Una vieja amiga decía que un domingo por la tarde sólo se podían hacer dos cosas y que a ella no le gustaba jugar a las cartas. A mí sí me gusta y sobre todo al chinchón, en el que me hice un experto moderado con mi abuelo Vicente.
Sin embargo, y si el tempero es propicio, prefiero apagar el televisor, poner el smartfone en modo avión, coger de mi biblioteca un clásico y sumergirme en su lectura durante unas cuantas horas. Hacer esto no me resulta muy difícil pues tengo por costumbre leer tan sólo obras de escritores o escritoras ya desaparecidos, sin importarme mucho si murieron en el siglo XX o en el XIX- que es generalmente hasta donde alcanza mi abanico. [Aún así también suelo leer los libros de mis amigos y amigas ( vivos) y lo que ellos me recomiendan. Pero nada más.]
Leer un clásico tiene sus ventajas, pues permite que la obra en cuestión se manifieste en toda su potencialidad, ya que, de alguna manera, se encuentra des-historizada ( aunque se pueda historiar) y resulta ajena a las modas o a las intenciones.
Esto último es aún más evidente cuando se trata de un clásico de narrativa y la época en que se escribió no conocía el cine o la televisión por lo que era necesario presentarlo todo con la fuerza exclusiva de las palabras.
Ahora que, por ejemplo, me estoy dedicando a dar un repaso a la literatura norteamericana de finales del siglo XIX – más adelante se verá porqué- , recomendaría para esta tarde el poderío psicológico de Henry James en Washington Square o a su deliciosa ironía en La lección del Maestro, novelas en las que Nueva York o Londres desaparecen , como hasta cierto punto desparecen también los personajes, para sumarse a una acción que es a la vez narrativa y reflexiva.
Leyendo algo así se puede recuperar aquello que antes se llamaba «la fe en la humanidad» pues los muertos parecen estar más vivos que los vivos y es posible volver a sentir emociones, sin que sea necesario descifrar códigos esotéricos, buscar asesinos en oscuros y húmedos valles, descubrir mediterráneos o ajustar las cuentas literarias a nadie.
Y tú, querido lector, querida lectora ¿qué clásico escogerías para esta tarde de domingo?