En las baldas dedicadas a los textos auto-diegéticos, a los que he dedicado buena parte de mi tiempo, tiene un lugar destacado Alcancía de Rosa Chacel (1898-1994). Leyendo estos diarios de la prolífica escritora vallisoletana, surge de inmediato la comparación con la figura de un médico cirujano que se operara a sí mismo.
En efecto, Rosa Chacel describe en Alcancía una buena parte de sus interioridades: sus problemas de salud, la contienda permanente con las editoriales para que le publiquen o le abonen los derechos de autora, sus crisis de esterilidad y sus arrebatos de creación y, sobre todo, las relaciones personales que mantiene con gentes más o menos conocidas del mundo de la literatura. En todo ello entra la Chacel, efectivamente, bisturí en mano, cortando por aquí y uniendo por allá, suturando y drenando, y cosiendo al fin, procurando no dejar muchas cicatrices. Y aún así, por lo que cuenta, las deja.
Después de hacer la operación, Rosa Chacel se toma una larga ducha, se pone guapa – por cierto, sólo a una mujer se le ocurriría comentar en el diario sus dudas sobre el vestido más adecuado para la ocasión – y se va a la presentación de su último libro. Exactamente igual que el cirujano que sale del vestuario con corbata y cabello engominado, hecho un brazo de mar que diría su madre, tras haber echado a la basura su bata y sus guantes ensangrentados.
Así, de la misma manera que , a veces , de los cirujanos sólo se quieren conocer sus explicaciones en la consulta y horrorizaría verlos en plena faena, sudorosos y ensangrentados como un torero , de los escritores sólo se desea conocer la obra y todo lo más su voz , pues si , por ejemplo, se fuera a cenar con ellos – algo a lo que aspira inocentemente mucho lletraferit amateur – se concluiría que , en muchos casos, toda la sensatez y sabiduría que muestran en sus obras, se tornan estupidez y megalomanía en contacto con los mortales.
Pero, en cualquier caso siempre habrá quien se interese por las interioridades, por las tripas de las personas y de las cosas, esas vísceras más o menos nobles que hacen que todo lo demás funcione y que, por lo general se esconden tras una piel tersa y, con los años, plateada. La piel del escritor, la piel del cirujano.