Mayormente me gusta planificar paseos muy largos, en sucesión de avenidas y bulevares (en París los cumplía hasta el agotamiento, siguiendo los consejos de Jules Renard; en Chicago, por poner otro ejemplo, hasta el final de la línea 11 por la Lincoln Avenue , para luego volver andando durante unas cuantas horas.
Pero, de vez en cuando, se me ocurre ir entre calles, como retapizando con mis pasos la ciudad.
Hoy , en Bilbao, en una revuelta de esas, a la entrada de un garaje, he visto a dos viejecitos. Uno de ellos, encorvado, le estaba cortando el pelo a otro que estaba dificultosamente sentado en un pilón. El que figuraba de peluquero lo hacía con maestría, peine y tijeras en ristre ,y el otro se mantenía en silencio.
Y, de pronto, me he acordado de los tiempos en los que las inyecciones te las ponía una tía habilidosa y otra te arreglaba los pantalones mientras la madre remendaba los calcetines . Tiempos en los que la leche – que venía en lecheras- siempre se hervía y de cuyas natas sobrantes se hacía requesón. Tiempos en los que a la comida de los domingos cada uno traía lo que podía, siendo el pollo y la paella un festín inusitado.
No soy nostálgico y menos de aquellos años de principios de los sesenta del siglo pasado ( ¡ cómo suena esto del «siglo pasado» ), pero la contemplación de estos viejecitos me ha evidenciado un sentimiento que ya no es muy frecuente entre nosotros: el sentimiento de solidaridad…
Un sentimiento que se manifestaba tímidamente entre páginas como las de Tiempo del silencio de Luis Martín-Santos (sobre quien, por cierto, el amigo Javier Mina presentó no hace mucho un libro muy sugerente)