En El orden del discurso, la lección inaugural pronunciada en 1970 en el College de France, Michel Foucault dejó constancia de que más allá de que la palabra sea una atribución humana, no todas las palabras tienen el mismo valor, pues depende de quien las pronuncie.
Históricamente , la palabra valorada, siempre asimilada a algún tipo de poder, fue desglosándose de la primitiva aglutinación político-religiosa, distinguiéndose figuras individuales y colectivas, y entre estas últimas las corporaciones militares, médicas, jurídicas y académicas.
Con el transcurrir de los años, tales corporaciones fueron generando ideosferas ( Roland Barthes) estancas, reforzando sus ritos de acceso, sus procedimientos y hasta sus vestimentas con el fin de uniformizar su presencia social.
En este sentido, la situación general del poder de y sobre la palabra no ha cambiado mucho, habiéndose asimilado o intercambiado los títulos que otorgan el poder de hablar ex catedra, como ha ocurrido, por ejemplo, con el de Doctor ( Dr.) que es usado ilegítimamente en algunos casos.
Así que no es de extrañar que en la tensión social desencadenada por la pandemia del COVID-19, más allá del debate sanitario y más acá de las fricciones políticas, hayan surgido enfrentamientos entre las corporaciones antes aludidas, en la creencia, ratificada racionalmente por su respectiva ideosfera, de que su verdad es una, única e indiscutible.
Pero en una sociedad post-industrial y globalizada como la actual, estas actitudes corporativistas, a veces tan hiperbólicas, no tienen ya mucho sentido a la hora de encontrar soluciones complejas a problemas complejos por lo que sería más útil abordar las cuestiones desde un planteamiento complementario y dialogante, abandonando el autismo endogámico residual.
Es más, sería de gran interés tener en cuenta el punto de vista de quienes no cuentan con grandes colegios profesionales que les amparen, como, por ejemplo, los maestros y maestras que tanto están contribuyendo también a la lucha contra la pandemia, por no hablar de los cajeros y cajeras de los supermercados o de tantas otras personas que no tienen espíritu corporativo alguno…
Comparto, Vicente.
Gracias