Era morena, pero ahora es muy rubia. Antes estaba mullidita, pero esta tarde es todo músculo estirado y en su sitio (imposible calcular sus quilos como hacía Josep Pla en su célebre Viatge en autobus). Vestía unos vaqueros desgastados (de verdad) y ahora va en traje de chaqueta. Hicimos en su momento muchos viajes a dedo, pero hoy ha venido a buscarme en un BMV blanco más ancho que largo. Ocupa un alto cargo en una empresa de exportación y, como se decía antes «casó bien» (con un colega de la firma, con el que ha tenido un niño). Se llama Laura y mira muy de frente.
Mientras caminamos desacompasadamente por el paseo de Abandoibarra, me confiesa que ha acudido a un psicólogo porque no soporta “haber triunfado”. Sonrío, pero rápidamente me doy cuenta de que el asunto va más de lacaniano irresoluble que de freudiano resolutivo, así que me contengo Por lo visto, su padre, antiguo líder obrero de Altos Hornos, le dice y repite que va por el camino equivocado.
Mientras cruzamos el Zubi Zuri por debajo (por encima, siendo de Calatrava-te-la- clava da un poco de apremio) me dan ganas de cogerle de la mano, pero no quiero dar a entender lo que no quiero dar a entender y no lo hago: al fin y al cabo, siempre ha sido para mí como una de aquellas “primas adoptivas” de Montaigne.
Me mira de soslayo y me da que ya se está arrepintiendo de haber quedado conmigo. A fin de cuentas, yo también formo parte de un pasado que quizá no quiera recordar (Le he dicho que tengo una vieja foto en la que aparecemos los dos en plan hippy en la Torre de Pisa y se ha sobresaltado).
A lo peor no nos volvemos a ver hasta que pasen otros treinta años