El skyline de la ciudad va quedando cada vez más al fondo, como un decorado de cartón-piedra abandonado , y la mirada interior se dirige hacia abajo hasta circular a ras de tierra. Y ahí está la gente. En esa escala de como mucho un par de metros.
Y me viene al recuerdo la camarera colombiana de Le pain quotidien que nos contó con mucha alegría que su hermana se estaba abriendo camino en Valencia. Y la sonriente señora negra que me dió «la paz» nada más entrar en la Trinity Church. Y la pareja de ancianos que leían juntos el New York Times en el Central Cafe y que accedieron a sacarnos un par de fotos familiares excusándose por su falta de pericia.Y el mexicano que, para mi sonrojo, me dijo en la estación de Fulton Street que él hablaba «mexicano» y no «castellano». Y el fornido jamaicano que nos desplumó en un pis pas- a cinco dólares la partida- jugando sobre un tablero de ajedrez tambaleante en una esquina de Union Square.Y la amable empleada de trenzas rubias de la librería Strand que me indicó dónde podía encontrar el Journal de Henry David Thoreau. Y el cubano espigado que se cuidó de que en nuestro menú hubiera un plato adecuado para celíacos en aquel restaurante perdido de Brooklyn. Y , por supuesto aquel señor negro , de traje , corbata y bastón, que en la calurosa mañana de domingo de Harlem, me preguntó si me encontaba bien…La gente.
Sí,a ras de suelo queda la gente y de esto también hay que hablar. Y guardar una buena copia de seguridad, un adecuado back up, para que no se nos olvide cuando comentemos algo de ese lugar en el que nació la democracia moderna y de esa ciudad que ha sido la puerta de entrada de lenguas y culturas tan diversas.