De Santander a Valencia en uno de esos viajes rápidos , casi de ida y vuelta, aprovechando que el mes de julio es hábil para la presentación de las tesis doctorales que ya han agotado todas las prórrogas.
Estoy sentado en la plaza de la Almoina y he quedado con Roser, a la que no veo desde hace muchos años. Desde que uno de mis viajes en barco como single me permitió conocerla en un velero de diez metros.
La plaza ha cambiado mucho y a los edificios que la conformaron, el palacio arzobispal, la Catedral, la fachada trasera de la Basílica de la Virgen de los Desamparados, se ha sumado una gran cristalera que protege un extenso recinto arqueológico. Así, esta plaza, de la que dicen que tiene más de dos mil años, ofrece en su extremo un a modo de brillante y gran laguna como presentó en su momento montañas de haces de leña o carromatos y puestos de frutas: la posmodernidad lo limpia todo otorgando siempre el protagonismo a un espacio vacío que recuerda mucho a los paisajes virtuales de los juegos digitales (infantiles).
Llega Roser. No ha cambiado mucho. Ha engordado y ha aguapado en un proceso que me recuerda al de otras amigas. Me da dos pulcros besos –ella, que era tan apasionada marinera– y se pide una cerveza sin alcohol. Está indignada por todo lo que ha pasado en el PP .Intento que hablemos de Compromís, pero como sé que es una pepera abjurada («Pido Perdón por votar al PP»), me contengo. Siempre me ha gustado tener amistades en la derecha, quizá por aquello de reafirmarme en un izquierdismo más ético que político. En algún momento hasta pensé en presentarle a Josep-Vicent Marqués, adalid del alternativismo-ecologismo valencianista, pero dejé las cosas estar para no liar la manta.
El calor aprieta. «Para que guardes un buen recuerdo de esta visita te llevaré a comer un arroz de conejo a Los Tres Mares». Me río. Roser me tiene pillado. Muy pillado. Le aviso, no obstante, de que beberé poco, muy poco, porque mañana he de ejercer en un tribunal con Michel Foucault de por medio. «¡Ah, pero todavía se hacen tesis sobre Foucault!», exclama descarada. Le doy una colleja amistosa y me retiene la mano para llevársela a los labios: «Si no fuera porque estoy casada…». Y yo le respondo con una frase que me prestó en su día un camarada trotskista: «Pero qué buenas estáis las burguesas». Nos tomamos delicadamente de la cintura y vamos abandonando esta plaza tan vacía. Yo tarareo deliberadamente aquello de «Al vent,la cara al vent» y Roser cabecea dando a entender que no tengo solución ( que no la tengo).