La quinta de Mad Men

En el microcosmos de la tele también hay espacio para el glamour y el culto estético, no todo es vulgaridad y feísmo. Ayer comenzó en Canal Plus, en sesión doble, la quinta temporada de Mad Men, una de esas series delicatesen que reciben premios por doquier -acumula ya quince Emmy y cuatro Globos de Oro- y provocan que una marea de seguidores exquisitos la ponderen e idealicen como a una obra maestra de Bergman o Eisenstein. A tales delirios intelectuales contribuyen su extraordinaria calidad artística y la refinada ambientación, que reproduce las tensiones de cambio de la sociedad norteamericana en la década de los sesenta, vista desde el epicentro del sugestivo negocio de la publicidad en Nueva York, confluencia de ambiciones, poder, dinero y sexo bajo múltiples circunstancias y personajes.

Las nuevas peripecias de los hombres de Madison Avenue (de ahí el nombre de la serie) avanzan hacia la consumación de la previsible tesis del relato: el éxito profesional conlleva el tributo del fracaso vital en forma de divorcios, odios, adicciones y soledad. Paralelamente, en la batalla por ascender en la escala del reconocimiento intelectual, las mujeres pagan su precio con insufribles crisis emocionales. O sea, la vieja teoría de la maldición de la riqueza asociada a la desdicha. O la simpleza de que el triunfo económico se padece en el infierno de la vida terrenal. Un consuelo para los pobres.

Si usted no puede disfrutar de esta historia, sepa que contra el privilegio de la televisión de pago surgió la justicia distributiva de internet, donde podemos ver, incluso por anticipado, las series que no se emiten en abierto. Le gustarán mucho los dos primeros capítulos, mientras que los fetichistas quizás alcancen el éxtasis en el octavo con un hecho insólito en televisión: Don Draper pincha un disco de The Beatles y hace sonar Tomorrow Never Knows, tan psicodélico. El gesto ha costado un cuarto de millón de dólares por los derechos. Era lo que le faltaba a Mad Men para apropiarse del alma sagrada de los sesenta.

No me llamo «Atlético de Bilbao»

http://www.youtube.com/watch?v=WNVdMYJxb6o

La retransmisión de un partido es un relato de emociones. No es fácil, pero se conocen los ingredientes: imágenes épicas de la contienda, adoptar el punto de vista del espectador y narración vibrante que supere la descripción del juego. Telecinco perdió el miércoles la oportunidad de ofrecernos una sublime final europea. Quizás por su escasa cultura en el arte de televisar fútbol, optó por el modelo tradicional, tanto en realización como en locución. ¿Para qué queremos un narrador que se limita a contar lo obvio? Manu Carreño, responsable del fiasco, exhibió todos los defectos del profesional de radio trasplantado a la tele: crónica descriptiva, garrulería e ignorancia de que la voz complementa a la imagen, como la percusión a la melodía.

Aun así lo insoportable para los seguidores del Athletic no fue la contemplación de la derrota, sino la tortura añadida de escuchar cómo Morientes, tan brillante goleador ayer como mal comentarista hoy, se refería una y otra vez al Athletic con el falso nombre español del club, Atlético de Bilbao, uno de esos rebuznos que en Euskadi tomamos como insulto. ¿La alternativa? Pulsar la tecla mute y acompañarse de una genuina retransmisión radiofónica. Tampoco el realizador tuvo un buen día en su servil afán de mostrarnos la felicidad colchonera del principito y saturarnos con tomas de Patxi López, instituido por su proverbial infortunio en gafe oficial de los leones.

Para que la tristeza no mutara en frustración -una emoción corrosiva- José Ituarte consiguió cerrar la noche en ETB con una excelente gestión del sentimiento colectivo, encauzando la decepción hacia la esperanza y prestando un gran servicio de psicología positiva, cuando podría haber optado, con sobrados motivos, por el desbordamiento crítico. El 25 de mayo hay otra final y se juega en TVE. Que Dios nos coja confesados si toma el micrófono Sergio Sauca, un relator depresivo. Me pido a Carlos Martínez y Robinson, los de Plus, los únicos capaces de transformar un partido en una historia emocionante. Ganamos seguro.

Verlo juntos o morir de soledad

Cada vez más gente ve la televisión sola, vivencia tan vacía como comer solitariamente, viajar con nadie o ir al cine sin compañía. O dormir desparejado. Vamos hacia una sociedad masturbatoria -de autarquía emocional y bricolaje afectivo- frente a la cual aparecen algunas señales que expresan una creciente demanda de volver a estar juntos. El fútbol permite este reencuentro colectivo y ha creado el curioso fenómeno de ver los partidos en el bar, quizás como pretexto para salir de casa y hablar y beber con otros, discutir las jugadas y apasionarse en comandita, igual que en el estadio: este vilipendiado deporte reúne los sentimientos básicos y también la difícil convivencia.

Si las finales que el Athletic jugará en Bucarest y Madrid se van a poder ver en emisión no codificada, ¿por qué decenas de miles de ciudadanos, poco y muy futboleros, se citarán ante monitores gigantes para seguir juntos estos partidos? Por la necesidad de vivir en manada y recuperar cierto sentido de comunidad. ¿Quién canta los goles o maldice al árbitro estando solo? ¿Quién silbaría el himno español si no es para sumarse a la coral de la pitada? San Mamés abrirá sus puertas para una ceremonia única: la épica del Athletic vista por la tele en masiva compañía. El ayuntamiento de mi pueblo instalará en el frontón una descomunal pantalla. Porque hay cosas que es mejor gozarlas en multitud, incluso en tiempo austero.

Todo esto es un consuelo y algo de rebelión contra el mundo Crusoe que estamos construyendo. Impresiona tanta heroicidad humana en la búsqueda de relaciones, apegos y ternura. El desvarío de la televisión es presentarse como alivio de la soledad. Lo hace a menudo y no con mala intención; pero es impersonal, no es auténtica. Se requieren acontecimientos que nos muevan a escapar del blindaje de nuestra identidad individual para ser felices en cuadrilla. Será un placer inmenso presenciar por televisión las finales del Athletic; pero daría cualquier cosa por alguna entrada y disfrutarlas al lado de muchísimas más personas.

Triunfo y derrota, qué espectáculo

Para quienes no creen en la espontaneidad de las casualidades o atribuyen al azar el modo en que Dios interviene en nuestra existencia sin menoscabar el libre albedrío, todo lo que ocurre tiene su designio. El jueves pasado coincidieron el 75º aniversario del bombardeo de Gernika y la celebración en San Mamés de uno de esos partidos épicos que dejan profunda huella, demasiado para un solo día. En él se reunieron el triunfo y la derrota, que no son nada el uno sin el otro, para revelar las contradicciones sobre el sentido de ganar y perder, un valor esencial en la construcción del proyecto humano. Y todo gracias a la intermediación de la televisión, no la despreciemos, que nos permite un conocimiento imperfecto de la realidad. ¿Cómo sobrevivían sin suministro de información nuestros antepasados?

El triunfo es siempre efímero, pero imprescindible como esperanza. Es un placer intenso que conviene exteriorizar y compartir al igual que otros deleites. ¿Quién se ríe o baila en soledad? Las imágenes de felicidad de la afición rojiblanca y el éxtasis de los jugadores nos han mostrado la bendita necesidad de expresar las emociones, algo que no practica Marcelo Bielsa, un triunfador absoluto que inhibe sus sentimientos, quizás por una mal entendida fortaleza personal. No puede usted, amigo mío, ausentarse de una fiesta que es suya tanto como del equipo y de Bizkaia entera. ¿Admitirá que sus pupilos le manteen en caso de ganar la competición? Deje que la tele nos regale ese recuerdo.

La derrota es la experiencia perfecta. Solo en ella somos verdaderamente dignos. Messi, Cristiano y Guardiola, acostumbrados al triunfo, la han sentido con particular fiereza. Pero la derrota de Gernika es brutal más por la mentira de Estado que por las víctimas. En Intereconomía hemos visto al historiador militar Salas Larrazábal minimizar los hechos, así como a Cesar Vidal en ETB vomitando sobre las tumbas de los muertos. También Alfredo Amestoy ha hablado de mitos inventados por los vencidos. Se puede soportar una vieja derrota, pero no una derrota a la que se añade la ofensa y la ignominia. Cuidado con el futuro que hereda esa mala herida.

11 palabras, 4 segundos: la disculpa que nunca existió

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Lo más fascinante de la comunicación es la diversidad de las percepciones: un mismo mensaje puede tener millones de interpretaciones. Contra esta prodigiosa disparidad han conspirado todos los tiranos y sus serviles Goebbels con el propósito de controlar los efectos de la información, convencidos de la estupidez de la gente. Algo de esto ha ocurrido con la intervención del rey tras el escándalo de su safari. ¿Por qué el poder mediático se obstina en afirmar que el monarca ha pedido disculpas? Apelan a nuestra ignorancia para persuadirnos de que estas once palabras (“lo siento mucho; me he equivocado y no volverá a ocurrir”) contienen la grandeza del perdón. Pues no. Disculparse sería decir “os pido perdón” o “ruego me disculpéis”. Y lo manifestado por Juan Carlos es un sentimiento de pesar, el reconocimiento de su error y la voluntad de no reincidir. ¿La disculpa está implícita? Tal vez, pero sin la expresa palabra perdón su mensaje resulta falaz.

Hay otras perplejidades. Si un oportuno percance no hubiera permitido el conocimiento de su fechoría, ¿habría llamado el rey a la televisión para retransmitir su penitencia? Seguro que no. ¿No había un escenario más cutre para esta parodia que la puerta de una habitación hospitalaria? ¿Piensa el jefe del Estado que el reproche social a su conducta puede despacharse con once miserables palabras y en cuatro raquíticos segundos? ¿Alguien cree en la sinceridad de su descargo, cuando su lenguaje corporal (nerviosismo, mirada huidiza, balbuceo y rigidez) delataba que mentía por exigencia del guión y por altivez?

La tele es una ventana indiscreta que nos muestra la realidad para que la interpretemos con criterio. Lo que se ha visto es a un rey forzado a beber el cáliz de la humillación y sufrir la purga de su orgullo, demasiado para una cabeza coronada. Por eso, ha querido que todo transcurriera lo antes posible y con pocas palabras. Solo un memo puede creer que así, borbónicamente, se resuelve una grave crisis de Estado. ¿La réplica popular? La más cruel: repulsa y mofa.