¿INMORTALIDAD TECNOLÓGICA? (por José-Félix Merladet)

Los avances tecnológicos han aportado una nueva perspectiva al antiguo deseo humano de inmortalidad expresado en diferentes tradiciones religiosas. José Félix Merladet, miembro del Seminario de Escritura que coordino desde hace unos años, ex-diplomático y buen conocedor de culturas muy diferentes a la occidental que mayormente nos ha constituido, ha escrito esta reflexión que transcribo por su interés y que generará sin duda una nueva línea de discusión sobre estos temas.

INMORTALIDAD Y RESURRECCIÓN TECNOLÓGICAS: ENTRE CIENCIA Y CREENCIA

Durante la visita de  Putin a Pekín el pasado septiembre, un micrófono abierto le captó manteniendo una breve charla con Xi Jinping sobre longevidad humana, en la que hablaron de avances en biotecnología, trasplantes de órganos, etc que anuncian la posibilidad de vivir hasta 150 años e incluso mencionaron la posibilidad de la “inmortalidad”.

Desde que el ser humano se descubrió mortal, comenzó a rebelarse contra su destino. La muerte ha sido siempre una frontera infranqueable, pero jamás un final aceptado. De Egipto a la India, de Israel a Grecia, la humanidad ha repetido, en mitos y liturgias, una misma declaración de resistencia: no queremos desaparecer. La vida, tan llena de belleza como de injusticias no reparadas, no puede ser un paréntesis irrisorio entre dos nadas. Ese anhelo de permanencia, de continuidad, de sentido, explica la persistencia universal de la resurrección, la reencarnación o cualquier forma de vida después de la vida.

Y, sin embargo, el siglo XXI introduce un giro inesperado. Allí donde las antiguas tradiciones hablaban de almas, dioses y mundos futuros, la ciencia comienza a pronunciar palabras inquietantemente similares. La neurociencia cartografía el connectoma, la IA recrea voces y personalidades, la biología sintética sueña con regenerar cuerpos, y la física cuántica deshace la materia en pura vibración. Lo que antes era mito, visión o revelación, hoy se investiga en laboratorios financiados por los «señores del aire», los dueños de las grandes tecnológicas, quienes, paradójicamente, pueden prolongar su vida pero no garantizar su legado.

Tal vez el punto más decisivo sea la noción de muerte informacional. Hoy se sabe que no morimos cuando el cuerpo cesa, sino cuando se pierde el patrón que nos constituye: nuestras conexiones neuronales, nuestra memoria, nuestra arquitectura mental. Y si ese patrón pudiera preservarse —por escaneo, criogenia o copia digital—, entonces la muerte ya no sería un abismo, sino un problema técnico. Un día incluso reparable. Es una idea perturbadora: que lo más íntimo del yo no sea una sustancia mística, sino un orden de información.

Los transhumanistas abrazan esta posibilidad con fervor casi religioso. Aubrey de Grey imagina un futuro donde el envejecimiento sea una enfermedad curable; Kurzweil, una época en la que superemos definitivamente nuestros cuerpos, para él muy defectuosos. La promesa es tentadora: siglos de vida, identidad ampliada, una especie humana que deja atrás su fragilidad ancestral. 

Pero la pregunta más honda no es si viviremos más, sino si podremos volver a vivir. ¿Qué pasa con los que ya murieron? Está claro que no todos desearían volver a un mundo les seria ya ajeno y extraño sin su entorno conocido o donde creen que sentirían el hastío del inmortal borgiano. Pero para los que  deseen regresar, ¿es concebible reconstruir un cuerpo a partir de su ADN, restaurar una mente a partir de sus datos, reanimar una personalidad desde las huellas que dejó en vida? Ya existen avatares digitales como los “ghostbots” que hablan con la voz de los muertos. Son toscos, sí, pero cada nueva tecnología empieza así: como un balbuceo.

Este horizonte tecnológico extrañamente se encuentra con antiguas tradiciones espirituales. El budismo, que ve el yo como flujo y no como sustancia; el hinduismo, que imagina la vida como una cadena de renacimientos; el cristianismo, judaísmo e islam, que prometen resurrección de cuerpo y alma. Incluso la teosofía, con sus registros akáshicos, o Teilhard de Chardin, con su noosfera, parecen anticipar la idea de una huella universal donde nada se pierde del todo. Y la física moderna —que reduce toda materia a energía vibrante— sin querer les da una metáfora plausible: si la identidad es patrón, quizá pueda recuperarse.

Imaginemos entonces un futuro hipotético, pero no imposible, con cuatro pasos: conservar la estructura mental; regenerar o clonar un cuerpo; restaurar la información perdida mediante IA; y garantizar que el resucitado se reconozca como sí mismo. No como copia fría, un clon con tabula rasa mental o un androide con recuerdos implantados, sino como continuidad subjetiva. En ese punto nos veríamos obligados a preguntarnos si hemos asistido a una resurrección, a una reencarnación o al nacimiento de un «posthumano”.

Quizá, después de todo, nuestras vidas sean como composiciones musicales: irrepetibles en su ejecución, pero preservadas en una partitura que no desaparece. La muerte sería la coda final, pero no la destrucción. Y mientras exista esa partitura —ese patrón de información que somos—, la obra puede interpretarse de nuevo. Con variaciones, con nuevos tempos, pero con la misma clave y cohesión interna que un día nos hizo decir “yo”.

En el Popol Vuh maya se afirma: “Lo que somos no se pierde.” Y el Zohar añade: “Nada se extingue; todo se transforma.” La ciencia no confirma estas frases, pero tampoco las desmiente del todo. Quizá la resurrección —divina, tecnológica o híbrida— sea menos un milagro que la expresión última de la obstinación humana: ese deseo profundo  de volver a despertar y repetir, una vez más, la música de nuestra vida.

Publicado por

Vicente Huici Urmeneta

Sociólogo, neuropsicólogo y escritor.

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