Cambiar es una necesidad y una aventura apasionante, pero lo único que la justifica es mejorar. Efectivamente, Vaya Semanita ha cambiado, aunque no supera lo anterior. Dicho en términos gastronómicos, el programa antes era un menú de tres platos y ahora es una cena a base de ensalada saturada de ingredientes. El nuevo formato está construido sobre una multiplicidad de personajes, cada uno de los cuales presenta sus historias encadenándolas sin transición con las demás. Planteado así, el espacio se la juega a lo que puedan dar de sí los personajes, de forma que el éxito o el fracaso dependerán de la evolución de los mismos. ¿Y la comicidad? Ahí está el problema, porque se ha optado por un humor verbal, con renuncia de lo histriónico y las situaciones paradójicas, insuficiente para hacer reír durante una hora. Sin un plus de extravagancia hasta el espectador más racional se aburre.
En la galería de personajes hay dos que sobresalen: los viejos rockeros nostálgicos y la esposa matriarcal que anula la personalidad de su marido. Tienen recorrido; pero otros dos se sitúan en la frontera del escarnio a las personas con desarreglos físicos: el adolescente con alopecia precoz y el ertzaina con problemas de rotacismo, cruelmente representados y sin ninguna gracia. La dispersión y el caos inicial deberían dar paso a una reducción de la diversidad. También tendría que moderarse la obsesión desmitificadora del carácter tradicional vasco. Hay redundancia. Después de siete años tumbando los tópicos de Euskadi ya no nos queda ningún mito casero que derribar, ni hay leyendas urbanas que vilipendiar. ¿Un baserritarra gay? Demasiado facilón. El humor no es sociología y cuando se pone petulante cae en el ridículo.
El estreno tuvo casi 150.000 seguidores. ¿Cuántos por curiosidad comparativa? ¿Cuántos quedaron defraudados? Creo que el producto está amortizado y, aunque bien intencionada, esta reconversión es una ruina. Es otra cosa y no es mejor. Es triste que, a las primeras de cambio, sobre Vaya Semanita penda la amenaza de bostezo.