Con el comienzo de la desescalada se fueron ocupando grandes espacios de calles y avenidas para extender las terrazas de bares y tabernas.
Más allá del problema que estas nuevas instalaciones han ocasionado al disminuir notablemente las plazas de aparcamiento, ha habido un consenso soterrado y afirmativo, asumiendo que se trataba de dar mayores oportunidades a la hostelería, seriamente dañada durante el confinamiento.
Sin embargo, poco a poco las nuevas terrazas han sido sometidas a singulares normas, como su disfrute durante un periodo ( a veces muy) limitado de tiempo y la suspensión de toda actividad de refresco entre las doce de mediodia y las cuatro y a partir de las ocho de la tarde.
Esta última condición ha desvelado el sumo interés de algunos hosteleros ,reconvertidos en restauradores, en atender primordialmente al turista extranjero, que suele comenzar a comer y a cenar a esa hora.
Y como por un lado la ola turística ha decrecido, a pesar del verano, por la pandemia del COVID-19, y por otro, los autóctonos no se han movido tanto como en otras ocasiones , se está dando la singular paradoja de terrazas vacías preparadas para el plato, y gentes deambulantes que no acaban de encontrar un sitio para tomar sentados un café o unas cañas.
Se corre así el riesgo de que la crisis de la hostelería no remonte, pues no pudiendo obtener grandes ingresos de los ajenos, puede ir perdiendo los de los propios por el mero hartazgo de la falta de atención.
Visto lo visto, parece que ,una vez más, se va a continuar practicando la carpetovetónica costumbre de hacer la cuenta de la vieja , del «pan para hoy y hambre para mañana»? Esa tan propia y de tan escasa perspectiva, de un lugar que, como afirmó Manuel Vázquez Montalbán ( Milenio Carvalho, 2004) no asumió en su momento la revolución industrial ni las revoluciones que la acompañaban…¿ No sería mucho mejor atender a la propia parroquia antes de que se pierda?