Tarde de invierno. La lluvia golpea a rachas los cristales y ,de vez en cuando, se oye el ulular del viento embravecido. Me subo el jersey aunque no tengo frío, enciendo el flexo y abro un libro. Cae un papel amarillento. Lo recojo y veo que hay algo escrito. Lo leo:
«Parece como si toda patología (de la mente, del cuerpo, si es que se puede diferenciar ambos más allá de los nombres) proviniera de la falta de ritmo en la vida. Y no tanto de la pérdida de un «ritmo originario», al modo como lo entienden ciertos naturistas cósmicos, sino del ritmo aprendido en la dialéctica entre nuestro cuerpo y el de los demás. Se trata de un ritmo asumido como resultado de una madurez psicosomática que es, como decía María Zambrano, la cristalización del equilibrio entre nuestros deseos y nuestras posibilidades.
No es fácil conservar ese ritmo. En primer lugar porque, al no ser un ritmo natural, es preciso mantenerlo bajo una cierta atención y tensión, aunque sean encauzadas por medio de leves y básicas normas de disciplina. En segundo lugar porque, al formar parte de un ritmo social, exige una continua coordinación con los ritmos de los demás. Y, por último, porque quienes no han conseguido dicha cristalización pretenden que quienes les rodean se dejen llevar por su desidia, legitimándose, además, con apologías rimbaudianas del “desorden de los sentidos”, que no son sino la otra cara de la moneda de las apologías del “orden natural” de los místicos.
Y, sin embargo, en conservar ese ritmo y defenderlo y, sobre todo, en no dejarse llevar por la indolencia que bajo el slogan de la flexibilidad oculta su inmadurez, está el núcleo de toda sabiduría…»
Vuelvo a colocar el papel donde creo que estaba y cierro el libro. Apago el flexo. Creo que iré a dar una vuelta aunque sólo sea a la manzana…
Me temo que cuando sea más mayor tendré que «apuntarme» a filosofía en Bergara para ver si consigo entenderle como es debido don Vicente.