Vestida siempre de negro, viene a ser como un a modo de viuda de sí misma: una parte de ella, con la que estaba muy unida, murió hace algún tiempo , pero no puede olvidarla y lleva luto por ella. Era una parte juvenil y revoltosa, romántica y alternativa, de izquierdas y de izquierda.
Sin embargo, sus intereses inmediatos han variado. Se ha hecho experta en vinos y cocinera de altos vuelos – el otro día nos preparó una lubina a la sal espléndida. No le gusta ya hablar «de política», y cualquier conversación que toque ese tema, así que sea de manera tangencial, la subsume de inmediato en palabras mayores con la argumentación gatopardesca y totalizante de que «en la Transición se cambió todo para que no cambiara nada». Pero si se insiste, se adivina una culpa escondida que, con algún buen caldo que siempre pone sobre la mesa, se convierte en un lamento «por el ridículo que hicimos».
Marta, la colega filósofa de la Junta Extraterritorial de los Desayunos de los Martes, dice que nuestra amiga se ha vuelto una anarquista no-sindicalista, algo así como los aristotélicos se tornaron escépticos y/o epicúreos durante el decadente periodo helenístico en el que la multitud de los dioses había desaparecido y no había todavía triunfado el Dios Único y consolador.
Pero, a pesar de todo, hable de lo que hable y diga lo que diga, continúa manteniendo una mirada aguzada y desafiante, la mirada de unos ojos muy pequeños y muy abiertos. Sin duda, los ojos del Viejo Topo…