Mientras camino por Zorrozaurre y observo el ir y venir de las gaviotas, recuerdo mis deseos periclitados de hacer los madriles. Así, a veces, nos parece que en otra ciudad la vida nos sería más propicia; que con otro hombre u otra mujer, apenas entrevistos en un bar mientras tomamos un café, nuestro erotismo se desbordaría; que dentro del libro intonso, recién comprado por muy recomendado, se encuentra la sabiduría definitiva; que, en fin, bajo las palmeras de la playa caribeña que vemos en una página web, alcanzaríamos la felicidad verdadera.
Y este estúpido juego de apariencias (de reminiscencias platonizantes) nos hace caminar como fantasmas por la ciudad propia, olvidar el color de los ojos de quien amamos, leer como si corriéramos una prueba de cien metros y, por fin, confiar más en photoshop que en el paisaje y el paisanaje que tenemos por delante.
Supongo que nada de todo esto ocurriría si, en nuestra infancia, no hubiéramos escuchado hasta el aburrimiento todos los lugares comunes de esa mitología que diluye siempre el presente vivo en un pasado mítico o en un futuro mitificado.
Pero como ya es tarde para desprendernos de esta carga ( que sabemos que es, por otro lado- malgré-nous!- una de las condiciones de nuestra socialidad según el amigo Durkheim ) ¿ no podríamos, al menos, aprovecharnos de ella para ver las otras ciudades ocultas en nuestra ciudad cotidiana?, ¿ para intentar adivinar un incipiente beso en la persona amada? , ¿ para volver a leer despacio aquel libro que tanto nos gustó, o para, por fin, descubrir una vereda nueva en ese parque por el que pasamos todas las mañanas?
Si lo llegáramos a hacer, nos reconoceríamos, sin duda, como partícipes en la fundación de nuestra propia sabiduría, de nuestro propio amor, de nuestra propia ciudad… Ab urbe condita…
Pero, en fín, ceso en mis profundas meditaciones porque me acaba de dejar su marca gris La Gaviota del Ensanche.[Una vez más ( y como sabía muy bien el fornido Michel Foucault) lo no-discursivo se venga a conciencia de todo lo discursivo]