Vaya ensaladita

Cambiar es una necesidad y una aventura apasionante, pero lo único que la justifica es mejorar. Efectivamente, Vaya Semanita ha cambiado, aunque no supera lo anterior. Dicho en términos gastronómicos, el programa antes era un menú de tres platos y ahora es una cena a base de ensalada saturada de ingredientes. El nuevo formato está construido sobre una multiplicidad de personajes, cada uno de los cuales presenta sus historias encadenándolas sin transición con las demás. Planteado así, el espacio se la juega a lo que puedan dar de sí los personajes, de forma que el éxito o el fracaso dependerán de la evolución de los mismos. ¿Y la comicidad? Ahí está el problema, porque se ha optado por un humor verbal, con renuncia de lo histriónico y las situaciones paradójicas, insuficiente para hacer reír durante una hora. Sin un plus de extravagancia hasta el espectador más racional se aburre.

En la galería de personajes hay dos que sobresalen: los viejos rockeros nostálgicos y la esposa matriarcal que anula la personalidad de su marido. Tienen recorrido; pero otros dos se sitúan en la frontera del escarnio a las personas con desarreglos físicos: el adolescente con alopecia precoz y el ertzaina con problemas de rotacismo, cruelmente representados y sin ninguna gracia. La dispersión y el caos inicial deberían dar paso a una reducción de la diversidad. También tendría que moderarse la obsesión desmitificadora del carácter tradicional vasco. Hay redundancia. Después de siete años tumbando los tópicos de Euskadi ya no nos queda ningún mito casero que derribar, ni hay leyendas urbanas que vilipendiar. ¿Un baserritarra gay? Demasiado facilón. El humor no es sociología y cuando se pone petulante cae en el ridículo.

El estreno tuvo casi 150.000 seguidores. ¿Cuántos por curiosidad comparativa? ¿Cuántos quedaron defraudados? Creo que el producto está amortizado y, aunque bien intencionada, esta reconversión es una ruina. Es otra cosa y no es mejor. Es triste que, a las primeras de cambio, sobre Vaya Semanita penda la amenaza de bostezo.

Partido Nacionalista Vasco, 6

NO me gusta apostar, porque es una actividad irracional. Y porque me conformo con mi suerte frente al universo de las probabilidades. Aún así, y solo en esta ocasión, si tuviera que cumplimentar una quiniela electoral, anotaría los siguientes resultados en la CAV: Partido Nacionalista Vasco, seis escaños; Partido Popular, cinco; Amaiur, cuatro y Partido Socialista de Euskadi, tres diputados. No solo estoy convencido de que en la decantación final de los electores indecisos el PNV recogerá muchos votos, que le darán la victoria, sino que Amaiur (que podrá formar grupo en el Congreso con su escaño navarro, un suceso muy relevante) verá menguados sus apoyos respecto de los obtenidos en mayo, y el PSE sufrirá la más amarga derrota de su historia a costa de un PP triunfante en España, pero que aquí será la segunda fuerza.

Estas son las elecciones más contradictorias que he conocido, con una legión de resignados y otra de indignados

Este pronóstico se verificará en dos días, así que poco habrá que esperar para juzgar su tino. Mi percepción, a base de escuchar mucho y de preguntas discretamente formuladas, es que, en medio de las incertidumbres actuales, el votante no posicionado busca un refugio seguro para su voto y dando por hecho el advenimiento del nebuloso Rajoy, el PNV aparece como la opción más sólida, no solo por su reconocimiento de buen gestor y su ponderación ideológica, sino también por su capacidad para equilibrar las medidas que se puedan tomar sobre Euskadi, tanto en el plano económico, como en lo político y, específicamente, en la gestión de la paz. Se producirá, por lo que extraigo de mi escrutinio, una moderación abertzale y social, con lo que el PNV recibirá un caudal añadido de sufragios que deberá entender como un voto de confianza, muy condicionado a lo que puedan ser sus políticas a corto plazo.

Si comparásemos las elecciones con un gran mercado financiero, diría que las acciones del PNV han sufrido un fuerte ataque especulativo desde el poder mediático, con rumores interesados que ponían en entredicho su solvencia y le presentaban como un activo a la baja, restándole atractivo para ese sutil inversor en ilusión que es el votante. Los candidatos jeltzales han sabido esquivar con inteligencia la embestida y hoy sus valores cotizan al alza. La marca Amaiur no prende y la del PP agobia.

Estas son las elecciones más contradictorias que he conocido, con una legión de resignados y otra de indignados, dos posturas antagónicas, pero ambas desencantadas. En medio, percibo a una multitud dispuesta, con pasión de país, a resistir ante lo que se avecina. ¡Que vienen los tecnócratas!

Querido señor D’Hont

Seguramente, su viejo modelo aritmético para el reparto de escaños le convierte a usted en uno de los hombres más poderosos del mundo. Unos partidos le temen y otros le bendicen, lo que demuestra que sus cuentas son contradictorias. Los que le aborrecen afirman que su fórmula es injusta y que favorece el bipartidismo, cáncer de la pluralidad democrática. No me negará que sus críticos tienen algo de razón. Con lo que cuesta ganarse el apoyo de la gente, es usted capaz de dejar a un partido sin su acta de diputado por apenas un puñado de votos y regalárselo a quien va sobrado. Es usted un caprichoso, amigo mío, señor de los restos, benefactor del mayoritario. Solo la Junta Electoral le supera en arbitrariedad en la sórdida tarea de condicionar los procesos electorales.

Hay que reconocer en su honor que no hay una regla perfecta para convertir los votos en una justa distribución de electos, de la misma forma que no se ha creado aún un sistema mejor que los estresantes exámenes para evaluar los conocimientos del alumno. Por eso, es usted la excusa socorrida de no pocos fracasos políticos y el pretexto oportunista de la inexistencia de una ley electoral equilibrada. Fíjese, señor D’Hondt, que incluso le responsabilizan de que los nacionalistas estén sobrerrepresentados en Madrid, cuando la circunscripción territorial es lo único coherente con el Estado descentralizado. Son diversos, ya ve, los damnificados de su travieso y genial invento.

Como le digo, los electores le tienen miedo; pero son temores infundados. Usted también posee un punto débil. No se crea invencible. Contra el riesgo de que nos prive de un escaño decisivo existe la movilización del electorado. Para que el PNV se garantice el tercer asiento por Bizkaia no necesitan los candidatos implorarle ante su altar, admirado D’Hondt. Lo que deben hacer es activar sus potentes razones por el futuro de Euskadi frente a la dispersión del voto abertzale y el desafío de una derecha revanchista. Y lo mismo digo para ganar el segundo diputado por Gipuzkoa y asegurar el único de Araba: movilización a tope y fuerza de convicción. Y ni un voto perdido por pereza o vacilación para evitar lamentos en el despiadado reparto final.

Si nos olvidamos de usted en la noche del 20-N, será porque se habrá hecho un buen trabajo. Y si nos lamentamos de sus destrozos, resultará que habremos fallado nosotros, no su endemoniada calculadora. Vaya con cuidado en la distribución de alegrías y frustraciones. Le envío un respetuoso saludo hasta su cielo.

Videocampaña. Cuando la propaganda quiso ser publicidad.

EL día que la propaganda quiso ser publicidad, los vídeos electorales se convirtieron en anuncios comerciales, con lo que los candidatos pasaron a ser productos de consumo, como Ariel o Colacao, y las ideologías ocuparon el escaparate, como El Corte Inglés. Y todo por complejo de inferioridad. ¡Qué gran error! Antes de esto los partidos grababan vídeos de varios minutos donde los líderes intentaban convencer. Eran un tostón, es cierto, pero no por el formato, sino por su contenido. Seducidos por inexpertos asesores, que miraban de reojo el espectáculo electoral americano, y creyendo que el desencanto del sistema podía redimirse con la ilusión artificial de la imagen, decidieron que los vídeos fueran de 30 segundos y tuvieran la hechura de los grandes spots de marca. Y así hemos llegado a la degeneración de esta estrategia comunicativa, al vídeo cutre, que no ha hecho más que aumentar el descrédito político.

Hay una confusión de concepto. La propaganda y la publicidad son géneros diferentes: uno se ocupa de la difusión persuasiva de las ideas y el otro se ciñe a la seducción de bienes y servicios de consumo. Pueden coincidir en los mismos soportes (prensa, radio, televisión, internet), pero no deben concurrir con iguales técnicas y parecido lenguaje, porque son acciones de distinta naturaleza y le conviene a la democracia no asimilarse a la simplificación publicitaria. Hay un riesgo totalitario si la comunicación política no se libera de la subjetividad del anuncio y su intransferible retórica, a lo que contribuye también el hecho de que los nuevos vídeos electorales se inserten junto al resto de la publicidad en televisión.

Los penosos vídeos del PP, con un Rajoy de taxista implícito, y los del PSOE, con un niño pijo que promueve la lucha de clases y con médicos ausentes que dejan morir a los enfermos, y el sonrojante videoclip rapero de UPyD, no reportarán más votos en las urnas. La gente creerá que en el supermercado político todo está más caro, por mucho que el 20-N comiencen las rebajas. O los recortes.

Descartes no vota

¿POR qué hasta las personas más racionales deciden por influencia de sus sentimientos y no por criterios elaborados? Desde el bendito día en que Descartes quedó superado tras el reconocimiento de la naturaleza emocional de los seres humanos, la comunicación intuye que el camino más corto entre el emisor de un mensaje y su receptor es la línea sinuosa que llega al corazón. No es que ahora, con la afirmación de la inteligencia emocional, llevemos una existencia sentimentalizada y entregada a los impulsos.

Simplemente, percibimos nuestra realidad dual -pasión y pensamiento- y asumimos el complicado propósito de comprender y controlar la mutua interferencia de ambas dimensiones en nuestra conducta a fin de garantizarnos una vida fértil y satisfactoria. Por eso, la esencia de las campañas electorales no son tanto los argumentos ideológicos y la literatura espesa de los programas, sino la gestión de las emociones colectivas y su equilibrio con las necesidades de los ciudadanos. ¿Acaso podemos separar los sueños y deseos imaginados de nuestras urgencias reales? ¿Es que la indignación no es un instinto que brota de la conciencia de libertad y justicia?

Lo más evidente de esta campaña es su bajo perfil emocional, expresado en los eslóganes. Cuando el PP dice Súmate al cambio, está apelando a una ambición partidista y no tanto a la solución de las angustias de la gente provocadas por la crisis. Por el contrario, el PNV al proclamar que Euskadi puede está estimulando resortes emocionales de orgullo y autoestima del país, lo que explica cómo solo dos palabras pueden contener tantas motivaciones. También el lema del PSOE, Pelea por lo que quieres (verso de una conocida canción de Serrat) tiene una fuerte carga sentimental, pero de pura resistencia ante la inminente catástrofe. ¿Ignoran los socialistas que la resignación devora toda ilusión?

Sí, movilizar la ilusión es la gran baza electoral, una poderosa emoción surtida de anhelos y frustraciones. ¿Y cómo conseguir que la ciudadanía se entusiasme? Solo es factible con tres compromisos: la épica del sacrificio, la ejemplaridad política y la unidad de acción. Y con la redención de las tres maldiciones históricas del Estado: el desastre educativo, la lentitud de la justicia y la baja productividad. Es imposible fabricar esperanza si no hay un proyecto de transformación. Convencerán en las urnas quienes se arriesguen con una gran renovación sin aventurar a la sociedad. ¿Una emoción arrolladora, una razón convincente? Decir toda la verdad.