Me trasladé a Bilbao en 1983, justo después de las inundaciones y, a pesar de mis inclinaciones por la monogamia sucesiva, durante los años siguientes pasé por largos periodos de soltería. A lo largo de esos años, sobreviviendo de mi trabajo académico y más allá de las noches en blanco que siempre tenían su eje en el Gaueko de la calle Ronda, mi vida exterior se reducía a la visita sistemática a la Biblioteca Loyola de la Universidad de Deusto durante la fase lectiva y a no menos sistemáticos viajes en velero en la época estival – siempre me ha gustado navegar.
Tales periodos suelen ser propicios para proyectos megalómanos y recuerdo la larga lectura de los presocráticos, de Platón y de Aristóteles, alternando la edición de Gredos con la de Belles Lettres, una lectura sopesada y lenta de las que sólo se hacen una vez en la vida. Depués comencé con el Antiguo Testamento y sigo pensando que el Éxodo debería ser de obligado cumplimiento para comprender la mayor parte de nuestros afanes y frustraciones.
Cuando salía de aquel recinto , tan armoniosamente dirigido por el padre Echarri, solía encontrarme con los obreros de los astilleros Euskalduna en plena batalla con los grises. Me daban ganas de aplaudirles ( a los obreros, que quede claro), pero me retiraba hacia el Campo Volantín camino de mi casa. Sabía que aquella era «nuestra lucha» pero no la mía: no quería volver a cometer el error indigno de hacerme portavoz de otros como en los setenta.
Hoy, el magnífico fondo de aquella biblioteca está vinculado al CRAE de la Universidad de Deusto y continúo disfrutando de sus libros inencontrables y también de la profesionalidad y amabilidad de su trabajadores.