La Fiscal General norteamericana presentó hace unos días un informe en el que denunciaba el abuso de la fuerza policial en Chicago y proponía un acuerdo para promover un «proceso de reformas dentro del cuerpo policial».
Y, efectivamente, de todos los dispositivos institucionales que se derivan del análisis de nuestras sociedades realizado por Michel Foucault, la policía continúa siendo la que acumula mayor nivel de discrecionalidad, y, por lo tanto, de arbitrariedad.
Pues, ciertamente, la responsabilidad del panóptico, sistema de vigilancia par excellence del régimen burgués, ha sido transmitida a las frías cámaras de vigilancia – delicia de las series policíacas- y hasta la judicatura ha perdido por estos lares la figura del desacato que podía penalizar por el mero hecho de discrepar de una sentencia.
Sin embargo continúa siendo muy difícil discrepar, en la práctica, de cualquier policía en acto de servicio. Y no se trata de “discrepar” respecto de acciones tan contundentes como aquellas a las que nos tienen acostumbrados los “Mossos d´esquadra”, o de las acciones polisémicas de la Ertzaintza ( todavía colea, desgraciadamente, el «caso Cabacas»), por no hablar de los viejos tiempos en los que la Guardia Civil dejó de ser republicana para convertirse en un eje fundamental de la represión franquista.
No, no hace falta. Poniéndonos en el perfil más bajo, en el ámbito de la circulación rodada, más allá de una sanción legitimada por un velocímetro o un alcoholímetro, un policía puede efectuar una denuncia por el resultado de su mera observación, sin que sea posible discrepar ya que todavía, por una atribución diríase que divina, resulta ser fedatario de la verdad ante terceros, convirtiendo por ley a cualquier ciudadano en un posible mentiroso. Por lo demás, la posibilidad de un recurso, desmenuzada en letra pequeña, solicitando pruebas o testigos resulta tan disuasoria como atractiva la posibilidad de librarse de la mitad de la multa correspondiente por pronto pago (para sonrojo de la pedagogía en general y en particular la de las auto-escuelas).
Y todo esto no deja de ser preocupante cuando se atisba en el horizonte del descalabro del Estado de Bienestar, la emergencia de una policía privada que podría cumplir precisamente las funciones más arbitrarias de cualquier policía sin mucha garantía de formación previa ni casi nada de control institucional.
Algo tendrían que decir al respecto los mandamases públicos. proponiendo reducir ese nivel de arbitrariedad subjetiva restante- más propio del Antiguo Régimen – que se esconde tras la denuncia administrativa, sustituyéndola por una recomendación salvo que haya una posibilidad objetiva de contraste.
Quizá sólo entonces podamos comprender mejor el “To protect and serve” que figura en la carátula de la Policía Metropolitana de Los Ángeles desde 1955 y que ha sido pretendido (esperemos que de verdad) por todas las policías que en el mundo han sido.