No me ha hecho falta ninguna estadística compleja ni previos cualitativos de profundis, para encontrar algo de bueno en este régimen pandémico en el que sobrevivimos.
Y tal es que, por fin, la calle es nuestra en reto inconsciente y retrospectivo con aquel corajudo ministro franquista llamado Manuel Fraga Iribarne , tan conocido en su momento por su célebre consigna de «¡ La calle es mía !»
Pues, despojados ( y despojadas, of course and next) del acogimiento nutricio de bares y tabernas ,y echados a la calle como hijos no reconocidos del ser- ahí de don Martín Heidegger , henos aquí que hemos terminado por ocupar la calle, todas las calles.
Y lo hemos hecho en un sentido tan estático como dinámico, ya que ha sido en concentraciones inusitadas y multitudinarias y en manifestaciones masivas e imprevisibles , pudiéndose comprobar este fenómeno al contemplar, en un alegre trotecillo, bancos, esquinas y cualquier saliente o protuberancia urbana susceptible de apoyo, rodeada de los peregrinos cafés y acaso bollos que por ahora les son permitidos a los viandantes ;y otro sí en dejandose llevar por las masas deambulantes sobre todo en las grandes avenidas en las que se acodan todo tipo de tiendas abiertas aun con aforo limitado.
Sin duda, ante situaciones como esta a Don Manuel se le hubieran puesto los pelos como escarpias y entre yogur y yogur – se decía que los consumía sin cesar – habría reclamado la presta presencia de la fuerza pública, para la disolución inmediata del populacho- «¡No me formen grupos!»
Pero no. Por ahora, y por una misteriosa carámbola del destino – que , por fin lo sé, ya estaría prevista en el I Ching El libro de las mutaciones ( sobre todo si es en la edición magnífica de Albert Galvany, en Atalanta ) – la calle es nuestra en una manifestación insólita de poderío ciudadano, ese que tanto temen los políticos bachilleres que confunden el resultado de las votaciones con la legitimidad, la legitimidad con la legalidad y la legalidad según les convenga.
Así que, mientras el tiempo y la autoridad no lo impidan…! A la calle que ya es hora, porque la calle es nuestra…!»
D. Vicente si bien en sus últimos articulos no he comentado nada no ha sido por falta de seguimiento, sino porque no me veía con capacidad par aportar ni un pequeño matiz a lo que ya estaba escrito.
En este caso ocurre algo parecido, pero me ha llamado poderosamente la atención una frase: «(…) que confunden el resultado de las votaciones con la legitimidad, la legitimidad con la legalidad y la legalidad según les convenga». Cómo abundan en este mismo medio los foreros que ante la mínima crítica a educación, sanidad, infraestructuras… tienen preparado el argumento supremo: «ganamos las elecciones» «las urnas nos dan la razón» o sea, somos los orígenes y depositarios de la legitimidad y de la legalidad.
¿Y la calle? «la calle también es nuestra y a vosotros os la dejamos en usufructo» (piensan muchos de ellos).
Un saludo
Estimado colega: me parece muy interesante su comentario. Es posible que en este régimen democrático de tan breve andadura, se haya perdido el valor de la ocupación de la calle, como asimismo la vigencia de los movimientos sociales y sindicales, abduciendo lo político en lo institucional y lo institucional en lo ratificado por un sistema electoral un tanto rancio. Por el contrario, en las democracias asentadas, como por ejemplo en Francia, la calle continúa siendo el gran ágora popular y lo que en ella ocurre es muy tenido en cuenta por la clase política que, por cierto, nunca se atrevería a decir frases del tipo «hemos ganado las elecciones» para legitimar una decisión: así se ha conseguido limitar y mucho una ley promovida por E. Macron que pretendía socavar la libertad de prensa. Incluso en USA, ahora en el punto de mira por su torpe y complicado sistema electoral, todavía hay mucha gente – un enorme gentío, a decir verdad – que sale a la calle si considera que algún derecho ha sido conculcado: no hay más que acordarse de la campaña Black Lives Matter
Pero en estos lares, en los que los periodos democráticos han sido breves y convulsos en los dos últimos siglos, todavía tenemos mucho que aprender, y en primer lugar quienes se dedican a la política como si gestionaran una empresa.
Está claro que la legitimidad ha de llevar implícita la voluntad, la tarea por parte del gobernante de intentar la persuasión, la convicción, lo que no necesita la legalidad que incorpora la coacción.
Así es , amigo Antonio. Pues la legalidad, por sí misma, no es suficiente para gozar de aceptación social.