Ayer, a instancias de Mikel, estuve por la tarde en Donostia en otro Tribunal de Tesis. El colega tiró de mi más reciente deriva- hacia la neurosociología: otro día hablaré de esto- y activó mi posición de suplente convirtiéndola en titular. Lo cierto es que me había leído la tesis con detenimiento pues era una estupenda investigación sobre las relaciones entre la memoria individual y la memoria colectiva. Todo fue bien, y la doctoranda se fue con su cum laude por unanimidad en la mano , como le correspondía.
Luego, siguiendo el protocolo, fuimos a dar una vuelta y después a cenar. De Madrid había venido al tribunal una catedrática que yo no conocía y que había ejercido la presidencia de un modo tan fino que había pasado desapercibida.
Ya en la cena, exquisita, en La Perla, y con acompañamiento de otros miembros del tribunal y los adheridos de siempre, me entretuve observando a aquella mujer .
Tenía los cincuenta años muy sobrepasados pero su mirada conservaba el fulgor de los veinte. Su conversación era apasionada hablando tanto de su profesión como de su familia – tenía dos hijas. Bebía bebiendo y comía comiendo por mucho que supiera – y sabía mucho de ello – que , al cabo , todo era una resolución neuronal.
Se había presentado a sí misma como una mujer madura mientras la mayoría hacía apología de sus inclinaciones infantiles. Sin embargo, observando detenidamente los movimientos de sus manos, se podía deducir que era una niña adulta , a diferencia de tanta adulta niña que predomina en su generación.
Finalizó la cena sin que nos cruzáramos ni una sola palabra, y tras dos pulcros besos, marchó hacia su hotel.
Volviendo hacia Bilbao y haciéndome el dormido ( ¡Perdón!) mientras Mikel conducía lentamente por la autopista, iba pensando en lo mucho que me gustan estas mujeres maduras…