Ken Macintosh es un hombretón pelirrojo que pesará unos ciento veinte kilos. Nacido en Irlanda (aunque de ascendencia escocesa) es profesor del Institute for Biographical Research (I4BR) al que he venido como invitado para participar en un curso sobre la literatura autobiográfica.
Ken ha acudido este mediodía a buscarme al aeropuerto de Collinstown y, tras los saludos de rigor, me ha encaminado hasta esta plaza rodeada de edificios de ladrillo rojo georgiano en la que, para no desentonar, estamos dando cuenta de sendas Guinness bien sobraditas.
Le he traído, para hacer los honores, la última edición (por ahora) de los “Diarios” de Jaime Gil de Biedma. Al principio se ha extrañado del grosor del volumen (que por otro lado ha cogido con una mano como si fuera una pluma) acostumbrado, como estaba, a una sucesión interminable de escuetos textos expurgados. Luego ha abierto el libro por una página cualquiera y me ha mostrado unas anotaciones de la época en la que el eximio poeta de la gauche divine barcelonita escribió “Moralidades”. “Pues vaya”, ha dicho en un perfecto castellano sin diptongos añadidos, “así escribe una diario cualquiera, hay muchas notas del tipo << el vecino del quinto me ha invitado a ir a comprar con él unos nabos, pero yo he declinado>>”. “Bueno, la primera parte, la original, sigue siendo muy interesante” le he reprochado en un pronto ibérico. Y nos hemos reído (sanamente, que decían los antiguos)
“Desde luego, como dice tu colega Xavier Pla”, ha continuado, “no hay género más equívoco que este de los diarios, pues a la pretensión de sinceridad se suma la negación de la composición aristotélica”.
He cabeceado. Sí, lo cierto es que Ken tiene toda la razón y aquí no hay pacto autobiográfico que valga (¡Ay Philippe Lejeune!), pues la mayor parte de los diarios publicados, sobre todo por escritores, no cumplen con aquellas supuestas finalidades que les atribuyera Roland Barthes en su célebre “Deliberación”, sino que son puros y duros ajustes de cuentas consigo mismos y con los demás para intentar remediar en lo discursivo los dislates de lo vivido. ¡Como si la palabra pudiera enmendar los sucedidos! Como también decía Barthes, “lo peor de la franqueza es que, en general, es una puerta abierta, y muy abierta, hacia la necedad”. Antes, por lo menos, estas sublimaciones logofrénicas no se arrogaban sinceridad esencial alguna y adoptaban, cuanto menos, fórmulas literarias aceptables del tipo “Yo te untaré mis versos con tocino, porque no me los muerdas, Gongorilla…”.Pero, en fin estos son otros tiempos, realistas desde el siglo XIX y, acaso, hoy ya hiperrealistas pasados por el surrealismo.
Ken continúa leyendo más páginas del libro y continúa sonriendo. ”Y, como poeta, ¿qué tal era este Gil de Biedma?” – me pregunta mientras atenaza su pinta de cerveza. Y yo le respondo “Bueno, ¿me llevarás a ver el Dead Zoo del Museo de Historia Natural o no?” – más que nada porque si no preveo una tarde interminable de jarras de cerveza y compulsivas visitas al excusado.