De vuelta de Madrid a donde he acudido a la presentación del libro de un amigo ( de él y de su libro hablaré otro día. Transcribo lo escrito en una servilleta de papel :
«Café Gijón. Once y media de la mañana. Mientras leo detenidamente la prensa y degusto una magnífica tortilla de patatas, echo de vez en cuando una ojeada por el rabillo del ojo hacia mi derecha. Una mujer joven, probablemente sudamericana, bien vestida y mejor peinada, lleva una hora trasteando con su ordenador portátil. Abre y cierra archivos, escribe una o dos palabras, las borra y comienza de nuevo. De vez en cuando, mira a su alrededor con una extraña combinación de orgullo y de temor. Es evidente que está «haciendo los madriles».
«Hacer los madriles» era lo que debían hacer escritores y artistas – lo de los políticos era más fácil – para colocarse en la parrilla de salida de su carrera triunfal. Se debía aterrizar, sí, en el Café Gijón, y desde allí, otear el futuro. Y había que hacerlo cuanto antes – antes de la treintena – porque se sabía que el camino era largo y la primera etapa duraba por lo menos diez años.
«Hacer los madriles» implicaba también, como imaginario, vivir de otra manera (¿bohemia?), imbuirse de la mixtura de la gran ciudad, conocer gentes diversas y paisajes múltiples. Y ser de un barrio y, a poder ser, de cualquiera. Y, sobre todo, encontrar, entre tanto deambulador, pedigüeño y proselitista, a aquellos y aquellas que, formando piña, iban a ser el núcleo del crecimiento personal y artístico.
Pero el imaginario, aún rebrotado, no deja de ser imaginario, proyección vana del deseo en la realidad. Y así, quienes no han hecho los madriles – ni ninguno de sus equivalentes en una gran ciudad ( siempre habrá alguna, antes Paris, ahora Nueva York o Berlín) – continúan creyendo que en la tal ciudad pasearían sin cuento y recorrerían todos sus barrios y recovecos, pero conocen muy poco más allá de las calles donde viven; y suspirando por las gentes interesantes que sin duda conocerían, apenas si se fijan en las vidas singulares que les rodean; y , en fin , religándose a todos los futuros, inasibles por futuros, se les pasa la vida tan callando.
El imaginario sigue ahí, escondido en el arqueocerebro reptiliano, y basta una tarde de tertulia o un paseo matutino (o una tortilla en el Café Gijón) para que alcance el neocortex y desate una polución de imágenes. Incluso entre quienes ya fueron a hacer los madriles y tuvieron que volver a la negra provincia con el rabo entre las piernas. ¡Ah el imaginario! ¡Ah, Madrid! ¡Ah, la noche que llegué al Café Gijón que dijo y diría Paco Umbral!»
[BELARRI PREST]