Ser y viento

 

 

Hasta donde yo sé, mi abuelo Ataúlfo Urmeneta ( padre del controvertido alcalde de Pamplona Miguel Javier Urmeneta, padre a su vez de los dibujantes Asisko y Mikel Urmeneta) fue sustituido en el periódico vasquista La Voz de Navarra por Angel María Pascual que lo convirtió en el Arriba España. Era el 18 de julio de 1936.

Mi tío Miguel Javier se fue al requeté, el dirigente carlista  Ignacio Baleztena  aseguró que mi abuelo era de misa diaria en la parroquia de San Nicolás, así que le pusieron una multa y tuvo la suerte de no ser fusilado.  Murió en 1954 después de dejar algunos escritos muy curiosos  que se han recuperado hace un par de años.Distinta suerte tuvieron algunos  de sus hermanos y primos que  se exilaron en México y Venezuela.

Todo esto se lo cuento a Mike desde el mirador de Artxanda en mi torpe inglés americano. Mike es de Chicago ( aunque de origen irlandés, como le gusta recordar) e hicimos  muy buenas migas en el pub O`Rourke´s  de la capital de Illinois  durante una estancia en la Loiola University.  Allí entre pinta va y pinta viene ( con las consiguientes visitas al excusado) le fuí dando algunas pistas sobre nuestra historia más reciente aunque sus intereses, por entonces, se inclinaban hacia las culturas indígenas autóctonas ( no en vano tenía por novia a una hermosa  india  potawatoni).

Mike me escucha en silencio y contempla el nuevo Bilbao como si fuera una revelación. Señala con  su mano el poderoso Guggenheim que se abre a nuestros pies como un enorme crustáceo metálico. Sonríe pensando, supongo, en uno cualquiera de los grandes rascacielos de su ciudad, y se vuelve hacia mí:  «So, your grandfather is not those who are out there lost in a mass grave » me dice de pronto. Y yo niego con la cabeza.

Un viento sur que, en otros tiempos limpiaba esta ría contaminada llevando los malos humos hacia la mar, agita nuestros cabellos. «Ser y viento» me digo pensando en los tristes tiempos que vivieron algunos de nuestros antepasados. Pero Mike me toma del hombro, me mira a los ojos y me dice «I would drink one of those beers that are made here, La Salve right?

(Por cierto, mi segundo nombre es Ataúlfo)

 

Tatuaje

 

 

» Carvalho recordó lo que decía Josep Pla sobre la Estética ( – aquesta cosa pesada que escriuen els professors alemanys- ), se levantó, se hizo con  el primer libro de la Estética de Hegel, sopló para quitarle el polvo y lo echó al fuego de la chimenea. Luego, arrebujándose en su asiento, sonrió pensando en que estando como estaba en el primer libro de la serie, podría quemar muchos más  tochos infectos mientras  a M.V.M. no se le saltara algún bay-pass ( el siguiente sería El crepúsculo de las ideologías de Gonzalo Fernández de la Mora).»

Este texto tan prometedor me lo acaba de pasar A., una alumna a la que le dirijo su TFG mientras subimos en el funicular de Artxanda  a tomar un txakoli.

Lo cierto es que estoy absolutamente sorprendido de que alguien que sobrepasa  moderadamente la veintena  pueda  manejar con soltura tantas referencias «antiguas»( luego me enteraré de que  en su casa del Ensanche hay unos diez mil libros), y de tener treinta años más  le tiraría los tejos ( en principio, tan sólo intelectuales).

Pero hay algo que me detiene y que me contiene: su cuerpo está lleno de tatuajes de los pies a la cabeza. Antes , los tatuajes eran algo de marineros o legionarios, proclamando respectivamente su amor a  La Madre o a La Madre Patria, pero ahora, de la mano de los nuevos Alcibíades mediáticos ( los jugadores de fútbol), podemos toparnos con ellos en cualquier esquina( no hablemos ya de la playa).

A mí, tan sólo pensar en la aguja me pone los pelos de punta, y hablando de pelos, me gustan las pieles  finas y tersas, pero no tanto como de depilación definitiva ( que en mi caso sería algo dolorosísimo). Además, en llegando a mayores, supongo que experimentaría un corte epistemológico y testosterónico si, entre las sábanas, no pudiera distinguir si lo que tengo delante dibujado es la proa de un transatlántico o la cola de un diablillo.

«Muy bueno, muy bueno…Ahí tienes una obra,  que no te pase como en el caso del chiste del escultor del San José «( ¿No lo sabes amable lector/a? Pues pregunta, pregunta…)- le digo a A. Y ella sonríe  pero en su cuello se dibuja de pronto un corazón palpitante donde  aparece y desaparece un «I love You».

Creo que será mejor que en Casa Pedro me tome un mosto y volvamos al TFG.

(Notas para una) Fenomenología del Espíritu ( deportivo)

(para M.G.)

Afirmó en su momento G. W. F. Hegel que el acceso al conocimiento es connatural al concepto por mucho que éste sea algo estólido y poco gracioso. Otro sí, que, salvo para el realismo inocente y barato, la realidad no es la verdad, sino que ésta es precisamente  el atributo del concepto, pergeñado desde  una lógica amparada en cualesquiera  de los guardaespaldas metafísicos divinos y/o humanos al uso. Mas, ¿ cómo podría el entendimiento acceder al concepto sin los datos de la sensibilidad? Surge aquí, pues, una labor previa que conocemos como fenomenología, es decir la puesta en evidencia ordenada de los fenómenos  perceptibles.

Sirva todo lo anterior para introducir una  de la cuestiones que constituye una de las tareas filosóficas pendientes en nuestros tiempos y que  no es sino la formulación de una Fenomenología del Espíritu Deportivo, sobre la que este escrito pretende recoger algunas notas previas.

Al efecto, también es preciso  decir que nuestro campo de observación no será el del deporte de élite ( sólo accesible a distancia en grandes estadios o en grandes estadías televisivas) sino el del «hombre de la calle» ( entiéndanse aquí y en adelante,  como dicen mis estudiantes, todos los géneros y transgéneros posibles) que tanto gustaba a Alfred Schutz, y que podemos observar practicando su actividad , por ejemplo, en el Paseo de Abandoibarra entre las 6 y las 9 de la mañana.

Haciendo ad hoc  un a modo de tipología weberiana simple, se podría decir que nos encontramos con las siguientes  cuatro modalidades :

1) Corredor semi-profesional: Viste camiseta y pantalones aerodinámicos, así como, mayormente, medias de compresión  y rodilleras. Por arriba la figura se cierra con gorra  de running calada y por abajo con zapatillas de alguno de los últimos modelos, todas con nombres alusivos como Nike ( de la diosa griega Niké: Victoria) o, por ejemplo,  ASICS (del latín «anima sana in corpore sano»). Por lo general lleva adminículos varios casi invisibles, como podómetro multifunción y auricular  de MPx. Puede ir en solitario o en  grupo, pero siempre sonriendo, aunque no se ha logrado detectar porqué. Gran ritmo de carrera.

2) Corredor simple: Con camiseta , pantalones y mallas emergentes. Las zapatillas no son necesariamente de marcas reconocidas/bles.La visera no es imprescindible, pero sí los auriculares que conectan con un ostentoso  teléfono móvil que lleva adosado a uno de sus brazos. Consulta constantemente su reloj como si alguien o algo le persiguiera.Ritmo regular.

3) Paseante deportivo. a primera vista parece un «hombre de la calle» algo despeinado- como si acabara de salir  de la cama. En ocasiones lleva pantalón corto discutible desde el punto de vista estético. El aspecto deportivo es detectable por sus zapatillas ad hoc . No suele llevar adminículos, salvo que se los hayan regalado.  Ritmo irregular pero siempre en ascenso a juzgar por la expresión angustiosa de su rostro.

4) Paseante. A veces incluso con traje y corbata. Su actitud recuerda a lo que Josep Pla llamaba «fare il signore», pues  no parece importarle el tiempo cronométrico y se le adivina disolviendose constantemente en un dolce far niente. Puede  detenerse  para contemplar un árbol o una gaviota . Ritmo no detectable, ya en el límite de lo deportivo. Fair play.

( Continuará, pero no se cuándo: la labor fenomenológica es ardua y tanto más cuanto que hay que practicar una permanente epojé  para intentar  no contaminar la descripción con mis discutibles valores)

De perros y bicicletas

 

 

Hoy, durante mi paseo cotidiano y urbano, una bicicleta ha pasado rozándome el codo izquierdo a velocidad de crucero.Por supuesto, yo iba por la acera. Ante mi protesta, firme pero no insolente ( que aconseja Lao Tsé), he recibido un cumplido  y rápido corte de mangas.

Antes el problema lo tenía con los perros. Pues , en efecto, contraviniendo toda normativa ( todos atados, con una correa de no más de 2,5 metros- y por supuesto no extensible- con bozal los peligrosos), dueños y dueñas daban rienda suelta a sus canes, para común jolgorio, algo así como padres y madres sueltan a sus lebreles en las plazas sin importarles un pito los líos que puedan montar ( ¿será por aquello de la «socialización del sufrimiento» a escala menor?). En una ocasión  un perro corpulento que venía por delante, se quedo parado , comenzó a ladrar y a continuación  se tiró sobre mi, por lo que no tuve más remedio que echarlo  a un lado con un gedan-mikasuki-geri ( consultar en la wikipedia). La dueña, que por cierto se identificó como munícipe, me dijo  entrecortada que su «cachorro» sólo quería jugar y que ya no había humanidad. Ante esta curiosa frase le indiqué que, por si no se había dado cuenta, el humano era yo y continué mi camino. Y no es que  esté en contra de los derechos de los grandes simios o de los micro-perros que ahora están tan de moda, pero siempre que se reconozcan los míos como forma de vida.

Pero últimamente, como decía, el problema son las bicis. Bicis grandes, pequeñas, de monte y urbanas,campan a su anchas por las aceras ignorando el código de circulación y las normativas municipales que indican claramente que tienen que ir por la calle o por los carriles-bici. Atontados por esa moda yanki que confunde la vida con el deporte y el deporte con la vida, algo tendrá que pasar , mas allá de la vigorexia, para que al fin alguien haga algo ( la policía municipal, según tengo comprobado empíricamente con metodología cuantitativa estadística pasa olímpicamente del tema). Algo como un atropello mortal. Y entonces se tomarán medidas contra los ciclistas energúmenos como se tomaron en su momento con los bobos animalistas  pasados de rosca cuando el primer perro se comió casi todo un niño.

Pero en fin, entre perros y bicis, yo prefiero  los perros. Por lo menos son mamíferos generalmente más empáticos que algunos homínidos que circulan en bicicleta.

55 horas en Pekín

Llevo unas horas en Pekín (me resisto a lo de Beijing) y, según lo acordado, me he encontrado con Lu en la esquina de Wang Fu Jing con la avenida Chang An.Hacía diez años que no nos veíamos y, cuando le he dicho que venía directamente de un congreso celebrado en Sanghai, ha negado con la cabeza.

Una vez encauzados en la «calle moderna» –denominación oficiosa de la Wang Fu Jing– yo pensaba que me iba a conducir hacia la izquierda a visitar de nuevo la zona de hutones repintados e higienizados para turistas (por aquello de darme un baño de color) pero, para mi sorpresa, me ha llevado a unos grandes almacenes amparados por una ciclópea tienda de Apple. La verdad es que se lo he agradecido porque en la calle hacía un calor de aúpa y dentro un nifrionicalor muy agradable. Para más recochineo –sí, recochineo– hemos subido al segundo piso de los referidos almacenes para sentarnos en un bar que se llamaba Far West, decorado con sombreros tejanos, botas de cow-boy y cuernos, muchos cuernos.

Ella se ha pedido un café americano y yo, que en realidad soy muy de café americano, un té (rojo por si acaso). Está contenta de seguir viviendo aquí. No quiere salir de China porque prefiere, dice, la ideología utópica del Partido Comunista a la utopía ideológica del capitalismo de libre mercado. Se ve mayor y que se le van los años por la escurridera (a mí me parece que está estupenda), pero ya no me pregunta si podría encontrarle algo. Le acaricio la mejilla contenidamente por mor de guardar las distancias étnicas y personales.

Tiene que volver a la Universidad –por lo visto hay mucha gente interesada en la filología hispánica–, pero antes me pasa unas fotocopias («es un ensayo de un amigo»). Bajamos, y antes de salir, me doy cuenta de que estamos siendo retransmitidos por alguna cámara y proyectados impunemente en una pantalla gigante. Como la gente, siguiendo la moda, se está haciendo unas selfies retrógradas, nos hacemos una con su smartfone a pesar de mis protestas.

Me despido de Lu con un apretón de manos convencional –lo de los dos besos lo dejaremos para otro momento y otro lugar–. Poco después veo que se pierde entre las masas que suben y bajan entre la niebla y el humo.

Mientras me encamino hacia los hutones, echo una ojeada a las fotocopias. El ensayo se titula “El pensamiento chino contemporáneo y la cuestión de la modernidad”. Tiene muy buena pinta. Me lo leeré mientras doy cuenta de unos alacranes puntiagudos y una buena cerveza (Tsingtao, of course). Mi avión sale a media noche y no sé si volveré.

Ronin

Markel es un ronin, es decir, un samurái sin señor. Por supuesto no se trata de un caballero japonés del siglo XVIII, ni lleva el pelo recogido en esa coleta ahora tan de moda, ni porta las dos espadas de rigor (aunque empuña el paraguas de una forma un tanto peculiar en esta tarde primaveral por lluviosa ).

No, Markel es un ejecutivo cincuentón que ya ha olvidado casi todo lo que aprendió en la Comercial de Deusto y que se ha bregado en varias y sucesivas empresas (casi en el sentido de Baltasar Gracián) hasta que decidió ser autónomo. Hombre de trato muy directo y con una gran capacidad para trabajar en grupo, se lamenta, mientras caminamos a buen ritmo por el Paseo de la Senda, de que “ya no hay buenos señores” (yo le añadiría “ buenas señoras” pero no sé si lo arreglaré o lo dejaré peor).

Pues, en efecto, continúa, el mundo privado, pero también  el institucional, está cada vez más colonizado por tecnócratas que no diferencian la Gestión de lo que hay de la Dirección hacia la que se puede ir. Gentes, insiste, planas, sin la menor nota de entusiasmo, magníficas réplicas del original cubito de hielo de labio leporino y bigote rancio (aquí cita al Vázquez Montalbán de La Aznaridad) que piensan que por ponerlo todo en inglés son  más elocuentes y más efectivos.

Hacemos un alto en el camino para entrar en el Museo de Bellas Artes de Alava ( no sé por qué pensaba que iríamos directamente al Museo de Armería que está  enfrente). Markel me dice que  no me puedo ir sin ver la obra de Gustavo de Maeztu. Descubro ahora una nueva dimensión de mi colega mientras le veo contemplando embelesado la obra de este pintor vitoriano  que acabó recalando en Estella; pero, al fin y al cabo, ¿no eran los samuráis quienes se reunían al modo de los bertsolaris  para, entre copa y copa de sake, componer aquellos tankas encadenados ( de los que luego surgieron los haiku) que se llamaban renga?

Cuando nos despedimos- él quiere llegar hasta las campas de Armentia- me da un fuerte apretón de manos y , poco después, le veo perderse entre la lluvia . Recuerdo por un momento la última escena de Los siete samuráis de Akira Kurosawa y siento un escalofrío.Creo que voy a tomar un té muy caliente en La Florida.

Ad urbe condita…

Mientras camino por Zorrozaurre  y  observo el ir y venir de las gaviotas, recuerdo mis deseos periclitados de hacer los madriles. Así, a veces, nos parece que en otra ciudad la vida nos sería más propicia; que con otro hombre u otra mujer, apenas entrevistos en un bar mientras tomamos un café, nuestro erotismo se desbordaría; que dentro del libro intonso, recién comprado por muy recomendado, se encuentra la sabiduría definitiva; que, en fin, bajo las palmeras de la playa caribeña que vemos en una página web, alcanzaríamos la felicidad verdadera.

Y este estúpido juego de apariencias (de reminiscencias platonizantes) nos hace caminar como fantasmas por la ciudad propia, olvidar el color de los ojos de quien amamos, leer como si corriéramos una prueba de cien metros y, por fin, confiar más en photoshop que en el paisaje y el paisanaje que tenemos por delante.

Supongo que nada de todo esto ocurriría si, en nuestra infancia, no hubiéramos escuchado hasta el aburrimiento todos los lugares comunes de esa mitología que diluye siempre el presente vivo en un pasado mítico o en un futuro mitificado.

Pero como ya es tarde para desprendernos de esta carga ( que sabemos que es, por otro lado- malgré-nous!-  una de las condiciones de nuestra socialidad según el amigo Durkheim ) ¿ no podríamos, al menos, aprovecharnos de ella para ver las otras ciudades ocultas en nuestra ciudad cotidiana?, ¿ para intentar adivinar un incipiente beso en la persona amada? , ¿ para volver a leer despacio aquel libro que tanto nos gustó, o para, por fin, descubrir una vereda nueva en ese parque por el que pasamos todas las mañanas?

Si lo llegáramos a hacer, nos reconoceríamos, sin duda, como partícipes en la fundación de nuestra propia sabiduría, de nuestro propio amor, de nuestra propia ciudad… Ab urbe condita…

Pero, en fín, ceso en mis profundas meditaciones porque me acaba de  dejar su marca gris  La Gaviota del Ensanche.[Una vez más (  y como sabía muy  bien el fornido Michel Foucault) lo no-discursivo se venga  a conciencia de todo lo discursivo]

Plentzia revisited (sobre Javier Aguirre Gandarias)

 

 

Javier es un hombre dulce y acogedor. Y también poeta de larga duración. Pero ya quisieran muchos poetas tener la voz que él tiene , que no desmerece en nada de lo que escribe, como ocurre con tantos otros en los que se cumple aquello de “ know the poem , but not the poet” y es mejor que no nos reciten sus  versos.

De larga duración es también nuestra relación, desde los tiempos en los que en el bar El Tilo del Arenal bilbaíno  nos juntábamos con Txema Larrea, Luigi Anselmi, Andolin Eguzkitza y otros tanto más,  formando parte de lo que uno de ellos ( Jon Juaristi beharbada) había denominado Vinogrado, probablemente por lo mucho que bebíamos ( todavía nos creíamos aquello del » sapias, vina liques»). Todos más o menos vascos (euskadunak gehienetan) y más o menos varones y mayormente mal esfoliados.

En medio de aquellas tertulias, que tenían su prolongación en La Concordia o en el JK,- si se iba a la grande-   y por las que pasaron espíritus  de tan diversa condición como una rama  islámica sufi y una variante  chamánica, Javier no perdía nunca la sonrisa, siempre muy seguro de lo que hacía y de lo que quería hacer, manifestando  esa vocación que le ha permitido ir publicando libro tras libro, año tras año, desde Del bosque y el olvido (1977) hasta el reciente La playa vacía.

Javier, además, ha conseguido fidelizar a  un conjunto de lectores singulares, desbaratando las teorías del “campo literario” de Pierre Bourdieu y sus discípulos, o , mejor, haciendo saltar por los aires su legitimidad como campo “único”, abriendo paso a  un “micro-campo literario” propio, sin convertirse en un pretencioso y arrogante “poeta de culto”.

Y todo esto se lo digo, poco a poco, entre sorbos de un fresco y seco txakolí , en esta terraza del Restaurante el Puerto de Plentzia, mientras él cabecea y niega débilmente con la cabeza.

Javier, o sea Javier Aguirre Gandarias. Poeta.

Sub ponte Calatrava

 

Era morena, pero ahora es muy rubia. Antes estaba mullidita, pero esta tarde es todo músculo estirado y en su sitio (imposible calcular sus quilos como hacía Josep Pla en su célebre Viatge en autobus). Vestía unos vaqueros desgastados (de verdad) y ahora va en traje de chaqueta. Hicimos en su momento muchos viajes a dedo, pero hoy ha venido a buscarme en un BMV blanco más ancho que largo. Ocupa un alto cargo en una empresa de exportación y, como se decía antes «casó bien» (con un colega de la firma, con el que ha tenido un niño). Se llama Laura y mira muy de frente.
Mientras caminamos desacompasadamente por el paseo de Abandoibarra, me confiesa que ha acudido a un psicólogo porque no soporta “haber triunfado”. Sonrío, pero rápidamente me doy cuenta de que el asunto va más de lacaniano irresoluble que de freudiano resolutivo, así que me contengo Por lo visto, su padre, antiguo líder obrero de   Altos Hornos, le dice y repite que va por el camino equivocado.

Mientras cruzamos el Zubi Zuri por debajo (por encima, siendo de Calatrava-te-la- clava da un poco de apremio) me dan ganas de cogerle de la mano, pero no quiero dar a entender lo que no quiero dar a entender y no lo hago: al fin y al cabo, siempre ha sido para mí como una de aquellas “primas adoptivas” de Montaigne.

Me mira de soslayo y me da que ya se está arrepintiendo de haber quedado conmigo. A fin de cuentas, yo también formo parte de un pasado que quizá no quiera recordar (Le he dicho que tengo una vieja foto en la que aparecemos los dos en plan hippy en la Torre de Pisa y se ha sobresaltado).

A lo peor no nos volvemos a ver hasta que pasen otros treinta años

En Bayona bajo los porches

 

 

Estoy contemplando el lento transcurrir de las nubes mientras tomo a pequeños sorbos mi Pelforth sentado en la terraza  del Café du Palais . Espero a M. (M. no quiere que ponga su nombre, todo lo más su inicial) en una zona neutral, lejos de la rue Pannecau, en la que hemos pasado muchas horas juntos.

Llega M. y me dice que ha reservado una mesa en Le Chistera. Me levanto sin decir ni mu porque le veo algo contrariado y un poco envejecido y, en silencio, le sigo por detrás. Nos sentamos y yo pido una assiete de jambom de Bayonne y un confit de canard. M. se ríe y cabecea: «Siempre serás el mismo, de sota, caballo y rey». «Por supuesto». M. se exiló hace ya muchos años, cuando don Francisco Franco era generalísimo. Estudió medicina y se instaló con un colega en una oscura consulta  que pronto se convirtió en referencia irremediable para muchas compañeras que no querían ser todavía madres. Pasaron unos cuantos años. Ya en la cincuentena, se casó y adoptó una niña vietnamita. «Tiene quince años, pero me lleva un cuarto de metro».

Él, que fue un líder político, no quiere hablar de política, y menos de política española. En general, todo le parece demasiado repetitivo y decadente, hasta lo de las cuentas en Panamá. «Me basta con ayudar a mis pacientes a pasar el trago de la vida». Compruebo que su existencialismo de base se ha mantenido incólume. Luego me dice que de sus colegas de antaño tan solo ve a algunos en el trinquete del Jeu de Paume, pero que en cuanto comienzan a recordar aventuras comunes se abre porque le suenan a batallitas de abuelo cebolleta. Aun así, reconoce que algunas fueron muy buenas. Como aquella en la que se confundió de nombre al sacar uno de los tres pasaportes que llevaba encima y los gendarmes no se dieron ni cuenta (o sí, pero pasaron).

Cuando nos despedimos, me habla de otro M. De este sí puedo decir el nombre. Es Miguel Sánchez-Ostiz, novelista navarro, pero sobre todo novelista (y mejor diarista). «¿Has leído En Bayona bajo los porches?». «Por supuesto».

Abro el paquete que me ha dado antes de irse. Es una caja de chocolates de Daranatz, de los que devorábamos en nuestras interminables reuniones. Voy hacia el coche sintiendo que dejo a M. yendo hacia su consulta. Nunca le he visto vestido de bata blanca, pero me lo he imaginado muchas veces. Siempre, a pesar de su gesto adusto, sonriendo. Y yo también sonrío: me gusta estar de vez en cuando  con los viejos amigos.