Escribo estas lineas en el avión de vuelta, cansado ya de la prensa parisina y madrileña que es la única que han repartido. Vuelvo con una cierta sensación de alejamiento intempestivo de la realidad cotidiana, tan abducida desde dimes y diretes que más que políticos parecen de patio de escuela, y todo porque he estado en un tribunal sobre la célebre obra Las palabras y las cosas del filósofo Michel Foucault.
Y es que esta obra, publicada en 1966, vino a representar uno de los últimos intentos sistemáticos de reflexión acerca de las relaciones entre el lenguaje y la realidad. Un intento singular, pero acaso fallido, como ha defendido – sobresaliente cum laude- la nueva doctora
Pero aún así,un intento muy interesante. Pues, desde los griegos, nuestra cultura ha destacado la función del lenguaje como configurador de realidad. El lenguaje ha sido incluso considerado como la trama básica capaz de dotar de sentido a las acciones humanas, de retrotraer la respuesta instintiva y de generar intencionalidad y proyecto.
Así, poco a poco, la significación de las acciones humanas ha acaparado toda la atención sin que muchas veces se atendiera adecuadamente a los hechos, unos hechos , por otro lado, seleccionados en función de la intencionalidad.
En este proceso nuestra cultura parece haber llegado a una situación logofrénica en la que los discursos interpretativos se suceden unos tras otros sin que se tengan muy en cuenta los hechos a los que se refieren: no tenemos más que pensar en los diferentes y contrapuestos relatos que pueden escucharse, y más con los altavoces de las redes sociales, sobre lo ocurrido en la vida política del último año.
Se puede llegar a vivir así en la convicción de que, como todo es interpretación y las interpretaciones pueden cambiar, todo puede cambiar. Curiosamente la realidad de los hechos deshace continuamente tales pretensiones. Lo no-discursivo – y he aquí para mí el mérito de Foucault- se venga de la prepotencia injustificada del palabrerío de lo discursivo…
¿ Seremos , al cabo, capaces de mirar las cosas en silencio, directamente, sin ideas preconcebidas ni supuestos argumentales ? ¿ Y hacerlo a pesar de saber que somos el fruto de muchos previos e intenciones ? ¿ Seremos capaces de dar cuenta de esa mirada en una relación nueva con el lenguaje que no pretenda ser sustitutiva de la realidad ?
¿ Seremos , por fin, capaces de poner las palabras y las cosas en su sitio? Creo que no nos vendría mal, aunque suene un poco como un brindis al sol…
En fin, voy a dormir un poco…
Amén
¡Amén, Jesús!