La Cava d´Ispica, en los alrededores de Módica, es una larga cárcava de la que la autoridad museística de Sicilia permite visitar un recorrido de un par de kilómetros, ya que el resto se encuentra en diversas fases de excavación. Este recorrido, en realidad, cubre un amplio hipogeo con un sinnúmero de tumbas que ha sido utilizado y reutilizado en muchas ocasiones a lo largo de los siglos. Fue primero, como se ha dicho, cementerio y catacumba cuando los cristianos vivían en la clandestinidad, luego en la época tardorromana una parte se reconvirtió en gimnasium desalojando a los consiguientes muertos; en la Edad Media nuevos desalojos fueron aprovechados para construir hasta cinco pisos de viviendas. Pasaron los años en los que , como dejó muy claro Montaigne en sus libros de viajes, la antiguedad no era referente de casi nada y llegaron los de Goethe y los románticos en los que se comenzó a excavar media Europa buscando identidades ocultas. Fue entonces cuando se comenzó a valorar todo lo que había ocurrido entre estas altas paredes.
Sin embargo, a mí lo que más me ha sorprendido ha sido esa alternancia un tanto natural entre vivos y muertos, algo que hoy hemos perdido confinando la muerte a la profilaxis de los hospitales y las funerarias.
En el libro que continúo leyendo a trancas y barrancas, Robert Louis Stevenson cuenta el caso de un aborigen hawaiano que habiendo contraído una enfermedad mortal, cavó frente a la puerta de su choza su propia sepultura, se metió en ella y estuvo comiendo, bebiendo y durmiendo ( y fumando y charlando con todos los que por allí pasaban) hasta que definitivamente se murió.
Buena lección para quienes siempre quieren parecer jóvenes y están aterrados por el paso de un lapso de tiempo que resulta ridículo en comparación con el tiempo geológico de, por ejemplo, esta profunda y larga Cava d’Ispica.