Mensajes de emergencia

Las campañas de publicidad se han venido abajo y los anunciantes están elaborando nuevas estrategias de marketing para acometer un semestre incierto. ¿Qué es la televisión sin anuncios? Un silencio desolador. Pasado el impacto inicial, las marcas emiten mensajes adecuados, de empatía, cercanía, apoyo, ánimo y añaden ofertas ventajosas para paliar los daños de la pandemia. Cada cual tiene sus opciones y su estilo. El mensaje de Inditex y Amancio Ortega es la filantropía por medio de donaciones millonarias en material sanitario y la grandeza de no despedir a ninguno de sus trabajadores. Otras compañías comparten mensajes similares y es bueno que la competencia se traslade al quién da más y quién es abiertamente solidario. Hechos por palabras.

            Hace falta buena publicidad estos días como parte de la solución. Convence más quien te enamora. El Gobierno de Sánchez cojea en este punto, con anuncios gigantes pero sin perfil emocional. El Gobierno Vasco ha desarrollado una excelente campaña por la recuperación económica bajo el lema “Somos muy de PYMES”. Y Bankinter lo ha bordado uniendo corazón y dinero en una obra de arte en imagen y discurso, ayudado por la canción de fondo, Volverán esos momentos, interpretada por Elena Iturrieta, ELE, con letra de Leandro Raposo. Pura maravilla. Y un golpe sensitivo en el rostro del coronavirus.

No se imaginan qué difícil es hacer hoy un anuncio. Cámaras, modelos, maquillaje, postproducción y doblaje están confinados. Pero se están realizando heroicamente. Tras los mensajes de emergencia, están creándose las campañas de rebajas, ventas de ordenadores, viajes, coches y mil cosas. Va a ser una explosión de consumo y un apabullante plan de solidaridad en extraño equilibrio. Ocurrirá tras una primavera perdida y un verano de homenajes y recuerdos. “Hemos vuelto” es el eslogan prometido.

Diario de cuarentena. Día 37. Alemania como ejemplo

El defecto más español es el complejo de inferioridad y no pierde la oportunidad de acreditarlo llegado el caso. El español tiende a desmerecer sus éxitos y a agrandar hasta la sangre sus errores. Lo vemos en esta pandemia. Ningún país del mundo es más crítico con la gestión de la crisis sanitaria que España consigo misma. Ningún Estado resta más méritos a su sistema que el español con el suyo. ¿Es masoquismo? No, es sentimiento de fatalismo.

¿Está haciendo el presidente Sánchez tan mala gestión de la crisis? No hay duda de que ha cometido errores, como la centralización de la competencia sanitaria negando la capacidad de las comunidades autónomas, la militarización de la comunicación y algunos servicios y cierta incapacidad de liderazgo emocional. Sí, pero eso y otros errores, no desdicen su esfuerzo y el hecho de que la pandemia camina hacia su control, según parece. 

En un ejercicio de tradicional complejo de inferioridad, los periódicos españoles destacan la buena administración que Alemania está realizando de la pandemia y el liderazgo absoluto de Merkel en esta historia. Que si ya tienen controlado el contagio, que su sanidad se ha demostrado robusta, que no ha colapsado en ningún momento y que es de entre todos los países de UE el de menor índice de contagios y más baja mortalidad. Supongamos que los datos sean reales (no me creo ninguno, ni de Alemania ni nadie), pero que Alemania lo haga mejor no quiere decir que España sea un desastre. Las comparaciones deben ser objetivas.

No creo que haya pueblos más inteligentes que otros. Hay personas más inteligentes y más eficientes que otras. Hay sistemas mejores que otros, pero no hay razas superiores. Temo que algunos aún lo crean. Nosotros tenemos medio siglo de razones para desconfiar de Alemania, que provocó en la mitad del siglo pasado dos guerras mundiales que mataron a no menos de 60 millones de seres humanos. Alemania, en su mayoría, enloqueció detrás de un demente y lo arrastró hasta casi el exterminio. ¿Tan listos?

Admiro a Alemania, pero no la mitifico, que es lo que hacen los españoles para continuar con su sentimiento de inferioridad. En mi reciente viaje a Berlín vi una sociedad avanzada y dinámica que, sin embargo, sigue amparando a los nazis. Presencié delante del Bundestag una manifestación de nazis sin que la Polizei la dispersara a palos. Se me heló la sangre. 

Tenemos mucho que aprender de Alemania, como de otros países. Tenemos un sistema educativo infernal y caduco. Tenemos un sistema productivo muy ineficiente. Y pocas ganas de investigar. Seguimos con el “que inventen ellos”, del bilbaíno Unamuno. Tenemos un pasado que mata el futuro, hasta el punto de ser incapaces de ponernos de acuerdo en lo básico. Inferior no será España, pero sí tiene poca fe en sí misma. Y muy mala leche.

Diario de cuarentena. Día 36. Viviendo bajo la lluvia

Lo que más echo de menos en este confinamiento de locos, sospechosamente innecesario, es salir por las noches de lluvia a pasear junto al mar, aquí, en Getxo, pueblo mediano del paraíso vasco. Hoy ha llovido y la temperatura es fresca, en torno de los 14 grados. Una noche ideal para escapar.

Pasear de noche es la alternativa de los agorafóbicos al paseo de masas: no hay gente y tuyo es todo el espacio. ¿Hay algo más ridículo que una muchedumbre en un mismo lugar? La agorafobia es el terror a las multitudes, de las que hay que huir. Si hay mucha gente en un bar, buscas otro más tranquilo. Acudes a comprar a las tiendas a las horas de menor concurrencia. Si hay colas, escapas. Transitas por calles secundarias. Y cuando voy a San Mamés con otras 40.000 personas, entro media hora antes y me voy cuando todos han marchado. Si llega un metro lleno, espero al siguiente. Métodos de supervivencia y defensa personal.

De noche, el paseo que va de Las Arenas hasta el faro de Arriluze y Puerto Viejo de Algorta, unos seis kilómetros con ida y vuelta, es un recorrido solitario. Puedes cruzarte con algún runner o los últimos pescadores de caña en el espigón. Luz mortecina de las farolas de camino y ningún ruido más que el del mar. Aun así, me acompaño en el Ipod con música de Bach, Coldplay, Serrat y Sabina, incentivo suficiente para meditar y disfrutar, evocar. Y a veces, lamentar: “lágrimas en la lluvia”, como dijo el replicante en Blade Runner. 

Las noches de lluvia son especiales. El agua de la lluvia te purifica. ¿Paraguas? Ni hablar, los declararía fuera de la ley. Basta un chubasquero y ropa de abrigo. Que la lluvia te empape es esencialmente orgásmico.

Las noches perfectas son aquellas en las que confluyen viento fuerte, lluvia abundante y mar embravecido. Qué gozada. Ningún placer es comparable a esos momentos en que haciendo el camino que va al faro las olas grandes saltan por encima del espigón y te mojan hasta el alma. ¡Santo Dios, qué maravilla! Suele ocurrir pocas veces, porque las rocas protectoras del espigón son gigantescas. Es impagable ese instante en el que el mar, el viento y la lluvia se vuelcan (“se vulcan”, como dice mi amigo Salva) sobre ti, los tres a la vez. Amigo mío, esto es gratis y abundante.

Algunos de esas noches tempestuosas cierran el paseo de Arriluze y el Puerto Viejo por peligroso. ¡Qué tontería! Reconozco que más de una vez me he saltado el cordón de la policía. Y he pensado en eso que dicen que no hay cosa más inútil que la lluvia sobre el mar. No lo creo, nada en la naturaleza es inservible.

En fin, es una noche hermosa. Si van a desconfinar a los niños, piensen también en liberar ya a quienes vivimos gracias a la noche y la lluvia. Pero sí, los niños primero. 

Diario de cuarentena. Día 35. Cuidado con los cenizos

Dicen que nadie puede ser feliz en medio de una grave amenaza, porque el peligro nos lleva al repliegue y el miedo. Y a la rendición. El confinamiento va a continuar, acaba de anunciar el presidente Sánchez (¡qué pésimo comunicador!, ya lo hablaremos otro día), con lo que, al sufrimiento por los efectos de la pandemia y sus discutibles medidas, se añade el cansancio físico y emocional prolongado. Las personas, dicen, tenemos límites, y nos creemos invencibles.

Quiero hablar esta noche de la tristeza que, según percibo, se está instalando entre nosotros. La tristeza es un veneno que lo mata todo, nuestra fe en nosotros mismos, te priva de tus recursos de defensa, te anula y finalmente te fulmina. La tristeza no es una depresión, fruto de determinadas circunstancias. Es el sopor absoluto, la negación de la razón de vivir. Es la loca de la casa. 

Es difícil ser optimista con tan malos augurios sobre la prolongación del confinamiento, las víctimas que aún habrá, los estragos económicos, la pérdida de empleo, la ruptura del curso escolar para jóvenes y niños, la presión sobre los sanitarios, la falta de medios de protección, el autoritarismo que se va instalando en los gobiernos… Pero cabe albergar, con más razones -pienso yo- expectativas de recuperación a medio plazo, si se actúa con decisión e inteligencia. ¿Quién quiere rendirse?

Pero la tristeza es otra cosa. No atiende a razones, no se deja convencer, es una serpiente astuta que te envenena y te retuerce; te impide ver las cosas con perspectiva y impugna toda posibilidad de alegría. La tristeza es una enfermedad del alma.

Los perfiles entre depresión, tristeza y pesimismo son borrosos. Han existido en nuestra cultura algunas corrientes de pensamiento y entre muchos intelectuales un cierto prestigio de la tristeza y el pesimismo. Algo de eso hubo, quizás, en la interpretación del existencialismo, a mitad del siglo pasado, como una pose que te cegaba la visión optimista del ser humano y el mundo. Ser alegre se consideraba una imbecilidad. La esencia de la tristeza es el rechazo de la oportunidad real de ser feliz, señalada como una falsa ilusión. A lo más, se acepta el estado de contento fugaz y el placer; pero rechaza la consecución de una vida feliz, en la que el amor es la razón y la causa.

El peligro no es el coronavirus, es la tristeza radical a la que nos lleva privarnos de la capacidad de luchar y vencer. Es el mensaje que habita en esa profecía de “después de este virus vendrá otro y otro”. Es el terrorista de hoy, que dice hablar en nombre de la ciencia, cuando es un jodido ignorante que elabora y propaga especulaciones apocalípticas sin base alguna. No hay más peligros que los reales.

Incentiva la tristeza entre la gente y la habrás tiranizado. Puede que te contagien el virus, porque nadie está libre; pero, por favor, que no te contagien la tristeza. Mira en tu corazón y cree en ti y en tu grandeza personal. I believe.

Diario de cuarentena. Día 34. Drama en las residencias

Es un asesino despiadado. El coronavirus se ceba en los más débiles, en las personas mayores y en aquellos cuyas defensas físicas están muy disminuidas por patologías previas. ¿A cuántos ancianos y ancianas ha matado ya? Se cuentan por miles. Y no va a parar hasta que encontremos el remedio, y eso va a tardar. Preferentemente, el coronavirus acude a las residencias de mayores. Allí tiene donde elegir, a éste, al otro y después al de más allá. Y uno tras otro los va matando, de cuerpo en cuerpo. Sin compasión. 

No quiero hablar de cifras porque lo único que hacen es aumentar nuestra angustia. Las residencias de mayores son la primera línea de la tragedia. Me parece horroroso que algunos políticos utilicen a los ancianos muertos y su tragedia en su estrategia contra las autoridades. Es pura carroñería.

Las residencias de ancianos son una realidad que nuestra sociedad ha generado como industria y como respusta a una demanda. La sociedad occidental por lo menos. Se supone que los abuelos y abuelas deberían estar al cuidado de sus hijos (como estos fueron cuidados por sus padres antes de envejecer) y no en lugares extraños fuera del hogar y a cargo de profesionales y geriatras.

Sí, sí, hay circunstancias que crean la necesidad de que algunos abuelos vivan en residencias: ausencia de familia directa, dependencia, demencias y alzheimer, etc. Sí, no lo niego. ¿Pero cuántos de ellos podrían vivir con sus familias y no en centros para personas mayores? Es un debate social que no se quiere abordar, pero que mucha gente tiene muy claro. Dicen que los japoneses no abandonan a sus mayores. No lo sé. En Japón también hay residencias de mayores.

Mi amigo Paco creía que los viejos debían seguir en casa, con sus hijos y nietos. Y así tuvo a su suegra, viuda, en su casa durante muchos años y a su cuidado. Hasta que quedó mentalmente incapacitada y precisaba cuidados especializa-dos todo el día. Y contra su criterio, la ingresaron en una residencia. La señora murió a los dos días. Hoy es el día en que Paco no se perdona la decisión de haberla llevado a aquella maldita residencia. Y le pesa el alma. Yo le decía. “Paco, es una casualidad, pudo morir igualmente en tu casa en la misma fecha”. Pero Paco no lo cree y se siente muy culpable.

He visitado alguna residencia y es una experiencia impactante a nada que seas observador. Hay ancianos a quienes sus hijos visitan cada día. ¡Todos los días sin faltar! Hay otros a los que van a ver los fines de semana. Y hay otros, y son muchos, a los que sus hijos y nietos no visitan jamás. La tristeza es la dominante en esos lugares. Tristeza en los ojos y la cara de los ancianos. Tristeza de soledad y abandono. Tristeza de la muerte. Los geriatras y auxiliares hacen su trabajo, y creo que muy bien.Por si fuera poco, ha llegado el coronavirus a implantar su veneno donde vivían los más vulnerables. Si esto era un plan diabólico, a Satanás le ha salido a la perfección.