Cuando bajaba a la huerta de mi abuelo Vicente en la Rochapea -núcleo originario de «Semillas Huici»- durante una larga temporada siempre me estaba esperando un pequeño perro ratonero. Se llamaba Toni y ya mostraba por entonces sus heridas de guerra: estaba tuerto del ojo izquierdo que le había arrancado una rata de agua, cojo del lado derecho tras una trifulca con otros perros, y una cola bien corta por bien mordida.Toni solía acompañarme entre saltos por el camino de los rosales hasta la orilla del Arga, donde jugando con él me imaginaba ser algún personaje de Salgari.
Mi madre estaba horrorizada con este amigo que me era muy fiel y no sólo porque andaba siempre temerosa de que me pasara alguna pulga o, peor, de que me saliera un quiste hidatídico, sino porque además para ella la distinción básica entre el campo y la ciudad consistía en la exclusión de animales en el mundo urbano al que siempre volvía embarrado . Pero yo no le hacía ningún caso y apoyado por mi abuelo (y siendo yo mismo un Vicente Huici III )participaba con Toni incluso en la caza de ratones que se celebraba cuando cambiábamos en el almacén los sacos de alfalfa de un lado al otro.
Una tarde Toni no apareció esperándome en la puerta de la huerta. Me dijeron que, atropellado por un coche, había muerto destripado. Estuve llorando durante un buen rato y me propuse enterrarlo, pero ya se lo habían llevado.
De todo esto me acordé ayer cuando recogimos por unos días a Rita, la simpática perrita de unos buenos amigos
(Esta pequeña crónica la ha transcrito al dictado- novelista ruso que me he sentido – mi hija Maite mientras íbamos con Rita y Mertxe hacia Pamplona a una comida familiar)