Durante mucho tiempo me he despertado muy temprano ansiando estar en otra ciudad más cosmopolita, pensando que allí la vida me sería más propicia; o que con otra mujer, apenas entrevista en un bar mientras tomaba un café, mi erotismo se desbordaría; o también que dentro del libro intonso, recién comprado por muy recomendado, encontraría la sabiduría definitiva; que, en fin, bajo las palmeras de la playa caribeña que se veían en una fotografía, alcanzaría la felicidad verdadera.
Pero luego me he dado cuenta de que siguiendo estas imágenes se camina como un fantasma por la ciudad propia, que se olvida el color de los ojos de quien amamos, de que leemos como si corriéramos una prueba de cien metros y, por fin, que confiamos más en un fotolito que en el paisaje y el paisanaje que tenemos por delante. Nada de todo esto ocurriría si, en nuestra infancia, no nos hubieran hablado del Paraíso y de la Tierra Prometida , si no hubiéramos escuchado hasta el aburrimiento todos los lugares comunes que diluyen siempre el presente vivo en un pasado mítico o en un futuro mitificado ,y la aventura de cada uno y de cada una entre el supuesto origen y el destino irremediable de un pueblo o de una charca. Pero como ya es tarde para desprendernos de tanta morralla ( que sabemos que es, por otro lado, malgré-nous!, una de las condiciones de nuestra socialidad ) ¿ no podríamos, al menos, aprovecharnos de ella para ver las otras ciudades ocultas en nuestra ciudad cotidiana?, ¿ para intentar adivinar un incipiente beso en la persona amada? , ¿ para volver a leer despacio aquel libro que tanto nos gustó, o para, por fin, descubrir una vereda nueva en ese parque por el que pasamos insomnes todas las mañanas? |