Al igual que viajar a otros países abre la mente, ver televisiones extranjeras enriquece nuestra percepción del mundo y permite constatar la diversidad de culturas y modos de vida. ¿Y qué hay detrás de este medio de masas? Una industria competitiva pero cruel en el trato con sus trabajadores. No es un secreto. Ellen DeGeneres, superestrella en Estados Unidos (llegó a presentar la ceremonia de los Oscar 2014), además de icono lésbico, ha puesto fin a su show tras 19 años en la Warner. El conocimiento público del acoso laboral a sus colaboradores condujo a la caída de la audiencia, la pérdida de anunciantes y su dramático ocaso. El suyo fue puro bossing, despotismo del jefe hacia el subordinado, una de las más frecuentes formas de bullying.
Los canales españoles no son ajenos al terror interno, más aún después de que la crisis de 2018 precarizara a sus profesionales, jóvenes sin opciones en un sector derrumbado. Lo que ocurre en las productoras daría para una serie de lágrimas, despidos y abusos. Madrid es una selva brutal. Hemos visto a Josep Pedrerol (el de Jugones y El Chiringuito) vejar en directo a uno de sus becarios. También en ETB ha existido esa relación despótica, yo lo he visto: directores de programa atrabiliarios y gritones contra los que se inhibió un sindicalismo fracasado. Hay muchas DeGeneres, como Cruella De Vil, al otro lado de las cámaras.
El maltrato al espectador es parte de ese despótico vínculo. En la novela Luz de febrero, de Elizabeth Strout, el viejo protagonista se percata de que el policía que acababa de multarle por exceso de velocidad tenía una erección, provocada por “el sentimiento de ira y poder”. A la tele le excita implantar un despotismo ilustrado (todo para el pueblo, pero sin el pueblo) y aterrorizar a sus servidores. Es el medio rey, dicen. Y lo es, absolutamente.