Hoy, tras la lectura de un «artículo de opinión» en un periódico, he escrito esto en una servilleta del Café Iruña:
«Lejos de mí criticar la importancia del trabajo intelectual pues despreciarlo es, como dijo Roland Barthes, signo claro de autoritarismo cuando no de elemental fascismo. Pero uno no puede evitar que acaso, en la escala ínfima en la que se encuentra por mor de la supervivencia, le confundan con algunos provectos intelectuales que se empeñan en hacer el gilipollas hasta el despeño ( que diría , de nuevo, Baltasar Gracián, de quien , de paso recomiendo la lectura de su Oráculo manual en estos tiempos sórdidos y renqueantes).
Y es que cuando un intelectual, creador de nuevos argumentos literarios o filosóficos o plásticos ( o todos a la vez ) saliéndose de su ámbito de creación ( o de su nicho , como se dice ahora) por el supuesto prestigio en él alcanzado y comienza a pronunciar verdades inapelables suele hacer un ridículo irremediable. Así el escultor que se permite hablar de urbanismo sin tener en cuenta la cuestión de las escalas; o el novelista que entiende su compromiso social volviéndose popular a base de improperios de taberna;o,por fin, para no marear más al personal, el filósofo que confunde sus deseos con sus interpretaciones pergeñando pequeños partidos políticos fácilmente gobernables gracias a su grandilocuencia egocéntrica…
Todos estos sujetos piensan que los gilipollas somos todos los demás, pero no hacen, como se decía antes, sino mear fuera del tiesto y salpicar a todos los que embobados les escuchan.
Ya en 1927, Julen Benda se hizo eco- en su obra La traición de los intelectuales – de la sinrazón y el delirio que había detrás de los comportamientos políticos de algunos intelectuales de su época. Ahora que se puede ,alguien debería escribir una continuación y titularla La gilipollización de los intelectuales.
Nos haría a todos,y quizás también a algunos ( y a algunas) intelectuales, un gran favor».