de algunos clérigos? Este es nuestro problema: liberar la verdad del dominio de los poderes económicos, políticos y doctrinales, sabiendo que la verdad nos hará más felices si sabemos admitir a la vez su crudeza y su grandeza.

JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ. Consultor de comunicación

Los jueves, NO-DO en ETB

Cuando historia se escribe Historia es como cuando verdad se escribe Verdad: es un fraude mayúsculo. Por reducir a una interpretación categórica lo que por su propia naturaleza es plural, abierto y dudoso. Atentos a esta frase: “Ha llegado la hora de realizar un relato sólido y solvente, verdaderamente profesional e indiscutible desde el punto de vista histórico”. ¿A qué pontífice corresponde esta declaración dogmática? No a Rouco o Pío Moa, sino a Iñaki Gabilondo, pronunciada en la presentación de la serie Transición y democracia en Euskadi, cuyo primer capítulo vimos el pasado jueves en ETB2. Con semejante petulancia estábamos avisados del posible sesgo ideológico del documental, además de andar escamados con el plantel de historiadores que lo han guionizado, con Juan Pablo Fusi al frente, todos constitucionalistas, muy respetables en su oficio, pero en absoluto ángeles puros ni libres de la tentación de arrimar el ascua a su sardina, elegidos para revelar entre los herejes vascos la única y verdadera fe en la patria española.

Y, en efecto, el resultado es tendencioso, con un enfoque obrerista en lo socioeconómico e izquierdista progre en lo demás. Ya nos sirvieron este menú decadente hace un año con La noche de crónicas, un fiasco colosal conducido por otro amigo del Gobierno, Ander Landaburu. El de ahora es un subproducto tardío y previsible cuya máxima heterodoxia ha sido denominar a Euskadi “país vasconavarro”. Y es que los historiadores son malos narradores, tanto que los escritores mediocres les han usurpado el terreno con el timo de la novela histórica, ni carne ni pescado.

Entre el blanco y negro de época, la carcoma de una historia adulterada y su afán propagandista, la serie se configura como una versión nostálgica del NO-DO, con Gabilondo haciendo de Matías Prats o David Cubedo y la pantalla de ETB transfigurada en las sórdidas salas de cine de los años sesenta. Todo en ella huele a viejo y humedad, con ese punto de tristeza y soledad de lo que agoniza sin honor en medio de la indiferencia general.

Euskadi, entre lo perdonable y lo imperdonable

La paz trae consigo el debate de la justicia, el perdón y la reconciliación; pero construir la paz es mucho más complicado que hacer la guerra, por la influencia perturbadora -inevitable- de los sentimientos inmiscuidos en la delicada tarea de reconocer los estragos humanos, cicatrizar heridas y evitar el rebrote del conflicto. En este proceso estamos en Euskadi y creo que, por comparación con otros países en similares circunstancias, podrá resolverse en no demasiado tiempo, en parte porque la dolorosa experiencia nos ha convertido en una sociedad madura y paciente. El reto ahora es oponernos a la ira, el resentimiento y la venganza a la vez que resistir frente a la indiferencia y el cinismo. Nuestra principal dificultad, incluso mayor que la fragmentación política, es el factor ético, que debe zanjar el desequilibrio de valoraciones sobre la naturaleza de la acción de ETA: una amplia minoría la entiende como lucha revolucionaria, ideológica e históricamente justificada, mientras la mayoría social la califica sin vacilar como terrorismo abominable. A mi juicio, lo sustancial del problema moral (lo discutible) se sitúa entre los territorios de lo perdonable y lo imperdonable, o lo que es lo mismo, entre el olvido y la memoria.

Aún en una comunidad prácticamente poscristiana como la vasca el concepto del perdón tiene una gran notabilidad en el repertorio de nuestros valores morales, quizás porque la actitud compasiva es una categoría superior, algo sobrevalorada por su inspiración romántica. Sin embargo, habría que entender el perdón en sus justos términos, como una oportunidad que tiene unos límites precisos. El perdón no es un valor absoluto. Digámoslo más claro y con plena convicción: hay cosas imperdonables. De lo contrario, si todo fuese perdonable nuestro mundo sería una comunidad ingenua, un caos ético y, a causa de esta fragilidad, quedaría indefensa frente a toda presión transgresora de la dignidad de las personas. Las líneas rojas que las sociedades evolucionadas hemos trazado (los derechos humanos) son infranqueables y marcan la muga de lo que no tiene, más allá de ella, excusa alguna. Y si se admite la excepción se derrumba la autoestima democrática y cuanto de auténtico y honroso la sostiene.

Olvidar lo perdonable

Hay un abismo profundo entre lo perdonable y lo imperdonable. A mi entender, lo perdonable es casi todo lo que tiene su base en las pasiones y bajezas humanas: la ambición, la irresponsabilidad, la indiferencia, el fundamentalismo, la mezquindad, la vanidad, la cobardía y todos los pecados capitales, poca cosa en realidad, incluso el desprecio de la propia vida. Perdonable es lo que tiene remedio, lo involuntario, lo absurdo y cuanto deja un rastro de íntimo arrepentimiento, cualquier fracaso. El perdón, que se pide y se concede, es un sublime ejercicio de comprensión que culmina con el mayor de los regalos: el olvido, una amnesia auténtica y desprendida viene junto a otras grandes oportunidades, como la confianza, la regeneración y la fe en la grandeza del ser humano.

La cuestión es: ¿tiene perdón ETA y su mundo cómplice? La respuesta sería muy sencilla si no se hubiera trazado una frontera histórica para este juicio moral: antes y después del franquismo, que implica aceptar la ficción de que una vez existió una ETA buena por sus ataques a la dictadura. En este argumento selectivo, que se prodiga a causa de que ciertos comentaristas políticos rondaron la violencia en su primera etapa, se funda la brumosa dificultad para valorar con criterio la actividad terrorista. A esta circunstancia perturbadora se le añade el sangrante episodio del terrorismo de Estado que hizo mártir a ETA durante un tiempo, crímenes que en su mayoría han quedado impunes y cuya extrema gravedad aportó a ETA elementos de disculpa parcial de su trágica existencia. Además, ETA ha sido la excusa perfecta para saqueos electorales, para la criminalización del proyecto nacionalista (“el árbol y las nueces”), para innumerables negocios inconfesables, para toda clase de aberraciones judiciales, legales y mediáticas y, en general, para la demolición democrática del Estado y la masiva siembra de odio hacia Euskadi, con lo que España equiparó su miseria moral a la de ETA. Pero a pesar de estas siniestras maquinaciones, ETA, como todo terrorismo, como el franquismo, el nazismo, el fascismo o el comunismo, sistemas salvajemente totalitarios e inhumanos, es imperdonable.

Recordar lo imperdonable

Lo imperdonable, creo yo, es lo irreparable, lo cruel, toda abolición de la dignidad de las personas, el mal consciente y sistemático, el abuso programado y en general todo daño que se autojustifica y no se lamenta de sus efectos. Es la infamia que no procede de alguna insignificancia humana, sino del talento destructivo y el odio como motivación. Una sociedad bien formada tiene que prefijar lo que nunca es perdonable, un catálogo de acciones repudiables contra las que, más allá de las leyes y sus previsiones penales, se responde colectivamente con el prodigio de la memoria: lo imperdonable es lo que jamás se olvida y permanece en la memoria, no por rencor o revancha, sino por necesidad de supervivencia física y moral. Por eso, no comparto la decisión del apagado del pebetero que en la academia de Arkaute homenajeaba a los quince miembros de la Ertzaintza asesinados por ETA. La memoria es una representación imborrable de lo que debe sobrevivirnos, pero también es un símbolo. Y los símbolos contribuyen a inmortalizar el recuerdo.

Al mundo de ETA se le puede perdonar su sectarismo ideológico, su furia extremista, su pobre bagaje intelectual, su retórica perversa, sus falsificaciones de la realidad, su estética cutre y el matonismo paralelo a la violencia que hemos soportado durante años. Todo esto lo olvidaremos; pero su prolongada crueldad quedará en el registro de la memoria común porque, ahora y siempre, será imperdonable. Asunto diferente es cuál debe ser la respuesta sobre los presos, que se inscribe en el proceso de normalización democrática después del cese definitivo del terrorismo. No es fácil hacer compatible la memoria contra lo imperdonable y la necesidad objetiva de que las cárceles se vacíen paso a paso. El historiador François Guizot sostenía que “es preciso perdonar mucho para no olvidar nada”, pero esta propuesta contiene cierta contradicción. Olvidar puede ser una infamia moral. Las decisiones están en el ámbito institucional y en la lucidez de sus líderes confiamos. Hay muchas actitudes radicales que desactivar, especialmente en lo referente a la politización de las víctimas, una catástrofe que ha impedido a gran parte de la ciudadanía vasca percibirlas como propias.

La memoria contra lo imperdonable no puede ser un relato escrito por las autoridades o sus siervos, ni debería quedar, como se pretende, en una instrucción que se imparte en los centros educativos como una asignatura con propósito de adoctrinamiento y retardada conmoción. Es una construcción colectiva que consolida nuestro bagaje ético y cuanto prevalece sobre las interpretaciones particulares. Es ahora, finalizada la pesadilla terrorista, cuando nos corresponde salvaguardar las cosas fundamentales, todo lo que queda por encima de la política y la historia, lo esencial y común. Temo que la sociedad vasca opte por olvidar lo imperdonable.

JOSÉ RAMÓN BLÁZQUEZ Consultor de comunicación