Ocaso de los hombres-anuncio

Echa el freno, Rafa Nadal. He visto tu última campaña en la que patrocinas a Amstel Ultra (baja en calorías, pero con 4 grados del alcohol) y creo que has cruzado una frontera impropia de alguien de tu prestigio. Ser estandarte de bebidas alcohólicas es antisocial, y lo sabes. Hace años te pasaste de la raya prescribiendo a PokerStars, juego online y de apuestas. ¿Por qué ese afán tuyo de hacer tantísima publicidad? Déjame que te explique por qué esa superexposición publicitaria es perjudicial. Sí, ganas más pasta cuantos más contratos firmas, no te lo reprocho; pero date cuenta de que así, en el exceso de marketing, te conviertes en objeto. Hay un límite de autoestima tras el que sales despersonalizado. Es más rentable decir no a la asfixiante maquinaria del consumo.

Trabajar simultáneamente para Mapfre, Kia, Telefónica y Banco Sabadell ya es mucho. Déjalo ahí, Rafa, no más explotar tu renombre hasta el desgaste. Es incomprensible que los anunciantes quieran compartirte, porque, al final, la gente diluye sus percepciones en la sobrecarga de productos que amparas y tu fama pierde eficacia. Hay un empacho de Nadal. Hazte exclusivo y despide a tu frenético asesor de imagen. Has respaldado a Heliocare, Nike, Colacao, Babolat, Time Force, Nintendo, los calzoncillos de Tommy Hilfiger y hasta te plegaste a Banesto en mala hora. Y así emulas a Matías Prats, que hace más campañas que telediarios, con la pérdida de objetividad que implica.

Pierdes más que ganas como hombre anuncio, campeón. Le ocurre también al delegado del Gobierno central en Euskadi, Denis Itxaso, excelente persona, pero cuyo desmedido afán por la propaganda prosanchista desbarata su gestión. No vale la pena más riqueza y notoriedad, porque el mercado, como la política, te asimila y destruye. ¿Nadie te ha dicho, Rafa, que das muy mal en la pantalla?

El escepticismo como autodefensa

Lo niego todo, incluso la verdad, canta Joaquín Sabina en el tema que da título a su último álbum para ironizar sobre lo que se dice de él, cierto o falso. Un verso cínico, es cierto, pero pertinente como réplica contra ese automatismo fatal de la gente que se cree cualquier cosa y acepta la información sin filtro hasta el punto irracional de confundirla con conocimiento. Se supone que necesitamos creer en algo y en alguien, siempre que eso tenga sentido y no constituya un refugio de ignorancias y renunciar al supremo derecho a la duda. Entre negar y confiar tiene que mediar un equilibrio que garantice el control propio y disponer de criterio para distinguir los contenidos, auténticos o mentirosos, de la comunicación, la historia, la economía, la cultura y la política. Esto es un choque a muerte entre la credulidad y el escepticismo en el escenario de cada persona y cada sociedad.

            Si alguien creía que tras el fin del dominio de las religiones y el pensamiento mágico se había acabado la credulidad estaba muy equivocado. La credulidad (la facilidad con que una persona se cree lo que otros le cuentan) es una de las grandes contradicciones de los países avanzados. Y no hay excusas para la credulidad desde el momento en que uno toma conciencia de su propio ser libre y su dignidad. Sin embargo, nunca como ahora fue tan evidente la simplicidad e ingenuidad de la gente, incluso entre los instruidos, tan permeables a los medios, las tribunas y las organizaciones, nuevos púlpitos con nuevos y viejos dogmas. La credulidad es la base de todo totalitarismo, que encuentra su oportunidad en la tendencia cobarde de muchas personas a ser tuteladas. 

            La réplica a la credulidad y toda fe enajenadora es el escepticismo, la desconfianza o duda de la verdad o eficacia de algo. Creo que nuestro siglo precisa de la reinvención del viejo escepticismo de barrera religiosa hacia un poderoso recelo, especialmente activo frente a los señuelos de la tecnología, la cultura del entretenimiento y la tiranía del rebaño que obliga a desprenderse de la inconformidad natural del individuo y a la aceptación de la opinión conveniente. El escepticismo renace contra los nuevos poderes de influencia y las adormideras del sistema que nos quiere mansos, acríticos y fieles a valores sin alma, sin dudas ni pasión, desprendidos de toda la riqueza que habita en el espíritu humano y sin lo que nada somos. 

Cuestionar la información

Y como se trata de vivir feliz en convivencia amigable con la duda y la incansable búsqueda de certezas, como táctica general recomendaría blindarse frente a la información de los medios audiovisuales (y de la prensa escrita o sonora que abraza el entretenimiento para sobrevivir a su declive) y las redes sociales de participación y opinión. No son fiables por cuanto traicionan la razón de la información y su compromiso democrático. Pero si fallan los medios en su credibilidad (lo peor que puede ocurrir), no es menos funesta la temeridad con que las personas se asoman a la información sin el cuidado debido para comprender que las noticias emitidas con mucha prisa, parciales en su relato y con demasiado sesgo tendrían que ser asumidas con precaución intelectual y recia actitud de autodefensa. En un mundo de crédulos la información está sobrevalorada. Pues estamos en época de la sobreinformación o infoxicación, se hace indispensable una visión escéptica de las cosas, no sea que lleguemos a creernos bien informados, justo de lo que se jacta la penosa tribu de los crédulos. La pandemia nos ha enseñado, tras padecer una información atemorizante, a vivir escépticamente creyendo poco, dudando de todo y negando mucho. 

Un escéptico razonable y escarmentado diría que el máximo peligro de la información no es la falsificación y la inexactitud narrativa, sino las noticias que se ocultan, lo que no se dice, siendo parte sustancial de la realidad. La mayor mentira es el silenciamiento. Junto al enmarcado informativo, ¿qué agenda temática se prioriza, con excesos en lo frívolo y defectos en asuntos trasversales donde hay menos diferencias ideológicas? ¿Por qué los medios españoles ocultaron durante décadas las conductas delictivas del rey Juan Carlos? Y en otro orden, quizás anecdótico, ¿por qué la prensa seria continúa manteniendo entre lo veraz el viejo fraude del horóscopo? Si no fuésemos escépticos aceptaríamos, resignados, que, con la excusa del entretenimiento, entre crucigramas y pasatiempos, se da cabida a lo falso.

Los cuentos de la historia

            En el centro de Cangas de Onís, Asturias, hay una estatua erigida a Don Pelayo, en cuyo pedestal se advierte que fue el Primer Rey de España. No lejos de allí queda Covadonga, que conmemora la primera victoria cristiana contra los árabes. Ni está claro que el tal Pelayo existiera, ni que fuese rey y asturiano, ni había entonces España, ni aquella batalla tuvo lugar. Vamos hasta Compostela a disfrutar del coloreado Pórtico de la Gloria y en el museo de la Catedral nos relatan la gesta de Santiago Matamoros y la batalla de Clavijo en la que intervino el apóstol por gracia divina. Tampoco hubo batalla, ni Santiago ocupa su sepulcro, ni se enfrentó post mortem a los moros; pero la capital gallega vive del tinglado religioso montado sobre una descomunal falsificación a conveniencia de la fe católica. Todo es leyenda. 

A un escéptico todo esto le carga de razones para constatar que la historia es, en general, una narrativa de patrañas, ficción. Si ya es difícil hoy, con los medios documentales disponibles, conocer qué complot entre varios fue responsable del asesinato del presidente Kennedy en Dallas, imaginen lo inverosímil de la historia carente de fuentes objetivas. Cuando el historiador recurre a la interpretación de los sucesos para rellenar su vacío, fabulando, hace lo mismo que los medios en la mezcla de información con opinión, contaminando su autenticidad.

            Ante la magnitud de la credulidad popular, se necesita afirmarse escépticamente y reclamar la distinción entre los hechos acreditados y los bulos en los libros y museos de historia. Aún se enseñan a los niños esas leyendas troleras como hechos ciertos. Si la historia como ciencia social es la averiguación, conocimiento, explicación y divulgación del pasado humano, la pretenciosa historia oficial -como la española- no existe, sino que son historias diversas, complementarias y aún contradictorias, además de todo lo ignorado. Rechazamos la historia como dogma. Ya hemos visto el relato malversado que de Euskadi construye el Cetro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, en Gasteiz. La vacuna contra el engaño es el escepticismo.    

Democracia insatisfecha

            La crisis democrática actual tiene que ver mucho con el oscurecimiento de la labor de las instituciones y los dirigentes políticos a ojos de la ciudadanía. La política se percibe como un lastre para la sociedad, no por rechazo del modelo de libertades individuales y colectivas, sino por el modo en que, demasiadas veces, se proyecta con toda su mezquindad y ambición de poder. Y sin embargo, dos tercios del electorado sigue acudiendo a las urnas en clara apuesta por un sistema imperfecto pero válido por encima de cualquier alternativa totalitaria o regresiva. 

Hay un escepticismo profundo acerca de nuestros líderes que podrían responder con mayor trasparencia y una renovación de sus métodos de gobernanza y relación con la ciudadanía. La pandemia ha agudizado las actitudes de desconfianza y a su alrededor han crecido las fuerzas populistas y revolucionarias. Quizás nos convenga tener alguna piedad con las muchas carencias del sistema antes que ser cómplices de los enemigos de las libertades y favorecer su ascenso. 

            El escepticismo no es una categoría de duda radical, sino base de honestidad intelectual, una maduración alcanzada a golpes de desencanto. Tampoco es un fatalismo que deriva en indiferencia a todo. Nadie menos despreocupado que un escéptico. Si negamos la verdad es porque no existe pura y exacta. Cuanto más escéptico soy, mayor es mi ahínco en la búsqueda de razones y certezas humanas.

Amor son historias

¿Cómo le explicaríamos el amor a un extraterrestre? No nos servirían los versos ni las canciones, cargados de connotaciones. Tampoco valdría para el empeño Romeo y Julieta, tan trágica como ingenua. Recurriría al cine, empezando por la trilogía Before (Antes del amanecerAntes del atardecer y Antes del anochecer), lo más inteligente que ha parido el séptimo arte sobre el amor. Ahora mismo le pondría los ocho episodios de la segunda temporada de Modern Love, racimo de experiencias diversas, contadas en media hora cada una por la factoría Amazon. Hay más de siete mil millones de personas y apenas una docena de maneras de amarse.

Trata del amor sostenido aún después de la muerte, del triunfo de quererse contra las dificultades de la enfermedad, de la cita dublinesa de dos extraños tras el estallido de la pandemia, de la sutil línea que separa el amor y la amistad, del cariño adolescente en la construcción de la identidad sexual, de las oportunidades del amor tras la ruptura, del tierno vínculo entre dos hombres en pasado y presente y del amor que se reencuentra tras toda una vida juntos. Las ocho historias terminan bien, es decir, no acaban. Y reflejan nuestro universo emocional.  

Si le diéramos a ver la nueva serie de la BBC A la caza del amor, dirigida por Emily Mortimer y emitida por Movistar+, podríamos desconcertarle. Exceso de factores culturales, demasiado británica y mucho ruido para comprender las ansiedades de dos primas, Linda y Fanny, en su cacería no tanto del amor como de la libertad. ¿Y si esperásemos el regreso de Sexo en Nueva York con sus audaces historias 20 años después, con Carrie y sus amigas en la cincuentena y divorciadas? HBO no tiene todavía fecha para el estreno. Fascinado por la magia el alienígena pediría su ingreso en el género humano aún a riesgo del sufrimiento que amar conlleva.

Fútbol enajenado

¿Cuándo mutó el fútbol de deporte a delirio? Cuando la razón competitiva fue superada por el triunfo a cualquier precio y se convirtió en religión de masas, con sus dioses, fieles y liturgias. El espectáculo se volvió insaciable y cada día quería más y más. En su avidez encontró el aliado perfecto en la televisión, un medio envejecido y amenazado por la irrupción de internet, pero trasformado en el estadio más grande del mundo, con capacidad para millones de personas de todos los continentes y en tiempo real. El fútbol ofrecía a la tele una trama adictiva y, a cambio, la tele le proveía de espectadores y dinero a espuertas. Una pandemia inesperada quebró el sistema y le dio excusas para alcanzar su máximo de locura.

En esas estamos ya con el balón rodando y los clubes atrapados por el préstamo del fondo británico CVC de 2.668 millones de euros por el 10% de LaLiga. Es pan para hoy y hambre para mañana, un señuelo mafioso que se aprovecha de las urgencias económicas de los equipos después de temporada y media sin público e ingresos reducidos. Allá cada cual con su parroquia y su futuro, porque muchos no llegarán vivos al final de los 50 años de esta operación tramposa.

Vuelve la tele a ocupar el lunes, día libre de balompié, hoy con el Athletic. Solo Movistar+ y Orange ofrecen todos los partidos menos uno a sus abonados; pero la próxima temporada hay que renegociar los derechos de emisión que en su última puja se adjudicaron a Telefónica por casi 3.000 millones. Por la devaluación del torneo español, tras la marcha a Paris del mesías Messi, la cifra será sensiblemente inferior. El saco del fútbol se ha roto y no hay fondo especulativo que lo zurza. ¡Que le zurzan a este show enloquecido! Así las cosas, un psicólogo sagaz se haría de oro impartiendo terapias de desintoxicación del fútbol y vuelta al romanticismo.

Sin premio por sexo

Cuando una tradición muere, el mundo avanza. Las tradiciones -como torturar animales o la obligación de llevar velo- son viejas rutinas que encumbren crueldad y dogmatismos. Lo auténtico del pasado cambia para no extinguirse como los dinosaurios. El Festival de Cine de San Sebastián ha decidido, rompiendo una costumbre de más de sesenta años, eliminar el sesgo del género para las categorías de interpretación. Se acabó premiar a la mejor actriz y al mejor actor por separado: ganará el talento, sin discriminación de sexo. Donostia sigue así la estela de los certámenes de MTV, Berlinale y BAFTA. También los Emmy de televisión se adhieren a la idea de competir en pie de igualdad. Mientras tanto, Hollywood guarda silencio y será el último en revisar sus Oscar.

Sin embargo, en un sector en el que todavía se apela al cine hecho por mujeres y al modo feminista de contar historias, tengo dudas sobre la eficacia de esta decisión. Aplicada a la televisión pública, donde la paridad es exigencia, no sé yo si esto daría lugar al regreso de la desigualdad por el alto grado de arbitrariedad en la selección de tertulianos y colaboradores. ¿Qué sería de las políticas de discriminación y las cuotas femeninas en administraciones y entidades, si la idea de premiar el talento sin género perdiese equilibrio y quedara a criterio de conservadores? ¿Acabarán los concursos de mises y guapos?

No hay duda de que el cine y la tele tienen motivos y buenas intenciones al suprimir la dualidad de los premios, como se hace en los concursos literarios que distinguen la obra sin considerar a su autor o autora. El último Oscar a la mejor película fue para Nomadland, dirigida por la china Chloé Zhao. ¿Y a quién habrían oscarizado por la interpretación, a Frances McDormand o Anthony Hopkins? Qué injusto sería descartar a uno de estos dos grandes.